Juan Goytisolo escribe a mano y tiene problemas para encontrar quien le entienda la letra.
“Ahí vive una adivina”, dice Juan Goytisolo
señalando una puerta en la calle rosada que lleva a su casa. “Yo
desconfío de sus facultades. Su marido dejó una noche la moto en la
calle y se la robaron: no supo adivinarlo”.
Lo cuenta y sigue caminando sin subrayar el chiste. Así es el nuevo premio Cervantes, un barcelonés de 83 años que de lejos ejerce de intelectual exigente, malhumorado incluso, pero de cerca gasta un humor soterrado tirando a conceptista.
En el patio de su casa hay dos árboles que dan a la vez naranjas y limones.
“Alguien que vino de visita dijo que era híbrido, como el dueño”, relata el anfitrión, con un pie en cada orilla del Mediterráneo. Mudéjar a su modo antes del boom del multiculturalismo y escritor posmoderno cuando España no era ni siquiera moderna, el autor de Señas de identidad dejó Barcelona por Francia en 1956 y Francia por Marruecos en 1997.
En los años ochenta exorcizó a cuchillo —en Coto vedado y En los reinos de taifa, sendos hitos del memorialismo español— su abandono del realismo social y, de paso, el dilema entre su homosexualidad y el amor por la escritora Monique Lange.
La muerte de ella en el otoño de 1996 le dejó un vacío gigantesco que trató de colmar releyendo toda la obra de su mujer.
Hace poco volvió a su novela más famosa, Casetas de baño, y ha prologado la reedición que acaba de lanzar Ediciones del Taller del Libro.
Tiene un ejemplar en la mesa de una de las salas que circundan el patio.
Aunque atento a lo que hacen los jóvenes, Goytisolo dedica sus días a releer: “Acabo de terminar Los inocentes,de Hermann Broch. Antes, todo Flaubert y todo Dostoievski.
Ya no puedo leer tan seguido como antes: seis, siete horas. La vista no me aguanta. Soy un viejo. Por eso los niños del barrio corren a besarme la mano cuando me ven”.
Autor de dos docenas de novelas, ensayos y libros de viajes, Goytisolo sostiene que se ha jubilado como novelista.
Sigue, eso sí, escribiendo. Hace dos años publicó los nueve poemas que forman el libro Ardores, cenizas, desmemoria, pero avisa de que ya se acabó esa “polinización”.
Siempre ha escrito a mano —”no sé ni usar la máquina de escribir”— y lamenta que casi nadie le entienda la letra.
Su cómplice con el ordenador y el correo electrónico es ahora Ricard Parise, un instructor de esquí que vive en Marrakech: “Escribo los artículos de EL PAÍS separando las letras para que lo tenga más fácil
. Cuando se va a trabajar a Suiza quedo aislado durante semanas”. Entonces los dicta a las secretarias del periódico.
El jurado que el lunes pasado le concedió el Cervantes dijo que el autor de Las semanas del jardín es de “nacionalidad cervantina”. “El Quijote lo releí cuando cumplí 80 años”, cuenta él. “Lo leí por primera vez a los 25 y eso demuestra lo despistado que andaba.
Luego con 40, con 60 y con 80”. Ahora anda en los mundos de Santa Teresa de Jesús. Acaba de llegar de París, donde estuvo ayudando a su traductora —Aline Schulman, traductora también de Cervantes— con unas versiones de la mística de Ávila: “Voy a menudo a Francia. Allí veo a la hija de Monique y a su nieta, que es una cineasta muy conocida”.
La hija es Carole, la niña que atravesaba En los reinos de taifa. La nieta, Mona Achache, directora de La elegancia del erizo.
Sin olvidar a su hermano menor, Luis, con el que habla por teléfono “con frecuencia” y al que acaba de releer también —“Recuento me parece una de las grandes novelas del siglo XX”—, el resto de su clan es la familia de su amigo Abdelhadi.
