A un año de la muerte de Paco de Lucía, dos nutridas generaciones de guitarristas tienen el reto de prolongar su legado.
Tras el impacto que sucede a una noticia tan terrible como la repentina muerte del maestro,
se impone primero la oscuridad
. A la mente le cuesta recuperarse del estupor y vislumbrar el futuro sin él.
En esos momentos, de nada sirve aferrarse al inmenso legado que supone su discografía, cuya escucha reconforta en todo momento.
Tampoco el pensar en la riquísima herencia en forma de guitarristas que le han sucedido a él y a los maestros de su generación.
Cuando algo se interrumpe de manera tan brusca, toca vacío y acostumbrarse a él.
El destino quiso, además, que a los pocos meses de su desaparición nos llegara la última grabación que Paco de Lucía registró, el disco póstumo Canción andaluza, todo un regalo de maestría que provocó una aguda percepción, la conciencia de lo que realmente nos habíamos perdido, de lo que ya no íbamos a vivir: la sabia madurez de un artista irrepetible.
Un toque más reposado, inspirado como siempre, y lleno de matices y sugerencias.
Quizás sin pretenderlo, el maestro había lanzado un mensaje de pausa para todos esos guitarristas posteriores que un día quedaron trastornados por la supremacía técnica del de Algeciras y pudieron quedarse en la superficie veloz de su discurso.
Ese aviso para los navegantes del mar de la sonanta no llegó solo por medio de su música (sus dos últimos discos en vida Luzía (1999) y Cositas buenas (2004) ya avanzaban el proceso), sino también en forma de mensajes meridianamente claros.
Llegó a llamar "agonías" a esos "guitarristas que no dejan hueco", mientras alababa el toque de algún compañero (Josemi Carmona):
"Con muy pocas notas, pero con un sentido, un aire, una sensibilidad y unas armonías que te agarran". El maestro parecía sintonizar desde hacía tiempo con la filosofía del "menos es mas".
Las reconvenciones del artista parecían ir dirigidas a aquellos de sus muchos seguidores afectados por la fiebre de los picados de vértigo y por la ansiedad de comerse el mástil, esa lectura superficial del toque de Paco basada exclusivamente en el virtuosismo que llegó a convertirse casi en una epidemia.
Una moda que no afectó a todos, pero que dejó una perniciosa estela que, afortunadamente, fue remitiendo con los años.
En realidad, los avances técnicos y armónicos que aportan Paco de Lucía y el grupo de sus coetáneos, Manolo Sanlúcar y Víctor Monge principalmente, habían venido marcando un punto de inflexión desde los años setenta del pasado siglo.
A ese grupo y a sus coetáneos le tocó ensanchar los límites que habían fijado los antiguos maestros con nuevas cadencias y afinaciones. Sus aportaciones constituyeron una auténtica revolución, y tras ellos, la guitarra y la música flamenca tuvieron la suerte de encontrar una generación de guitarristas que supo profundizar y extender el legado de los anteriores asegurando la vitalidad del instrumento de seis cuerdas y consolidando su lenguaje y proyección internacional.
Es el grupo que compondrían Rafael Riqueni, Gerardo Núñez, Juan Manuel Cañizares o Vicente Amigo, por citar solo unos cuantos, aunque la lista se podría extender con los Tomatito, Romero, Rodríguez…
Retirado voluntariamente el maestro Sanlúcar y fallecido Paco, ellos constituyen la primera línea de la guitarra flamenca de concierto y a ellos les corresponde mantener la dignidad, esa herencia oculta, que sus predecesores otorgaron al instrumento.
Algunas de las grabaciones del grupo señalado son ya tenidas por clásicas y se estudian en conservatorios como el Tchaikovsky de Moscú, que llegó a convocar un certamen con la obra de Núñez como base
. A ellos le sucede, además, otra nutrida generación de guitarristas tan dispar como controvertida
. Su número, fertilidad y alto nivel técnico serían algunas de sus características, pero no existe acuerdo si, detrás de esos rasgos, se esconden aportaciones relevantes o voces con un verdadero lenguaje propio.
José Manuel Gamboa afirma, por ejemplo que, a pesar del "nivel descomunal, salvo excepciones, apenas se vislumbran talentos con un mensaje propio e indiscutible sello flamenco".
José María Velázquez-Gaztelu, director del programa Nuestro flamenco en Radio Clásica (RNE), piensa, por el contrario, que asistimos a "un momento especialmente fecundo en cuanto a la creatividad en la guitarra flamenca".
Entre los guitarristas de la penúltima generación, Gamboa destaca a Juan Diego Mateos, Jesús Torres, José Luis Montón, Niño Josele, Diego del Morao o Manuel Parrilla. No son los únicos, contando solo con aquellos que han entregado grabaciones, habría que citar a gente como Dani de Morón, Juan Antonio Suárez Cano, Juan Gómez Chicuelo, Miguel Ángel Cortés, Antonio Rey, Javier Patino, Pedro Sierra, Santiago Lara, Paco Serrano, José Quevedo…
Y hay más, y excelentes, aunque sin grabaciones todavía. A ellos le sigue una nueva hornada que ya está sonando.
Todos tienen el reto de mantener el inigualable nivel alcanzado y, ay, la gran preocupación de los mayores, de que no se pierda el pellizco ni la identidad.
