Teresa Romero
no es descuidada.
Si se contagió de ébola, en un error fatal al quitarse el traje de protección en aquella habitación del hospital Carlos III de Madrid, no fue por desidia.
La auxiliar de enfermería, de 44 años, que lucha por sobrevivir al virus letal tras el malogrado accidente haciendo su trabajo, es una profesional responsable, según sus compañeras en el centro, y una persona “minuciosa” en lo que hace, tal y como la describe su hermano.
Unos y otros coinciden, además, en una cualidad de Teresa que la presupone especialmente atenta al enfrentarse al contacto con los dos religiosos fallecidos por ébola: es aprensiva, incluso “un poco exagerada”, apunta su hermano.
Una mujer diligente a la que sobrevino un día de agosto la mala fortuna. Aunque nunca había evitado las situaciones comprometidas.
Teresa y su hermano, José Ramón (de 40 años), nacieron en Madrid, aunque son orgullosos gallegos. En Alcorcón, la ciudad del suroeste de Madrid en la que viven, en su entorno les conocen como “los galegos”.
Sus padres, originarios de dos pueblos de la montaña lucense (Cervantes y Navia de Suarna, en la comarca de Os Ancares), emigraron a Madrid cuando todo el mundo se marchaba de esa zona aislada y deprimida
. La familia se mantuvo en la capital con el trabajo del padre, carpintero, que enseñó el oficio a su hijo.
La vida de los Romero Ramos no ha sido fácil: en 2004 perdieron el padre a causa de un cáncer, y la madre, Jesusa, arrastra a sus 71 años una depresión de la que no logra recuperarse.
La mujer vive sola y recluida en el pueblo.
Los hermanos se distanciaron cuando pasaron la veintena.
Teresa va siempre que puede a Becerreá (3.050 habitantes, en el centro de la provincia de Lugo). Más desde que murió el padre, para acompañar a su madre, (“están bastante unidas, aunque creo que yo soy el favorito”, se jacta José Ramón) pero también porque se relaciona mucho con sus primos del pueblo, con los que le une una buena amistad.
Con su marido, Javier Limón, Teresa frecuenta también la costa de A Coruña. El matrimonio no tiene hijos; ella estaba muy apegada a su perro, Excálibur, sacrificado para evitar riesgos por la enfermedad. “Hacía un mundo si Excálibur tenía un arañazo”, revela José Ramón.
El can era suyo y acabó en manos de su hermana por una “larga historia” que él prefiere no contar. Más allá de la familia, la auxiliar de enfermería no tiene un gran círculo en la pequeña localidad gallega. “Aquí nadie le pone cara, salvo los vecinos de las casas de alrededor”, dice el alcalde, Manuel Martínez (PSOE).
Teresa escapa mucho a Galicia y mantiene una vida “casera” en Madrid.
“El otro día se quejó a Javier de que cada vez salían menos”, desliza, confidente, su hermano. Últimamente ella dedicaba mucho tiempo a estudiar la oposición para lograr una plaza fija como auxiliar de enfermería.
“Estudiaba a rajatabla, y eso que le cuesta. La FP le costó bastante también”, concede José Ramón. Aunque llevaba 15 años trabajando como auxiliar en el hospital Carlos III —el mismo donde atendió a los misioneros contagiados con ébola, y el mismo donde hoy sus compañeros tratan de salvarle la vida— era interina.
El pasado 27 de septiembre, de hecho, dos días después de haberse infectado con el virus, acudió a examinarse de la oposición en la Universidad Complutense de Madrid.
No tenía síntomas, así que no pudo contagiar a nadie. Aún se esperan los resultados de los exámenes. “Ella siente entusiasmo por su trabajo”, relatan en su entorno. Le gusta lo que hace. Seguramente por ese compromiso decidió formar parte del equipo que atendió a Manuel López Viejo y a Miguel Pajares (los dos misioneros fallecidos), como había hecho otras veces en su vida profesional. Teresa nunca rehuyó el compromiso.
En los años noventa trató a enfermos de VIH, con percance incluido. Tuvo un accidente que le obligó a someterse a análisis por si se había infectado
. Aquellos salieron negativos.
El cuidado se revela también en cómo actuó tras sospechar que había sucumbido al ébola.
Desde que tuvo fiebre, la primera semana de octubre, tomó precauciones con su marido. Durmieron en camas separadas y utilizaron baños distintos.
A su hermano le advirtió: “no vengas a casa” cuando él quiso verla 48 horas antes de que fuera diagnosticada.
Todo apunta a que si Teresa incurrió en ese error fatal, haciendo ese trabajo que apreciaba, no fue porque no pusiera cuidado para evitarlo.
