Hace diez años Lydia Davis (Northampton, Massachusetts, 1947) abandonó las vicisitudes
de la vida en Manhattan y se trasladó con su marido, el pintor Alan
Cote, a un pequeño enclave en las cercanías de East Nassau, tres horas
al norte de Nueva York
. La vivienda que hoy ocupa la pareja, un edificio de ladrillo rojo de tres plantas con techos que alcanzan los cinco metros de altura, fue construida en los años treinta, y durante décadas fue sede de la escuela local
. Las antiguas aulas han sido adaptadas a las necesidades domésticas, así como a las exigencias creativas de sus ocupantes
. El gimnasio es hoy un taller de pintura, y otras estancias hacen las veces de estudio o biblioteca
. Los inmensos lienzos abstractos de Cote ocupan las paredes de varias salas, compartiendo el espacio con las delicadas fotos realizadas por el hijo del matrimonio, Theo.
En 2009, tras casi cuatro décadas de trabajo en relativa oscuridad, aparecieron los Cuentos completos de Lydia Davis,un volumen de 700 páginas que recogía los dos centenares de relatos breves incluidos en las cuatro colecciones publicadas por la escritora a lo largo de su vida. El libro dio la medida de su dominio del cuento, género que siempre ha gozado de la más alta estima en la tradición norteamericana, y en la que Davis ha inscrito su nombre para siempre con autoridad y contundencia, aunque no esté muy claro qué son exactamente los brevísimos textos que escribe.
Sus segmentos en prosa alcanzan un nivel de intensidad y concisión que los sitúa en las inmediaciones de la poesía o la iluminación filosófica.
Uno de sus más rendidos admiradores, Jonathan Franzen, trató de zanjar el asunto, refiriéndose a ella como “una suerte de Proust del relato breve”.
Tras una serie de reconocimientos que culminaron con la concesión del Premio Internacional Man Booke el año pasado, se publicó recientemente en España No puedo ni quiero, volumen que reúne los relatos escritos por la autora con posterioridad a la aparición de los Cuentos completos.
Asimismo ve la luz por primera vez en castellano El final de la historia, única incursión de Lydia Davis en la novela, texto de un interés extraordinario sin el que no es posible entender cabalmente el conjunto de su obra.
La escritora se sirve una taza de café y deja que pasen unos segundos antes de responder a la pregunta de qué aporta No puedo ni quiero con respecto a su trabajo anterior como autora de microficciones.
“Mi trabajo ha ido evolucionando con el tiempo, aunque me resulta
difícil explicar exactamente cómo.
Las primeras colecciones incluían historias más tradicionales que alcanzaban cierta extensión. Había relatos cortos pero no minúsculos, como ahora. Creo que en este último libro me he aventurado más con la forma.
Siempre ensayo nuevas formas de escritura, y en el último libro llevo esa tendencia todavía más lejos. Hay más listas. Por primera vez aparecen secuencias o series, como las llamadas historias-sueño o la secuencia de 13 historias-Flaubert.
Se trata de excepciones.
Se podría decir que en el libro nuevo hay textos que se acercan más a lo que es un poema, aunque la razón por la que rompo los renglones no es que los vea como versos sino una manera de indicar cómo han de leerse, efectuando una pausa después de cierta frase.
Cabría considerar que son una especie de poemas primitivos, pero sin carácter lírico
. Se trata más bien de breves fogonazos en prosa que quiero que estén nítidamente separados en la mente del lector
. Mi intención desde luego no era crear poemas”.
Más interesante si cabe que la publicación de una nueva colección de relatos ultracortos de Lydia Davis es la recuperación de El final de la historia, su única novela.
¿A qué se debió la irrupción de un formato tan ajeno a lo que siempre ha hecho una maestra tan depurada de la forma breve?
“Jamás me he considerado novelista. Desde que empecé a escribir me sentí cuentista…
Bueno, si me remonto a los orígenes, lo primero que escribí fue poesía, aunque aquello era más bien una suerte de conjuro verbal.
La novela surgió cuando llevaba más de veinte años escribiendo cuentos.
Tengo un amplio espectro de registros, desde una o dos líneas hasta un párrafo, una página, dos páginas, y en algunos casos textos de una extensión algo mayor.
