El paisaje nos resulta familiar y su actualidad es asombrosa, escribe Fernando Vallespín en el estudio que sirve de introducción a este libro de Javier Pradera,
raro únicamente porque sale a la luz 20 años después de haber sido
escrito, no porque su contenido haya perdido ni un ápice de vigencia.
Todo lo que nos ha caído encima durante estas dos décadas puede entenderse como un desarrollo elefantiásico de lo que ya entonces se denunciaba sin que nadie haya puesto remedio: la relación perversa que estableció el sistema de partidos construido en la década de 1980 con un Estado en continuo crecimiento.
Para Javier Pradera el desvelamiento de la corrupción había sido "un proceso lento y doloroso", origen de una profunda frustración que había afectado a las elevadas expectativas políticas alimentadas bajo la dictadura.
Enemigo de engrosar lo que aquí define como "tradición furiosa y exasperada del viejo regeneracionismo" y de cualquier forma de discurso moralizante, tampoco busca consuelo en el hecho de que escándalos similares de corrupción acabaran de estallar en Francia y en Italia: es la expectativa de una generación de españoles la que se ha visto arrasada por la corrupción, y no queda más alternativa que aplicar el bisturí de la razón hasta dar con la raíz del problema de modo que se adopten las reformas necesarias para ponerle remedio, sin caer en el desistimiento o conformarse con la indignación y antes de que los abusos de los partidos sirvan de coartada al populismo de “esos aventureros dispuestos a manipular el sufragio universal como instrumento plebiscitario contra la democracia representativa”.
El momento era crítico porque tras las elecciones de 1993 la lluvia de escándalos, en lugar de amainar como se había creído tras la promesa de asunción de responsabilidades políticas por el presidente del Gobierno, Felipe González, se convirtió en diluvio hasta alcanzar a personajes a cargo de instituciones situadas por encima de toda sospecha, el director de la Guardia Civil y el gobernador del Banco de España.
Y es entonces cuando Pradera decide escribir, no solo un editorial, o una columna, sino un libro, y no para dar cuenta de cada caso, aunque nombra los principales, ni para dar salida a la frustración, aunque también; sino para encontrar una explicación, más allá de las conductas personales o de las teorías conspirativas, en las transformaciones estructurales que, afectando al Estado y a los partidos, han servido de abono a la desbordante cosecha de corrupción.
Al Estado porque, al doblar sus presupuestos, se ha convertido en una máquina de producir y repartir dinero, que invita a los partidos a entrar en “ese palacio encantado como visitantes de Disneylandia a montar en todos los carruseles”
. A los partidos, porque, aparte de la multiplicación de posibilidades de consumo ostentoso que proporciona a sus dirigentes, la interpenetración con el Estado los profesionaliza, reduciendo su función como representantes de la sociedad para definirse exclusivamente como partidos de gobierno. Un año antes de que Katz y Mair difundieran el nuevo concepto de cartel party (partido cártel) como sucesor del partido de masas y del partido catch-all (atrapa-todo), aquí están ya enunciados todos sus elementos: partidos financiados por un Estado del que acaban por apropiarse en el reparto general de cargos y oficios, a la par que refuerzan hacia el interior su oligarquización y la concentración de poder en las cúpulas dirigentes.
¿Cómo salir de este círculo literalmente vicioso? Pradera proponía en
su artículo ‘La maquinaria de la democracia’ (este sí publicado, en Claves
en diciembre de 1995, e incorporado a esta edición) una democratización
de los partidos que redujera la concentración de poder en las cúpulas
dirigentes, y una revisión drástica de los criterios, las cuantías y los
controles de su financiación por el Estado. Han pasado 20 años y ha
tenido que caer, sobre la corrupción, la crisis, para que finalmente los
partidos de gobierno se hayan percatado de que así las cosas no pueden
seguir
. Está por ver si han aprendido la lección o es ya muy tarde y ellos demasiado viejos para que aprendan nada.
Todo lo que nos ha caído encima durante estas dos décadas puede entenderse como un desarrollo elefantiásico de lo que ya entonces se denunciaba sin que nadie haya puesto remedio: la relación perversa que estableció el sistema de partidos construido en la década de 1980 con un Estado en continuo crecimiento.
Para Javier Pradera el desvelamiento de la corrupción había sido "un proceso lento y doloroso", origen de una profunda frustración que había afectado a las elevadas expectativas políticas alimentadas bajo la dictadura.
Enemigo de engrosar lo que aquí define como "tradición furiosa y exasperada del viejo regeneracionismo" y de cualquier forma de discurso moralizante, tampoco busca consuelo en el hecho de que escándalos similares de corrupción acabaran de estallar en Francia y en Italia: es la expectativa de una generación de españoles la que se ha visto arrasada por la corrupción, y no queda más alternativa que aplicar el bisturí de la razón hasta dar con la raíz del problema de modo que se adopten las reformas necesarias para ponerle remedio, sin caer en el desistimiento o conformarse con la indignación y antes de que los abusos de los partidos sirvan de coartada al populismo de “esos aventureros dispuestos a manipular el sufragio universal como instrumento plebiscitario contra la democracia representativa”.
El momento era crítico porque tras las elecciones de 1993 la lluvia de escándalos, en lugar de amainar como se había creído tras la promesa de asunción de responsabilidades políticas por el presidente del Gobierno, Felipe González, se convirtió en diluvio hasta alcanzar a personajes a cargo de instituciones situadas por encima de toda sospecha, el director de la Guardia Civil y el gobernador del Banco de España.
Y es entonces cuando Pradera decide escribir, no solo un editorial, o una columna, sino un libro, y no para dar cuenta de cada caso, aunque nombra los principales, ni para dar salida a la frustración, aunque también; sino para encontrar una explicación, más allá de las conductas personales o de las teorías conspirativas, en las transformaciones estructurales que, afectando al Estado y a los partidos, han servido de abono a la desbordante cosecha de corrupción.
Al Estado porque, al doblar sus presupuestos, se ha convertido en una máquina de producir y repartir dinero, que invita a los partidos a entrar en “ese palacio encantado como visitantes de Disneylandia a montar en todos los carruseles”
. A los partidos, porque, aparte de la multiplicación de posibilidades de consumo ostentoso que proporciona a sus dirigentes, la interpenetración con el Estado los profesionaliza, reduciendo su función como representantes de la sociedad para definirse exclusivamente como partidos de gobierno. Un año antes de que Katz y Mair difundieran el nuevo concepto de cartel party (partido cártel) como sucesor del partido de masas y del partido catch-all (atrapa-todo), aquí están ya enunciados todos sus elementos: partidos financiados por un Estado del que acaban por apropiarse en el reparto general de cargos y oficios, a la par que refuerzan hacia el interior su oligarquización y la concentración de poder en las cúpulas dirigentes.
Tras las elecciones de 1993 la lluvia de
escándalos se convirtió en diluvio hasta alcanzar a personajes a cargo
de instituciones situadas por encima de toda sospecha
. Está por ver si han aprendido la lección o es ya muy tarde y ellos demasiado viejos para que aprendan nada.
Corrupción y política. Los costes de la democracia. Javier Pradera. Introducción de Fernando Vallespín. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014. 221 páginas. 21,50 euros
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