Con ellos comparte casa y vida. Un hijo de este y dos sobrinos centran, de hecho, las preocupaciones de Goytisolo:
“Yo más que de familia hablaría de tribu”. En la educación y el futuro de esos tres muchachos pensó cuando recibió la llamada del ministro de Cultura anunciándole el premio
. En sus planes no estaba rechazarlo. El que rechazó fue el Internacional de Novela que le concedieron en 2008.
Cuando supo que el dinero —150.000 euros; el Cervantes son 125.000— procedía de la fundación Gadafi, dijo que no: “Venía de un régimen.
Los otros son distintos aunque mi sensación siempre es ambivalente”. Se refiere, sobre todo, al Nacional de las Letras que recibió ese mismo 2008: “Aunque lo de nacional me suena casi a ofensa, las razones del jurado son un reconocimiento a mi trabajo que agradezco
. Por otro lado, lo institucional no cuadra demasiado con mi vida. Vivo al margen”.
Al margen y en silencio. “Cuando quiero ruido me voy a la plaza”, dice Juan Goytisolo levantándose para ir a la calle justo cuando llega Halid, de 16 años, el menor de la casa, que lo saluda con un beso en la cabeza.
La plaza es, por supuesto, la de Xemaá-el-Fná, declarada patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco gracias a la lucha del novelista español para preservarla de la especulación inmobiliaria. “Antes Marrakech era una ciudad con turistas, hoy es una ciudad turística”, dice. “Con sus ventajas y sus inconvenientes. Ahora, por ejemplo, es más abierta que Tánger”.
Él llegó aquí por primera vez en 1976 y se pasó seis meses estudiando el árabe dialectal: “Para que la gente no me hablara en francés decía que solo hablaba español y ‘un poquito’ de árabe”. Desde el Café de France, del que es habitual, la plaza sigue siendo un pandemonio de tenderos y titiriteros, pero echa de menos a Abdeslam, apodado Saruh, el cohete, un extravagante juglar que le inspiró Makbara.
Murió hace años. La novela se publicó en 1980. Pocos meses más tarde, Goytisolo se compró la casa del callejón rosado en la que hoy ejerce de “anciano jefe de la tribu”.
Lo cuenta y sigue caminando sin subrayar el chiste. Así es el nuevo premio Cervantes, un barcelonés de 83 años que de lejos ejerce de intelectual exigente, malhumorado incluso, pero de cerca gasta un humor soterrado tirando a conceptista.
En el patio de su casa hay dos árboles que dan a la vez naranjas y limones.
“Alguien que vino de visita dijo que era híbrido, como el dueño”, relata el anfitrión, con un pie en cada orilla del Mediterráneo. Mudéjar a su modo antes del boom del multiculturalismo y escritor posmoderno cuando España no era ni siquiera moderna, el autor de Señas de identidad dejó Barcelona por Francia en 1956 y Francia por Marruecos en 1997.
En los años ochenta exorcizó a cuchillo —en Coto vedado y En los reinos de taifa, sendos hitos del memorialismo español— su abandono del realismo social y, de paso, el dilema entre su homosexualidad y el amor por la escritora Monique Lange.
La muerte de ella en el otoño de 1996 le dejó un vacío gigantesco que trató de colmar releyendo toda la obra de su mujer.
Hace poco volvió a su novela más famosa, Casetas de baño, y ha prologado la reedición que acaba de lanzar Ediciones del Taller del Libro.
Tiene un ejemplar en la mesa de una de las salas que circundan el patio.
Aunque atento a lo que hacen los jóvenes, Goytisolo dedica sus días a releer: “Acabo de terminar Los inocentes,de Hermann Broch. Antes, todo Flaubert y todo Dostoievski.
Ya no puedo leer tan seguido como antes: seis, siete horas. La vista no me aguanta. Soy un viejo. Por eso los niños del barrio corren a besarme la mano cuando me ven”.
Autor de dos docenas de novelas, ensayos y libros de viajes, Goytisolo sostiene que se ha jubilado como novelista.