A medida que son más largos se vuelven más narrativos, y cuanto más cortos se parecen más a una canción
. Puede que no sean poemas, pero el lenguaje, el ritmo y la forma son de un orden más musical, aspecto que se convierte en el elemento prioritario.
Pero incluso entre los textos más breves los hay muy distintos.
Algunos son como un grito, otros una especie de meditación.
Realmente la novela era una especie de cuento largo.
No era cuestión de que yo considerara que había llegado la hora de escribir algo orgánicamente distinto desde el punto de vista narrativo, sino que de repente me tropecé con un material que necesitaba mucho más espacio del que yo le podía otorgar dentro de los límites de un relato”.
En más ocasiones de las que le apetece recordar, Lydia Davis tuvo que afrontar la manida pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta.
En su caso, la respuesta no puede ser más reveladora: “El Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa”, dice riéndose, “porque me permite hacer trampa: son 20 volúmenes”.
La ocurrencia pone de relieve una predilección muy profunda. A Davis le fascinan los aspectos más inmediatamente materiales del lenguaje.
Nada la hace más feliz que hablar de sintaxis, gramática y lexicografía.
Y nada le divierte más que trasladar los códigos de unas lenguas a otras, lo cual ilumina uno de los aspectos más interesantes de su personalidad: su pasión por la traducción literaria, labor que empezó a ejercer durante sus años de estudiante universitaria.
“Una de las razones por las que pasaron siete años entre la publicación de Cuentos completos y No puedo ni quiero es que me salieron al paso las dos traducciones de mayor envergadura de mi vida: el primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust, y Madame Bovary, de Flaubert.
El reto era mayúsculo, pero cuando me propusieron traducir a Proust no lo dudé.
Llevaba toda la vida traduciendo
. Había escalado cumbres muy altas y ahora me proponían escalar la más alta de todas
. Acepté el reto. Tardé tres años y, cuando terminé, me propusieron que tradujera Madame Bovary.
Al principio dije que no, pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que echaba de menos traducir. Después de Proust me enfrentaba a otra empresa gigantesca, pero lo curioso es que cuando terminé no quise parar, y seguí traduciendo, esta vez del holandés
. Es lo que me tiene ocupada en estos momentos. Estoy traduciendo a A. L. Snijders”. Otra elección altamente sintomática. Snijders, de 77 años, cultiva una modalidad de relato ultrabreve a la que el autor se refiere como zkv.
Cuando en 2010 se le concedió el Premio Constantijn Huygens por su trabajo en este género insólito, Snijders, que mantiene una regocijante comunicación por e-mail con su traductora al inglés, había publicado un total de 1.500 zkvs.
“Verdaderamente disfruto traduciendo”, señala con euforia Davis al evocar cómo descubrió a Snijders. “Estaba en Ámsterdam, hará unos tres años, y decidí que con todo país, con todo idioma al que se hubiera traducido mi obra, yo intentaría a mi vez traducir algo de ese idioma al inglés…
Ya sé que son muchos idiomas, y cada vez más, pero lo intentaría
. He traducido una historia del español [un cuento de la escritora mexicana Ana Rosa González Matute, aclara], del portugués, del alemán y ahora estoy con el holandés.
He estado expuesta a muchos idiomas. El primero fue el alemán, cuando fui a la escuela en Graz, Austria, con ocho años.
Al español estuve expuesta en Argentina, también muy joven. Tal vez ahora esté intentando reproducir aquellas experiencias de cuando era niña”.
En ella aparece publicado un ensayo suyo sobre el trabajo pictórico de su marido, Alan Cote.
En la portada aparecen yuxtapuestos los nombres de Siri Hustvedt y Lydia Davis
. La coincidencia resulta tan insólita como violenta
. Un perfil sobre Lydia Davis publicado hace unos meses en The New Yorker con motivo de la aparición de No puedo ni quiero en inglés alude a un episodio, por demás bastante conocido, que afectó profundamente a las dos escritoras.
En 1974, Lydia Davis contrajo matrimonio con Paul Auster.
Se habían conocido cuando los dos estudiaban en la universidad, ella en Barnard y él en Columbia, tras lo cual pasaron juntos unos años en Francia.
