Es un misterio adivinar por qué casi todos los políticos olvidan las adversidades en cuanto sopla a su favor una leve brisa.
Es bien sabido que a las personas les cuesta indeciblemente prever y
adelantarse a los acontecimientos, incluso a los inminentes.
Baste recordar como ejemplo popular, tantas veces recreado por el cine, la incredulidad de los pasajeros más acomodados del Titanic, que, cuando el barco se iba ya a pique, se negaban a admitir que eso estuviera pasando, tan interiorizada tenían la idea de que una catástrofe así era “imposible”, y aún más que les ocurriera a ellos.
Es comprensible que la mayoría de la gente, de hecho, no quiera ponerse nunca en lo peor, y que, mientras le va bien, no le apetezca amargarse con medidas precautorias; que crea o ansíe creer que los estados favorables durarán siempre y se entregue a la euforia, como si el mañana no existiera o no tuviera posibilidades de volverse en su contra.
Sí, es comprensible y todos incurrimos a veces en el optimismo sin freno, o en el carpe diem (pero en este último caso al menos sabemos que se trata de coger el día, ni siquiera en plural, y que con el nuevo amanecer todo puede haberse acabado: hay conciencia de la fugacidad de la suerte).
Lo que ya no resulta comprensible es que habiten en semejante inconsciencia quienes se pasan la vida con el ojo puesto en el futuro, los políticos.
Ellos o sus consejeros no cesan de hacer estimaciones y cálculos, y, en la teoría, cuando los demás mortales chapoteamos en 2011, ellos ya están instalados en 2015, y así sucesivamente.
No resulta ser así en la práctica, sin embargo, no desde luego en este país nuestro.
La estupefacción dibujada en los rostros de muchos dirigentes del PP tras las elecciones municipales y autonómicas ha sido en verdad antológica.
El Gobierno de su partido se ha pasado tres años y medio, desde las generales de 2011, actuando como si la mayoría absoluta obtenida entonces estuviera destinada a ser eterna.
Como ya se le advirtió desde muchas páginas –también desde esta–, si algo no puede hacerse en un Estado democrático es gobernar contra los ciudadanos sin pausa.
El descontento entre éstos ha sido masivo, explícito y ruidoso: los médicos y enfermeros, los profesores y alumnos, los rectores de Universidad, los jueces y abogados, los funcionarios, las clases medias y bajas, las pequeñas y medianas empresas, los comerciantes, los desempleados, los “dependientes”, los jóvenes que han debido emigrar, los científicos e investigadores, las bibliotecas sin presupuesto, los músicos, cineastas, actores y escritores, todos ellos se han visto tratados con desprecio y daño, sus protestas desatendidas y hasta “criminalizadas” por esos dirigentes. Ninguno de esos colectivos es “de izquierdas”, ni menos aún “antisistema”.
Son tan sólo la sociedad, de la cual se ha hecho caso omiso y a la que se ha desdeñado.
Llegan unas elecciones –ni siquiera generales– y el PP se queda perplejo ante la pérdida de dos millones y medio de votos y del poder en ciudades y regiones que creía adeptas para siempre.
No cabe imaginar políticos peores, aquellos que no cuentan con el futuro y no perciben el hartazgo de la gente, o que sí lo perciben pero le restan toda importancia.
Hasta que truena, claro.
La fuerza de persuasión del presente es descomunal, sin duda.
El que triunfa se olvida pronto de las penurias pasadas antes de alcanzar la celebridad o el éxito, y tiende a creer que siempre fue un ídolo.
Por el mismo mecanismo, también se convence de que nunca dejará de serlo; de que, una vez llegada la culminación, ésta es irreversible.
Nadie en una situación privilegiada está dispuesto a recordar los millares de ejemplos que nos brinda la historia: de personajes que, tras conocer la gloria, cayeron en la miseria y en el olvido o la abominación, y tuvieron tiempo de asistir a ello, a su caída en desgracia
. El PP ya lo vivió hace no mucho, en 2004.
Tanto da: de nuevo creyó que lo de 2011 era imperecedero, y se permitió comportarse despóticamente.
Lo peor es que esta falta de previsión y esta megalomanía no son exclusivas de ese partido
. Quienes ahora se ven aupados y favorecidos (sin verdadera base, sino en una suerte de carambola o espejismo), como el PSOE o Podemos (un Podemos híbrido y enmascarado), adoptan ya modos arrogantes e inflados
. Es llamativo el engreimiento con que Ada Colau anuncia propósitos y desafíos, cuando hoy (el día en que escribo) aún no es seguro que vaya a ser alcaldesa de Barcelona.
Bordea lo patético que Pedro Sánchez saque pecho, cuando su partido, hundido en 2011, ha perdido aún más votos.
Es alarmante que Pablo Iglesias recuerde cada vez más, en soberbia, en tono autoritario, al Aznar más crecido; también en el infinito desprecio por sus rivales.
Como el PP en 2011, parecen todos convencidos de que no hay vuelta de hoja; de que la ola que los eleva (moderadísimamente, por ahora) no va a descender ni a quebrarse; de que de aquí a seis meses serán ellos quienes manden, deroguen leyes e implanten otras, hagan reformas, suban impuestos, dicten arbitrariedades y “sepan” lo que conviene a la sociedad preconcebida por ellos.
En verdad es un misterio, por qué a casi todos los políticos, del signo que sean, se les pone en seguida –en cuanto sopla a su favor una leve brisa– cara de pasajeros del Titanic al embarcar: faltaría más, de primera clase.
elpaissemanal@elpais.es
Baste recordar como ejemplo popular, tantas veces recreado por el cine, la incredulidad de los pasajeros más acomodados del Titanic, que, cuando el barco se iba ya a pique, se negaban a admitir que eso estuviera pasando, tan interiorizada tenían la idea de que una catástrofe así era “imposible”, y aún más que les ocurriera a ellos.
Es comprensible que la mayoría de la gente, de hecho, no quiera ponerse nunca en lo peor, y que, mientras le va bien, no le apetezca amargarse con medidas precautorias; que crea o ansíe creer que los estados favorables durarán siempre y se entregue a la euforia, como si el mañana no existiera o no tuviera posibilidades de volverse en su contra.
Sí, es comprensible y todos incurrimos a veces en el optimismo sin freno, o en el carpe diem (pero en este último caso al menos sabemos que se trata de coger el día, ni siquiera en plural, y que con el nuevo amanecer todo puede haberse acabado: hay conciencia de la fugacidad de la suerte).
Lo que ya no resulta comprensible es que habiten en semejante inconsciencia quienes se pasan la vida con el ojo puesto en el futuro, los políticos.
Ellos o sus consejeros no cesan de hacer estimaciones y cálculos, y, en la teoría, cuando los demás mortales chapoteamos en 2011, ellos ya están instalados en 2015, y así sucesivamente.
No resulta ser así en la práctica, sin embargo, no desde luego en este país nuestro.
La estupefacción dibujada en los rostros de muchos dirigentes del PP tras las elecciones municipales y autonómicas ha sido en verdad antológica.
El Gobierno de su partido se ha pasado tres años y medio, desde las generales de 2011, actuando como si la mayoría absoluta obtenida entonces estuviera destinada a ser eterna.
Como ya se le advirtió desde muchas páginas –también desde esta–, si algo no puede hacerse en un Estado democrático es gobernar contra los ciudadanos sin pausa.
El descontento entre éstos ha sido masivo, explícito y ruidoso: los médicos y enfermeros, los profesores y alumnos, los rectores de Universidad, los jueces y abogados, los funcionarios, las clases medias y bajas, las pequeñas y medianas empresas, los comerciantes, los desempleados, los “dependientes”, los jóvenes que han debido emigrar, los científicos e investigadores, las bibliotecas sin presupuesto, los músicos, cineastas, actores y escritores, todos ellos se han visto tratados con desprecio y daño, sus protestas desatendidas y hasta “criminalizadas” por esos dirigentes. Ninguno de esos colectivos es “de izquierdas”, ni menos aún “antisistema”.
Son tan sólo la sociedad, de la cual se ha hecho caso omiso y a la que se ha desdeñado.
Llegan unas elecciones –ni siquiera generales– y el PP se queda perplejo ante la pérdida de dos millones y medio de votos y del poder en ciudades y regiones que creía adeptas para siempre.
No cabe imaginar políticos peores, aquellos que no cuentan con el futuro y no perciben el hartazgo de la gente, o que sí lo perciben pero le restan toda importancia.
Hasta que truena, claro.
La fuerza de persuasión del presente es descomunal, sin duda.
El que triunfa se olvida pronto de las penurias pasadas antes de alcanzar la celebridad o el éxito, y tiende a creer que siempre fue un ídolo.
Por el mismo mecanismo, también se convence de que nunca dejará de serlo; de que, una vez llegada la culminación, ésta es irreversible.
Nadie en una situación privilegiada está dispuesto a recordar los millares de ejemplos que nos brinda la historia: de personajes que, tras conocer la gloria, cayeron en la miseria y en el olvido o la abominación, y tuvieron tiempo de asistir a ello, a su caída en desgracia
. El PP ya lo vivió hace no mucho, en 2004.
Tanto da: de nuevo creyó que lo de 2011 era imperecedero, y se permitió comportarse despóticamente.
Lo peor es que esta falta de previsión y esta megalomanía no son exclusivas de ese partido
. Quienes ahora se ven aupados y favorecidos (sin verdadera base, sino en una suerte de carambola o espejismo), como el PSOE o Podemos (un Podemos híbrido y enmascarado), adoptan ya modos arrogantes e inflados
. Es llamativo el engreimiento con que Ada Colau anuncia propósitos y desafíos, cuando hoy (el día en que escribo) aún no es seguro que vaya a ser alcaldesa de Barcelona.
Bordea lo patético que Pedro Sánchez saque pecho, cuando su partido, hundido en 2011, ha perdido aún más votos.
Es alarmante que Pablo Iglesias recuerde cada vez más, en soberbia, en tono autoritario, al Aznar más crecido; también en el infinito desprecio por sus rivales.
Como el PP en 2011, parecen todos convencidos de que no hay vuelta de hoja; de que la ola que los eleva (moderadísimamente, por ahora) no va a descender ni a quebrarse; de que de aquí a seis meses serán ellos quienes manden, deroguen leyes e implanten otras, hagan reformas, suban impuestos, dicten arbitrariedades y “sepan” lo que conviene a la sociedad preconcebida por ellos.
En verdad es un misterio, por qué a casi todos los políticos, del signo que sean, se les pone en seguida –en cuanto sopla a su favor una leve brisa– cara de pasajeros del Titanic al embarcar: faltaría más, de primera clase.
El que triunfa se olvida pronto de las penurias pasadas antes de alcanzar el éxito, y tiende a creer que siempre fue un ídolo
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