Si se contagió de ébola, en un error fatal al quitarse el traje de protección en aquella habitación del hospital Carlos III de Madrid, no fue por desidia.
La auxiliar de enfermería, de 44 años, que lucha por sobrevivir al virus letal tras el malogrado accidente haciendo su trabajo, es una profesional responsable, según sus compañeras en el centro, y una persona “minuciosa” en lo que hace, tal y como la describe su hermano.
Unos y otros coinciden, además, en una cualidad de Teresa que la presupone especialmente atenta al enfrentarse al contacto con los dos religiosos fallecidos por ébola: es aprensiva, incluso “un poco exagerada”, apunta su hermano.
Una mujer diligente a la que sobrevino un día de agosto la mala fortuna. Aunque nunca había evitado las situaciones comprometidas.
Teresa y su hermano, José Ramón (de 40 años), nacieron en Madrid, aunque son orgullosos gallegos. En Alcorcón, la ciudad del suroeste de Madrid en la que viven, en su entorno les conocen como “los galegos”.
Sus padres, originarios de dos pueblos de la montaña lucense (Cervantes y Navia de Suarna, en la comarca de Os Ancares), emigraron a Madrid cuando todo el mundo se marchaba de esa zona aislada y deprimida
. La familia se mantuvo en la capital con el trabajo del padre, carpintero, que enseñó el oficio a su hijo.
La vida de los Romero Ramos no ha sido fácil: en 2004 perdieron el padre a causa de un cáncer, y la madre, Jesusa, arrastra a sus 71 años una depresión de la que no logra recuperarse.
La mujer vive sola y recluida en el pueblo.
Los hermanos se distanciaron cuando pasaron la veintena.
Teresa va siempre que puede a Becerreá (3.050 habitantes, en el centro de la provincia de Lugo). Más desde que murió el padre, para acompañar a su madre, (“están bastante unidas, aunque creo que yo soy el favorito”, se jacta José Ramón) pero también porque se relaciona mucho con sus primos del pueblo, con los que le une una buena amistad.
Con su marido, Javier Limón, Teresa frecuenta también la costa de A Coruña. El matrimonio no tiene hijos; ella estaba muy apegada a su perro, Excálibur, sacrificado para evitar riesgos por la enfermedad. “Hacía un mundo si Excálibur tenía un arañazo”, revela José Ramón.
El can era suyo y acabó en manos de su hermana por una “larga historia” que él prefiere no contar. Más allá de la familia, la auxiliar de enfermería no tiene un gran círculo en la pequeña localidad gallega. “Aquí nadie le pone cara, salvo los vecinos de las casas de alrededor”, dice el alcalde, Manuel Martínez (PSOE).
Teresa escapa mucho a Galicia y mantiene una vida “casera” en Madrid.
“El otro día se quejó a Javier de que cada vez salían menos”, desliza, confidente, su hermano. Últimamente ella dedicaba mucho tiempo a estudiar la oposición para lograr una plaza fija como auxiliar de enfermería.
“Estudiaba a rajatabla, y eso que le cuesta. La FP le costó bastante también”, concede José Ramón. Aunque llevaba 15 años trabajando como auxiliar en el hospital Carlos III —el mismo donde atendió a los misioneros contagiados con ébola, y el mismo donde hoy sus compañeros tratan de salvarle la vida— era interina.
El pasado 27 de septiembre, de hecho, dos días después de haberse infectado con el virus, acudió a examinarse de la oposición en la Universidad Complutense de Madrid.
No tenía síntomas, así que no pudo contagiar a nadie. Aún se esperan los resultados de los exámenes. “Ella siente entusiasmo por su trabajo”, relatan en su entorno. Le gusta lo que hace. Seguramente por ese compromiso decidió formar parte del equipo que atendió a Manuel López Viejo y a Miguel Pajares (los dos misioneros fallecidos), como había hecho otras veces en su vida profesional. Teresa nunca rehuyó el compromiso.
En los años noventa trató a enfermos de VIH, con percance incluido. Tuvo un accidente que le obligó a someterse a análisis por si se había infectado
. Aquellos salieron negativos.
El cuidado se revela también en cómo actuó tras sospechar que había sucumbido al ébola.
Desde que tuvo fiebre, la primera semana de octubre, tomó precauciones con su marido. Durmieron en camas separadas y utilizaron baños distintos.
A su hermano le advirtió: “no vengas a casa” cuando él quiso verla 48 horas antes de que fuera diagnosticada.
Todo apunta a que si Teresa incurrió en ese error fatal, haciendo ese trabajo que apreciaba, no fue porque no pusiera cuidado para evitarlo.
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