La pareja tuvo un hijo, Daniel, que tenía dos años cuando sus padres se divorciaron.
Poco tiempo después Hustvedt y Auster se casaron
. Cuando Daniel Auster tenía 18 años se encontraba en el apartamento donde dos conocidos personajes del mundo de la noche neoyorquina asesinaron a un traficante de drogas, comprando su silencio a cambio de 3.000 dólares propiedad de la víctima.
El caso se saldó judicialmente con una admisión de culpabilidad por parte de Auster, que fue sentenciado a cinco años de libertad condicional.
La última pregunta registrada en la grabadora, formulada con el máximo respeto y cautela, tiene que ver con Daniel Auster.
Como era previsible, la autora declinó cortésmente responder.
No obstante, y por eso una publicación tan ajena al amarillismo como The New Yorker no la elude, la cuestión es pertinente y de hecho tanto Hustvedt como Davis la abordan en dos obras que pese lo radicalmente distintas que son desde el punto de vista literario, coinciden en la honestidad con que llevan a cabo su indagación. Hustdvedt escribió sobre el episodio con pasmosa transparencia en la novela titulada Todo cuanto amé.
Davis alude al asunto con la oblicua desnudez que caracteriza a su escritura en el relato titulado ‘Selfish’
. La historia ahonda de modo sumamente abstracto en la venenosa mezcla de culpa y egoísmo que preside a veces las relaciones entre padres e hijos
. Es lo más lejos que esta mujer es capaz de llegar: tal vez sólo Samuel Beckett la supere a la hora de ejercer el arte del silencio
. Invitada a evocar un episodio de su vida particularmente importante para ella, Davis me contó que un día, paseando por París, vio a Beckett parado en una esquina
. Su admiración por él entonces era tal que se dedicaba a copiar frases del irlandés en un cuaderno, tratando de descifrar el enigma de su escritura.
"Decidí seguirle.
Tras recorrer unas cuantas calles se adentró en los jardines de Luxemburgo, donde se detuvo delante de una cancha de tenis, a ver un partido".
Al cabo de un rato se alejó, sin haber intercambiado con él una sola palabra.
. La vivienda que hoy ocupa la pareja, un edificio de ladrillo rojo de tres plantas con techos que alcanzan los cinco metros de altura, fue construida en los años treinta, y durante décadas fue sede de la escuela local
. Las antiguas aulas han sido adaptadas a las necesidades domésticas, así como a las exigencias creativas de sus ocupantes
. El gimnasio es hoy un taller de pintura, y otras estancias hacen las veces de estudio o biblioteca
. Los inmensos lienzos abstractos de Cote ocupan las paredes de varias salas, compartiendo el espacio con las delicadas fotos realizadas por el hijo del matrimonio, Theo.
En 2009, tras casi cuatro décadas de trabajo en relativa oscuridad, aparecieron los Cuentos completos de Lydia Davis,un volumen de 700 páginas que recogía los dos centenares de relatos breves incluidos en las cuatro colecciones publicadas por la escritora a lo largo de su vida. El libro dio la medida de su dominio del cuento, género que siempre ha gozado de la más alta estima en la tradición norteamericana, y en la que Davis ha inscrito su nombre para siempre con autoridad y contundencia, aunque no esté muy claro qué son exactamente los brevísimos textos que escribe.
Sus segmentos en prosa alcanzan un nivel de intensidad y concisión que los sitúa en las inmediaciones de la poesía o la iluminación filosófica.
Uno de sus más rendidos admiradores, Jonathan Franzen, trató de zanjar el asunto, refiriéndose a ella como “una suerte de Proust del relato breve”.
Tras una serie de reconocimientos que culminaron con la concesión del Premio Internacional Man Booke el año pasado, se publicó recientemente en España No puedo ni quiero, volumen que reúne los relatos escritos por la autora con posterioridad a la aparición de los Cuentos completos.
Asimismo ve la luz por primera vez en castellano El final de la historia, única incursión de Lydia Davis en la novela, texto de un interés extraordinario sin el que no es posible entender cabalmente el conjunto de su obra.
