Las pasarelas se encuentran inmersas en una revisión constante de las últimas cuatro décadas
Pero lo que se ve no es la repetición de una estética pasada, sino un paseo por la suma de todas ellas con el fin de vislumbrar su edad adulta.
La nostalgia en la moda
es parecida a la que sufren los adolescentes por su infancia, justo
antes de entrar en la edad adulta.
Como la de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno (J. D. Salinger, 1951), que reflexiona ante los dioramas del Museo de Historia Natural:
“Todo estaba siempre en el mismo sitio. Nada era diferente; lo único diferente eras tú”.
Sirva este ejemplo para representar gráficamente el recorrido de la moda –esa entidad inmadura abrazada a su eterna juventud– por las vitrinas de su historia más reciente.
Una era que se inició en los años sesenta del siglo pasado con la implantación de otros entes poderosos: el capitalismo, el mercado, la era de la comunicación mundial y la televisión.
En esa década, Marshall McLuhan acuñó proféticamente el término aldea global y la frase “Somos lo que vemos”.
Así que no debería resultar extraño ni tedioso que las pasarelas emerjan una y otra vez con estos retrogustos, por otra parte tan en boga en la gastronomía, las artes plásticas y la música popular, pues lo que en ellas se ve no es la repetición de una estética pasada, sino un paseo por la suma de todas ellas, diorama a diorama.
Es lo que hay, aunque también es lo que toca en esta época atribulada en la que más allá de la juventud no aparece casi nada a la vista.
Por eso, este bucle nostálgico en el que bucea la moda es algo más que una tendencia, es un profundo viaje al pasado, pero realizado con sofisticadas herramientas y tecnologías ultramodernas.
Todo con el fin de vislumbrar un futuro para esa edad adulta que tarde o temprano acabará por presentarse.
Mientras tanto, la moda se ha impuesto la tarea de revisar el nacimiento del prêt-à-porter, la inocencia, la ambigüedad de género y la exaltación de la juventud de la década de los sesenta, con el cine, la música y el impacto del consumo de masas que la acompañaron, y cómo todo esto derivó, acrecentado, en el punk, el made in Italy, las discotecas y la cultura gay de los setenta.
Además de la introducción de tendencias tan arraigadas hoy como revolucionarias entonces: romanticismo, deconstrucción, etnicismo, sexismo, manga, atletismo, naturalismo, androginia, orientalismo.
El poder de los fotógrafos y las modelos y el optimismo de los ochenta generaron otra corriente, tal vez la más barroca y excesiva, que utilizó todos los atributos del poder para lanzar mensajes inequívocos a través de logotipos cada vez más visibles.
La consecuente crisis que siguió, ya en los noventa, produjo la aparición del minimalismo, el grunge, el hip-hop, a la vez que los grandes imperios del lujo y el capitalismo salvaje y global se hacían los dueños absolutos del mercado.
Desde entonces, la moda se revisa a sí misma en sus preciosas vitrinas, que siempre son las mismas, por mucho que ella cambie y progrese sin que se note demasiado.
Como la de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno (J. D. Salinger, 1951), que reflexiona ante los dioramas del Museo de Historia Natural:
“Todo estaba siempre en el mismo sitio. Nada era diferente; lo único diferente eras tú”.
Sirva este ejemplo para representar gráficamente el recorrido de la moda –esa entidad inmadura abrazada a su eterna juventud– por las vitrinas de su historia más reciente.
Una era que se inició en los años sesenta del siglo pasado con la implantación de otros entes poderosos: el capitalismo, el mercado, la era de la comunicación mundial y la televisión.
En esa década, Marshall McLuhan acuñó proféticamente el término aldea global y la frase “Somos lo que vemos”.
Así que no debería resultar extraño ni tedioso que las pasarelas emerjan una y otra vez con estos retrogustos, por otra parte tan en boga en la gastronomía, las artes plásticas y la música popular, pues lo que en ellas se ve no es la repetición de una estética pasada, sino un paseo por la suma de todas ellas, diorama a diorama.
Es lo que hay, aunque también es lo que toca en esta época atribulada en la que más allá de la juventud no aparece casi nada a la vista.
Por eso, este bucle nostálgico en el que bucea la moda es algo más que una tendencia, es un profundo viaje al pasado, pero realizado con sofisticadas herramientas y tecnologías ultramodernas.
Todo con el fin de vislumbrar un futuro para esa edad adulta que tarde o temprano acabará por presentarse.
Mientras tanto, la moda se ha impuesto la tarea de revisar el nacimiento del prêt-à-porter, la inocencia, la ambigüedad de género y la exaltación de la juventud de la década de los sesenta, con el cine, la música y el impacto del consumo de masas que la acompañaron, y cómo todo esto derivó, acrecentado, en el punk, el made in Italy, las discotecas y la cultura gay de los setenta.
Además de la introducción de tendencias tan arraigadas hoy como revolucionarias entonces: romanticismo, deconstrucción, etnicismo, sexismo, manga, atletismo, naturalismo, androginia, orientalismo.
El poder de los fotógrafos y las modelos y el optimismo de los ochenta generaron otra corriente, tal vez la más barroca y excesiva, que utilizó todos los atributos del poder para lanzar mensajes inequívocos a través de logotipos cada vez más visibles.
La consecuente crisis que siguió, ya en los noventa, produjo la aparición del minimalismo, el grunge, el hip-hop, a la vez que los grandes imperios del lujo y el capitalismo salvaje y global se hacían los dueños absolutos del mercado.
Desde entonces, la moda se revisa a sí misma en sus preciosas vitrinas, que siempre son las mismas, por mucho que ella cambie y progrese sin que se note demasiado.
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