Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

28 ene 2015

Las mayores obras de arte creadas desde el odio y la bancarrota............................. M. E. Torres

Leonard Cohen grabó un disco para salir de la ruina y Dylan, de un divorcio. Aquí, las necesidades detrás de las grandes obras del siglo XX.

Bob Dylan, encantado de dar una rueda de prensa en París en 1966 / Rue des Archives (Cordon Press)
Para Samuel Wordsworth, escribir era “trasladar al papel el latido del corazón”. Para Ernst Hemingway, “sentarse en un escritorio y sangrar”.
 Y para Stephen King, según afirmaba en su autobiografía literaria Mientras escribo, “acercar los labios a la fuente de la vida”
. Es así como suele concebirse la escritura en la tradición occidental.
 Tormento y éxtasis
. Un goce supremo, pero también un esfuerzo extenuante e ingrato. 
Una compulsión, un impulso vital. Incluso un cínico profesional como Henry Miller escribía en Trópico de Cáncer (1934) sobre la necesidad de sacar a flote los libros que “crecían” en su interior, como “tumores” o “plantas tóxicas”.
 Una vez más, la escritura entendida como un acto de exorcismo personal que pone al escritor en contacto con lo sublime.
Cohen canceló su jubilación tras perder cinco millones de dólares.
 Al volver al estudio, su bajista le preguntó: “¿Has vuelto al negocio porque estás arruinado?”. “Digamos que esa es una de la principales razones”, le respondió
La historia de la producción cultural de las últimas décadas nos demuestra que es perfectamente posible crear (algo que valga la pena) por razones mucho más terrenales, prosaicas e incluso mezquinas.
 Ya lo decía el crítico musical Greil Marcus en un artículo de Village Voice de mediados de los setenta: 
“Algunas de las canciones más hermosas que he escuchado se escribieron por interés, por resentimiento o por despecho”
. Y lo mismo podría decirse de algunos de los mejores libros y de las mejores películas.

Leonard Cohen se ha referido en alguna ocasión a Dear Heather (2004) como el primero de sus discos “póstumos”.
  El anterior, Ten new songs (2001), había sido concebido como el último de su carrera.
 Cohen pensaba dedicar sus últimos años a la meditación trascendental en el monasterio budista de Mount Baldy, en las montañas de San Gabriel, cerca de Los Ángeles.
 Un proyecto frustrado: tuvo que renunciar a su retiro espiritual cuando su hija Lorca le confirmó que había sido estafada por su representante y amiga íntima, Kelley Lynch, que llevaba años sustrayendo dinero de las cuentas corrientes del artista hasta llegar a una cantidad cercana a los cinco millones de dólares. 
Cuando Cohen se presentó en el estudio oliendo aún a sándalo, pero dispuesto a grabar un nuevo álbum con el que volver a hacer caja, su bajista y hombre de confianza, Roscoe Beck, le preguntó: “¿Has vuelto al negocio porque estás arruinado?”. 
“Digamos que esa es una de la principales razones”, le respondió el músico y poeta de Montreal, que hoy sigue en activo (y litigando contra la mujer que le arruinó) a sus 80 años.

Marvin Gaye también tuvo que renunciar a su proyecto de jubilarse (en su caso, de manera un tanto prematura) debido a problemas económicos sobrevenidos.

 Dos divorcios y una adicción a las drogas se cruzaron en su camino.

 En 1977, a los 38 años, le costó cerca de un millón de dólares divorciarse de su primera esposa, Anna Gordy, hermana de su jefe, el productor y fundador de Tamla Motown, Berry Gordy. Ese desastre financiero fue la principal razón por la que accedió a grabar Here, my dear.

 Justo es reconocerle que supo hacer de la necesidad virtud: las canciones exudan virulencia y genuino rencor, porque se nutren del resentimiento acumulado en diez años de matrimonio y casi cinco de cruda batalla judicial. 

La propia Anna Gordy, que se embolsó parte de los royalties de Here, my dear, declararía años después: “Con el tiempo, he acabado apreciando todos los álbumes de Marvin, pero tengo que reconocer que este sigue siendo el que menos me gusta”. 

Ya en 1981, un Marvin Gaye de nuevo al borde de la ruina, recién divorciado de Janis Hunter y con tendencias depresivas y paranoicas acrecentadas por el consumo de cocaína, aceptó grabar otro álbum, In our lifetime, tal vez el menos inspirado de su carrera. 

Según el hombre que trató de hacerle de hada madrina en sus últimos años, el dj y productor belga Freddy Cousaert, “ese disco existe porque Marvin necesitaba el dinero, no hay mucho más que decir”.

13 años más tarde, otro grande de la música negra, Prince, extravió su hasta entonces rutilante carrera discográfica en un intento de librarse lo antes posible de sus lazos contractuales con Warner Bros.

 Cuatro discos publicados en apenas año y medio, entre 1994 y 1996, todos ellos fracasos artísticos y comerciales, para un artista que por entonces insistía en presentarse en público como El Esclavo y que pronto recuperaría la libertad, pero ya no la inspiración. 

Según el crítico musical Robert Christgau, “en algún momento de su largo pulso contractual con Warner, Prince perdió la pasión por crear música que estuviese en contacto con su personalidad y sus emociones, y ese es el problema que arrastra desde entonces”.

Bob Dylan reconoce en sus memorias que muy rara vez ha vuelto a hacer algo a la altura de su periodo más fértil, finales de los sesenta (“ya no siento galaxias en combustión en mi interior”), pero su álbum Blood on the tracks (1975) es una deslumbrante apología de la rabia y las malas vibraciones, un poderoso artefacto cuyo combustible es el odio larvado que llegó a sentir contra la que era su esposa y madre de sus cuatro hijos, Sara Lownds, de la que se divorciaría poco después.

 

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