La escritora se sirve una taza de café y deja que pasen unos segundos antes de responder a la pregunta de qué aporta No puedo ni quiero con respecto a su trabajo anterior como autora de microficciones.
Mi intención no era crear poemas, sino fogonazos en prosa que quiero separar en la mente del lector”
Las primeras colecciones incluían historias más tradicionales que alcanzaban cierta extensión. Había relatos cortos pero no minúsculos, como ahora. Creo que en este último libro me he aventurado más con la forma.
Siempre ensayo nuevas formas de escritura, y en el último libro llevo esa tendencia todavía más lejos. Hay más listas. Por primera vez aparecen secuencias o series, como las llamadas historias-sueño o la secuencia de 13 historias-Flaubert.
Se trata de excepciones.
Se podría decir que en el libro nuevo hay textos que se acercan más a lo que es un poema, aunque la razón por la que rompo los renglones no es que los vea como versos sino una manera de indicar cómo han de leerse, efectuando una pausa después de cierta frase.
Cabría considerar que son una especie de poemas primitivos, pero sin carácter lírico
. Se trata más bien de breves fogonazos en prosa que quiero que estén nítidamente separados en la mente del lector
. Mi intención desde luego no era crear poemas”.
Más interesante si cabe que la publicación de una nueva colección de relatos ultracortos de Lydia Davis es la recuperación de El final de la historia, su única novela.
¿A qué se debió la irrupción de un formato tan ajeno a lo que siempre ha hecho una maestra tan depurada de la forma breve?
“Jamás me he considerado novelista. Desde que empecé a escribir me sentí cuentista…
Bueno, si me remonto a los orígenes, lo primero que escribí fue poesía, aunque aquello era más bien una suerte de conjuro verbal.
La novela surgió cuando llevaba más de veinte años escribiendo cuentos.
Tengo un amplio espectro de registros, desde una o dos líneas hasta un párrafo, una página, dos páginas, y en algunos casos textos de una extensión algo mayor.
A medida que son más largos se vuelven más narrativos, y cuanto más cortos se parecen más a una canción
. Puede que no sean poemas, pero el lenguaje, el ritmo y la forma son de un orden más musical, aspecto que se convierte en el elemento prioritario.
Pero incluso entre los textos más breves los hay muy distintos.
Algunos son como un grito, otros una especie de meditación.
Realmente la novela era una especie de cuento largo.
No era cuestión de que yo considerara que había llegado la hora de escribir algo orgánicamente distinto desde el punto de vista narrativo, sino que de repente me tropecé con un material que necesitaba mucho más espacio del que yo le podía otorgar dentro de los límites de un relato”.
En más ocasiones de las que le apetece recordar, Lydia Davis tuvo que afrontar la manida pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta.
En su caso, la respuesta no puede ser más reveladora: “El Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa”, dice riéndose, “porque me permite hacer trampa: son 20 volúmenes”.
La ocurrencia pone de relieve una predilección muy profunda. A Davis le fascinan los aspectos más inmediatamente materiales del lenguaje.
Nada la hace más feliz que hablar de sintaxis, gramática y lexicografía.
Y nada le divierte más que trasladar los códigos de unas lenguas a otras, lo cual ilumina uno de los aspectos más interesantes de su personalidad: su pasión por la traducción literaria, labor que empezó a ejercer durante sus años de estudiante universitaria.
“Una de las razones por las que pasaron siete años entre la publicación de Cuentos completos y No puedo ni quiero es que me salieron al paso las dos traducciones de mayor envergadura de mi vida: el primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust, y Madame Bovary, de Flaubert.
El reto era mayúsculo, pero cuando me propusieron traducir a Proust no lo dudé.
Llevaba toda la vida traduciendo
. Había escalado cumbres muy altas y ahora me proponían escalar la más alta de todas
. Acepté el reto. Tardé tres años y, cuando terminé, me propusieron que tradujera Madame Bovary.
Al principio dije que no, pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que echaba de menos traducir. Después de Proust me enfrentaba a otra empresa gigantesca, pero lo curioso es que cuando terminé no quise parar, y seguí traduciendo, esta vez del holandés
. Es lo que me tiene ocupada en estos momentos. Estoy traduciendo a A. L. Snijders”. Otra elección altamente sintomática. Snijders, de 77 años, cultiva una modalidad de relato ultrabreve a la que el autor se refiere como zkv.