Pero también el de seguir acompañando e iluminando nuestros días con la bella música flamenca que tantos nos han venido regalando
. A la mente le cuesta recuperarse del estupor y vislumbrar el futuro sin él.
En esos momentos, de nada sirve aferrarse al inmenso legado que supone su discografía, cuya escucha reconforta en todo momento.
Tampoco el pensar en la riquísima herencia en forma de guitarristas que le han sucedido a él y a los maestros de su generación.
Cuando algo se interrumpe de manera tan brusca, toca vacío y acostumbrarse a él.
El destino quiso, además, que a los pocos meses de su desaparición nos llegara la última grabación que Paco de Lucía registró, el disco póstumo Canción andaluza, todo un regalo de maestría que provocó una aguda percepción, la conciencia de lo que realmente nos habíamos perdido, de lo que ya no íbamos a vivir: la sabia madurez de un artista irrepetible.
Un toque más reposado, inspirado como siempre, y lleno de matices y sugerencias.
Quizás sin pretenderlo, el maestro había lanzado un mensaje de pausa para todos esos guitarristas posteriores que un día quedaron trastornados por la supremacía técnica del de Algeciras y pudieron quedarse en la superficie veloz de su discurso.
Ese aviso para los navegantes del mar de la sonanta no llegó solo por medio de su música (sus dos últimos discos en vida Luzía (1999) y Cositas buenas (2004) ya avanzaban el proceso), sino también en forma de mensajes meridianamente claros.
Llegó a llamar "agonías" a esos "guitarristas que no dejan hueco", mientras alababa el toque de algún compañero (Josemi Carmona):
"Con muy pocas notas, pero con un sentido, un aire, una sensibilidad y unas armonías que te agarran". El maestro parecía sintonizar desde hacía tiempo con la filosofía del "menos es mas".
Las reconvenciones del artista parecían ir dirigidas a aquellos de sus muchos seguidores afectados por la fiebre de los picados de vértigo y por la ansiedad de comerse el mástil, esa lectura superficial del toque de Paco basada exclusivamente en el virtuosismo que llegó a convertirse casi en una epidemia.
Una moda que no afectó a todos, pero que dejó una perniciosa estela que, afortunadamente, fue remitiendo con los años.
En realidad, los avances técnicos y armónicos que aportan Paco de Lucía y el grupo de sus coetáneos, Manolo Sanlúcar y Víctor Monge principalmente, habían venido marcando un punto de inflexión desde los años setenta del pasado siglo.
A ese grupo y a sus coetáneos le tocó ensanchar los límites que habían fijado los antiguos maestros con nuevas cadencias y afinaciones. Sus aportaciones constituyeron una auténtica revolución, y tras ellos, la guitarra y la música flamenca tuvieron la suerte de encontrar una generación de guitarristas que supo profundizar y extender el legado de los anteriores asegurando la vitalidad del instrumento de seis cuerdas y consolidando su lenguaje y proyección internacional.
Es el grupo que compondrían Rafael Riqueni, Gerardo Núñez, Juan Manuel Cañizares o Vicente Amigo, por citar solo unos cuantos, aunque la lista se podría extender con los Tomatito, Romero, Rodríguez…
Retirado voluntariamente el maestro Sanlúcar y fallecido Paco, ellos constituyen la primera línea de la guitarra flamenca de concierto y a ellos les corresponde mantener la dignidad, esa herencia oculta, que sus predecesores otorgaron al instrumento.
Algunas de las grabaciones del grupo señalado son ya tenidas por clásicas y se estudian en conservatorios como el Tchaikovsky de Moscú, que llegó a convocar un certamen con la obra de Núñez como base
. A ellos le sucede, además, otra nutrida generación de guitarristas tan dispar como controvertida
. Su número, fertilidad y alto nivel técnico serían algunas de sus características, pero no existe acuerdo si, detrás de esos rasgos, se esconden aportaciones relevantes o voces con un verdadero lenguaje propio.
José Manuel Gamboa afirma, por ejemplo que, a pesar del "nivel descomunal, salvo excepciones, apenas se vislumbran talentos con un mensaje propio e indiscutible sello flamenco".
José María Velázquez-Gaztelu, director del programa Nuestro flamenco en Radio Clásica (RNE), piensa, por el contrario, que asistimos a "un momento especialmente fecundo en cuanto a la creatividad en la guitarra flamenca".
Entre los guitarristas de la penúltima generación, Gamboa destaca a Juan Diego Mateos, Jesús Torres, José Luis Montón, Niño Josele, Diego del Morao o Manuel Parrilla. No son los únicos, contando solo con aquellos que han entregado grabaciones, habría que citar a gente como Dani de Morón, Juan Antonio Suárez Cano, Juan Gómez Chicuelo, Miguel Ángel Cortés, Antonio Rey, Javier Patino, Pedro Sierra, Santiago Lara, Paco Serrano, José Quevedo…
Y hay más, y excelentes, aunque sin grabaciones todavía. A ellos le sigue una nueva hornada que ya está sonando.
Todos tienen el reto de mantener el inigualable nivel alcanzado y, ay, la gran preocupación de los mayores, de que no se pierda el pellizco ni la identidad.
Pero también el de seguir acompañando e iluminando nuestros días con la bella música flamenca que tantos nos han venido regalando
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