La inteligencia y el chismorreo nacional
Juan Cruz
La última vez que fui a casa de Miguel Boyer fue para entrevistar a
su mujer, Isabel Preysler. Él estaba ausente, imaginé que ajeno a todo, a las visitas, a las ganas de compartir la memoria e incluso el silencio.
Se producía por tanto en torno a su nombre y a su figura, a su ausencia, ese bisbiseo condolido de las personas que sufren la situación de un enfermo que antes fue luz y que ésta se le fue apagando hasta la extenuación de la rabia. Isabel, su mujer, nos contó (y fue publicado) que su tiempo se dedicaba a Miguel, pero ni la discreción suya ni la necesidad de saber escarbaron más en las circunstancias en que se hallaba el enfermo
. Había en aquella casa una huella, la de su inteligencia volcada en los libros.
Mientras ella se preparaba para la entrevista vi algunos ejemplares que evidentemente habían sido de su uso habitual en el pasado, antes de que la enfermedad lo dejara sin la respiración intelectual que en un tiempo le sobró
. Esos libros estaban subrayados (ella me contó que los llenaba además de papelitos), con interrogantes escritos a lápiz; era la suya una excursión voluntariosa, indagatoria, sobre los libros; su biblioteca era él, desde que era un muchacho.
Nació a destiempo quizá, y además en un país extranjero, y es probablemente ese doble hecho el que lo convirtió en un hombre extraño en este país en que vale más un chismorreo que una historia.
Su trabajo como economista y como profesor, además de su pensamiento como político, valen más que los volúmenes de chismes que han corrido sobre él y, también, sobre su famosa pareja.
Pero sobresale lo banal; este país ha decidido que ese sumidero en que se pudren las buenas mentes es más destacable que las buenas gentes.
Era inevitable, en la atmósfera sabia de aquella biblioteca, recordar los recuentos que hacía gente como Juan García Hortelano de sus encuentros con Boyer, cuando el entonces aún ministro comenzaba a encontrarse en público con la que sería su mujer
. De aquellas tenidas, que eran conversaciones literarias y políticas, y seguramente mundanas también, los que acompañaban a Boyer destacaban la lucidez del hombre, su sentido del humor, su gallardía y su socarronería, su duda metódica que disfrazaba, y disfrazó hasta el final, de seguridad en sí mismo, quizá para ahuyentar a los pesados que no dudan de nada.
De aquellas reuniones salían todos pensando que quizá el chismorreo se había ido de madre, pues aquella era una pareja normal que, en el ámbito de lo que era absolutamente privado, se había encontrado sin que hubiera que hacer sonar otras campanas que las que ellos dispusieran.
Pero ya ven el vendaval que luego hubo; hubo otro vendaval, el de Ruiz-Mateos.
Ahora los medios han puesto y repuesto aquellas escenas cantinflescas del hombre de Rumasa tratando de agredir al ministro.
Esto no fue sino una anécdota, un lugar común en una historia de la que sobresalió la inteligencia de Boyer
. Pero para narrar la inteligencia los medios tenemos menos sitio que para contar, como diría Álvaro Pombo, la falta de sustancia.
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