Cuando en 2010 se le concedió el Premio Constantijn Huygens por su trabajo en este género insólito, Snijders, que mantiene una regocijante comunicación por e-mail con su traductora al inglés, había publicado un total de 1.500 zkvs.
“Verdaderamente disfruto traduciendo”, señala con euforia Davis al evocar cómo descubrió a Snijders. “Estaba en Ámsterdam, hará unos tres años, y decidí que con todo país, con todo idioma al que se hubiera traducido mi obra, yo intentaría a mi vez traducir algo de ese idioma al inglés…
Ya sé que son muchos idiomas, y cada vez más, pero lo intentaría
. He traducido una historia del español [un cuento de la escritora mexicana Ana Rosa González Matute, aclara], del portugués, del alemán y ahora estoy con el holandés.
He estado expuesta a muchos idiomas. El primero fue el alemán, cuando fui a la escuela en Graz, Austria, con ocho años.
Al español estuve expuesta en Argentina, también muy joven. Tal vez ahora esté intentando reproducir aquellas experiencias de cuando era niña”.
El arte del silencio
Terminada la entrevista, la escritora se dirigirá a un aparador donde hay una revista que tiene particular interés por mostrar.En ella aparece publicado un ensayo suyo sobre el trabajo pictórico de su marido, Alan Cote.
En la portada aparecen yuxtapuestos los nombres de Siri Hustvedt y Lydia Davis
. La coincidencia resulta tan insólita como violenta
. Un perfil sobre Lydia Davis publicado hace unos meses en The New Yorker con motivo de la aparición de No puedo ni quiero en inglés alude a un episodio, por demás bastante conocido, que afectó profundamente a las dos escritoras.
En 1974, Lydia Davis contrajo matrimonio con Paul Auster.
Se habían conocido cuando los dos estudiaban en la universidad, ella en Barnard y él en Columbia, tras lo cual pasaron juntos unos años en Francia.
La pareja tuvo un hijo, Daniel, que tenía dos años cuando sus padres se divorciaron.
Poco tiempo después Hustvedt y Auster se casaron
. Cuando Daniel Auster tenía 18 años se encontraba en el apartamento donde dos conocidos personajes del mundo de la noche neoyorquina asesinaron a un traficante de drogas, comprando su silencio a cambio de 3.000 dólares propiedad de la víctima.
El caso se saldó judicialmente con una admisión de culpabilidad por parte de Auster, que fue sentenciado a cinco años de libertad condicional.
La última pregunta registrada en la grabadora, formulada con el máximo respeto y cautela, tiene que ver con Daniel Auster.
Como era previsible, la autora declinó cortésmente responder.
No obstante, y por eso una publicación tan ajena al amarillismo como The New Yorker no la elude, la cuestión es pertinente y de hecho tanto Hustvedt como Davis la abordan en dos obras que pese lo radicalmente distintas que son desde el punto de vista literario, coinciden en la honestidad con que llevan a cabo su indagación. Hustdvedt escribió sobre el episodio con pasmosa transparencia en la novela titulada Todo cuanto amé.
Davis alude al asunto con la oblicua desnudez que caracteriza a su escritura en el relato titulado ‘Selfish’
. La historia ahonda de modo sumamente abstracto en la venenosa mezcla de culpa y egoísmo que preside a veces las relaciones entre padres e hijos
. Es lo más lejos que esta mujer es capaz de llegar: tal vez sólo Samuel Beckett la supere a la hora de ejercer el arte del silencio
. Invitada a evocar un episodio de su vida particularmente importante para ella, Davis me contó que un día, paseando por París, vio a Beckett parado en una esquina
. Su admiración por él entonces era tal que se dedicaba a copiar frases del irlandés en un cuaderno, tratando de descifrar el enigma de su escritura.
"Decidí seguirle.
Tras recorrer unas cuantas calles se adentró en los jardines de Luxemburgo, donde se detuvo delante de una cancha de tenis, a ver un partido".
Al cabo de un rato se alejó, sin haber intercambiado con él una sola palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario