El PP necesita replantear el liderazgo y su relación con la sociedad.
Mariano Rajoy se empeña en un continuismo inútil tras las elecciones
del 24 de mayo, pese a la sangría de 2,4 millones de votantes sufrida
por el PP.
Esa actitud va a pasarle factura a la vista del amotinamiento que se plantea en sus propias filas, evidenciado por las reveladoras declaraciones de Juan Vicente Herrera, cabeza del PP en una comunidad tan fiel a la derecha y surtidora de diputados al Congreso como Castilla y León.
No solo se plantea retirarse para facilitar los cambios, sino que aconseja a Rajoy “mirarse al espejo” antes de declararse el mejor candidato a la presidencia del Gobierno.
Las tensiones se están desbordando porque es imposible perder sin inmutarse.
Y eso es lo que les ha sucedido a barones tan destacados como Herrera en Castilla y León, Alberto Fabra en la Comunidad Valenciana, Luisa Fernanda Rudi en Aragón, Esperanza Aguirre en Madrid, José Ramón Bauzá en Baleares y María Dolores de Cospedal en Castilla-La Mancha, esta última tras haber desempeñado también la secretaría general del PP en condiciones muy polémicas.
Sus candidaturas han sido las más votadas, pero todos ellos corren un riesgo inminente de quedarse fuera del poder autonómico, lo mismo que sus equipos; y sirve de poco consuelo alegar, como hace Rajoy, que el PP ha ganado las elecciones puesto que el PSOE también ha perdido votos (más de 700.000).
A estas alturas ya no tendría mucho efecto ni siquiera la decisión de revolucionar el equipo gubernamental, dado el poco tiempo que falta para la disolución de las Cortes.
Sin embargo, sectores importantes del PP quieren que se inicie la renovación del partido.
Se comprende el vértigo de Rajoy a abordar algo que no solo puede cuestionar su liderazgo, sino abrir la batalla ideológica entre los más conservadores y los moderados.
Pero aplazar todas las decisiones, a ver si hay suerte en las elecciones generales, se antoja una mera fuga hacia adelante.
El PP necesita un replanteamiento, incluido liderazgo, equipo de dirección, estilo de gobernar y oferta programática para conectar con la tendencia más liberal de la derecha europea.
La acción de gobierno ha de ser explicada por quien toma las decisiones y por eso no sirve escudarse en “problemas de comunicación”.
La comunicación no sirve cuando no hay nada nuevo que decir, cuando no se quieren asumir responsabilidades ni riesgos.
Es difícil de comunicar el ponerse de perfil respecto a la corrupción, mantener hibernado al Parlamento o la superficialidad de los argumentos con los que Rajoy suele referirse a la acción política (todo lo que no plantea él mismo es “un lío”, etcétera).
La realidad ha cambiado mucho respecto a 2011, cuando el PP ganó con el sencillo mensaje de que bastaba con sustituir al zapaterismo para enderezar los males de España.
Ese discurso y el de la recuperación económica —pese a los méritos que puedan corresponderle en este apartado— no han impedido el retroceso electoral del 24 de mayo, de forma que carece de sentido aferrarse a ello para tratar de ganar las generales de final de año.
Las municipales y autonómicas han sido elecciones de cambio: por más que las dos fuerzas principales sigan siendo el PP y el PSOE, la competición ya no se limita a ellos.
El empuje de Podemos y Ciudadanos responde a un debate diferente.
La élite política tiene que reflexionar sobre el sentido de oponerse a las demandas de reformas que proceden de la España más urbana, poblada y dinámica, en vez de seguir con la cantinela preelectoral de que no merece la pena tener en cuenta a partidos creados “hace media hora”.
Si Rajoy insiste en esa línea, le conviene recordar que cuando el conductor cierra los ojos, suele ser muy difícil evitar la catástrofe.
Esa actitud va a pasarle factura a la vista del amotinamiento que se plantea en sus propias filas, evidenciado por las reveladoras declaraciones de Juan Vicente Herrera, cabeza del PP en una comunidad tan fiel a la derecha y surtidora de diputados al Congreso como Castilla y León.
No solo se plantea retirarse para facilitar los cambios, sino que aconseja a Rajoy “mirarse al espejo” antes de declararse el mejor candidato a la presidencia del Gobierno.
Las tensiones se están desbordando porque es imposible perder sin inmutarse.
Y eso es lo que les ha sucedido a barones tan destacados como Herrera en Castilla y León, Alberto Fabra en la Comunidad Valenciana, Luisa Fernanda Rudi en Aragón, Esperanza Aguirre en Madrid, José Ramón Bauzá en Baleares y María Dolores de Cospedal en Castilla-La Mancha, esta última tras haber desempeñado también la secretaría general del PP en condiciones muy polémicas.
Sus candidaturas han sido las más votadas, pero todos ellos corren un riesgo inminente de quedarse fuera del poder autonómico, lo mismo que sus equipos; y sirve de poco consuelo alegar, como hace Rajoy, que el PP ha ganado las elecciones puesto que el PSOE también ha perdido votos (más de 700.000).
A estas alturas ya no tendría mucho efecto ni siquiera la decisión de revolucionar el equipo gubernamental, dado el poco tiempo que falta para la disolución de las Cortes.
Sin embargo, sectores importantes del PP quieren que se inicie la renovación del partido.
Se comprende el vértigo de Rajoy a abordar algo que no solo puede cuestionar su liderazgo, sino abrir la batalla ideológica entre los más conservadores y los moderados.
Pero aplazar todas las decisiones, a ver si hay suerte en las elecciones generales, se antoja una mera fuga hacia adelante.
El PP necesita un replanteamiento, incluido liderazgo, equipo de dirección, estilo de gobernar y oferta programática para conectar con la tendencia más liberal de la derecha europea.
La acción de gobierno ha de ser explicada por quien toma las decisiones y por eso no sirve escudarse en “problemas de comunicación”.
La comunicación no sirve cuando no hay nada nuevo que decir, cuando no se quieren asumir responsabilidades ni riesgos.
Es difícil de comunicar el ponerse de perfil respecto a la corrupción, mantener hibernado al Parlamento o la superficialidad de los argumentos con los que Rajoy suele referirse a la acción política (todo lo que no plantea él mismo es “un lío”, etcétera).
La realidad ha cambiado mucho respecto a 2011, cuando el PP ganó con el sencillo mensaje de que bastaba con sustituir al zapaterismo para enderezar los males de España.
Ese discurso y el de la recuperación económica —pese a los méritos que puedan corresponderle en este apartado— no han impedido el retroceso electoral del 24 de mayo, de forma que carece de sentido aferrarse a ello para tratar de ganar las generales de final de año.
Las municipales y autonómicas han sido elecciones de cambio: por más que las dos fuerzas principales sigan siendo el PP y el PSOE, la competición ya no se limita a ellos.
El empuje de Podemos y Ciudadanos responde a un debate diferente.
La élite política tiene que reflexionar sobre el sentido de oponerse a las demandas de reformas que proceden de la España más urbana, poblada y dinámica, en vez de seguir con la cantinela preelectoral de que no merece la pena tener en cuenta a partidos creados “hace media hora”.
Si Rajoy insiste en esa línea, le conviene recordar que cuando el conductor cierra los ojos, suele ser muy difícil evitar la catástrofe.
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