Sigue, eso sí, escribiendo. Hace dos años publicó los nueve poemas que forman el libro Ardores, cenizas, desmemoria, pero avisa de que ya se acabó esa “polinización”.
Siempre ha escrito a mano —”no sé ni usar la máquina de escribir”— y lamenta que casi nadie le entienda la letra.
Su cómplice con el ordenador y el correo electrónico es ahora Ricard Parise, un instructor de esquí que vive en Marrakech: “Escribo los artículos de EL PAÍS separando las letras para que lo tenga más fácil
. Cuando se va a trabajar a Suiza quedo aislado durante semanas”. Entonces los dicta a las secretarias del periódico.
El jurado que el lunes pasado le concedió el Cervantes dijo que el autor de Las semanas del jardín es de “nacionalidad cervantina”. “El Quijote lo releí cuando cumplí 80 años”, cuenta él. “Lo leí por primera vez a los 25 y eso demuestra lo despistado que andaba.
Luego con 40, con 60 y con 80”. Ahora anda en los mundos de Santa Teresa de Jesús. Acaba de llegar de París, donde estuvo ayudando a su traductora —Aline Schulman, traductora también de Cervantes— con unas versiones de la mística de Ávila: “Voy a menudo a Francia. Allí veo a la hija de Monique y a su nieta, que es una cineasta muy conocida”.
La hija es Carole, la niña que atravesaba En los reinos de taifa. La nieta, Mona Achache, directora de La elegancia del erizo.
Sin olvidar a su hermano menor, Luis, con el que habla por teléfono “con frecuencia” y al que acaba de releer también —“Recuento me parece una de las grandes novelas del siglo XX”—, el resto de su clan es la familia de su amigo Abdelhadi.
Con ellos comparte casa y vida. Un hijo de este y dos sobrinos centran, de hecho, las preocupaciones de Goytisolo:
“Yo más que de familia hablaría de tribu”. En la educación y el futuro de esos tres muchachos pensó cuando recibió la llamada del ministro de Cultura anunciándole el premio
. En sus planes no estaba rechazarlo. El que rechazó fue el Internacional de Novela que le concedieron en 2008.
Cuando supo que el dinero —150.000 euros; el Cervantes son 125.000— procedía de la fundación Gadafi, dijo que no: “Venía de un régimen.
Los otros son distintos aunque mi sensación siempre es ambivalente”. Se refiere, sobre todo, al Nacional de las Letras que recibió ese mismo 2008: “Aunque lo de nacional me suena casi a ofensa, las razones del jurado son un reconocimiento a mi trabajo que agradezco
. Por otro lado, lo institucional no cuadra demasiado con mi vida. Vivo al margen”.
Al margen y en silencio. “Cuando quiero ruido me voy a la plaza”, dice Juan Goytisolo levantándose para ir a la calle justo cuando llega Halid, de 16 años, el menor de la casa, que lo saluda con un beso en la cabeza.
La plaza es, por supuesto, la de Xemaá-el-Fná, declarada patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco gracias a la lucha del novelista español para preservarla de la especulación inmobiliaria. “Antes Marrakech era una ciudad con turistas, hoy es una ciudad turística”, dice. “Con sus ventajas y sus inconvenientes. Ahora, por ejemplo, es más abierta que Tánger”.
Él llegó aquí por primera vez en 1976 y se pasó seis meses estudiando el árabe dialectal: “Para que la gente no me hablara en francés decía que solo hablaba español y ‘un poquito’ de árabe”. Desde el Café de France, del que es habitual, la plaza sigue siendo un pandemonio de tenderos y titiriteros, pero echa de menos a Abdeslam, apodado Saruh, el cohete, un extravagante juglar que le inspiró Makbara.
Murió hace años. La novela se publicó en 1980. Pocos meses más tarde, Goytisolo se compró la casa del callejón rosado en la que hoy ejerce de “anciano jefe de la tribu”.
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