La mayoría de
ustedes podría descubrir cosas parecidas, supongo, a cada uno suelen
llegarle las noticias que lo atañen.
En un breve espacio de tiempo he
recibido dos que me demuestran cuán fácil habría sido que yo no hubiera
existido
. La primera es relativa a un bisabuelo (el padre de mi abuelo
materno) de cuyo paso por la tierra lo había ignorado todo hasta ahora,
incluso su nombre
. (Nunca me ha interesado saber de dónde ni de quiénes
procedo, más allá de las personas cercanas, aquellas a las que he
conocido; y si estoy enterado de las andanzas, la personalidad o las
maldiciones padecidas por algún antepasado, ha sido sólo porque esas
maldiciones y andanzas constituían un buen relato en sí mismo, que
alguien se dignó contarme y luego yo he utilizado.)
Ahora mi tía Tina, o
Gloria, me narra lo siguiente, a sus ochenta y ochos años: la familia
del padre de su padre (es decir, de mi abuelo Emilio, médico militar)
venía de algún sitio de Aragón
. En no sé qué año del siglo XIX, hubo una
grave epidemia de cólera en la zona en la que vivían, y la enfermedad
se cebó de tal modo que cayeron familias enteras, entre ellas la de mi
bisabuelo, incluido él mismo aparentemente, que a la sazón era un casi
recién nacido.
Cuando llevaban sus cadáveres a ser quemados (lo habitual
en las enfermedades contagiosas), amontonados tal vez en una carreta,
un vecino se percató, en el último instante, de que el bebé gemía muy
débilmente
. “Este niño no está muerto”, dijo, y así lo salvaron de la
pira. Alguien se ocupó de él, o lo prohijó, o lo adoptó; y por fuerza le
dio estudios, puesto que, con el tiempo, aquel niñito se convirtió en
el Doctor Ricardo Franco Roy (profesión que seguiría su hijo, mi
abuelo), al parecer un hombre bondadosísimo
. Gracias a un vecino
aragonés de fino oído, yo estoy aquí, como mi tía Gloria o Tina y como
también estuvo mi madre.
La otra noticia
no lo es propiamente
. En realidad no hay nada en ella que ignorara, y es
más, me he servido de esa historia –con permiso de mi padre– en mi
novela Tu rostro mañana. Y también él contó los pormenores en sus memorias, Una vida presente.
La historia es la de la delación, encarcelamiento y juicio que sufrió
recién terminada la Guerra Civil. Lo delataron dos personas: un antiguo
compañero y “amigo del alma” y un catedrático al que ni siquiera
conocía. Ahora mis sobrinos Laura y Daniel me remiten una copia de la
denuncia que el segundo delator firmó el 12 de abril de 1939, tan sólo
once días después de la entrada de Franco en Madrid. Se dio prisa el
catedrático, que encabeza así su escrito: “Julio Martínez Santa-Olalla,
camisa vieja de Falange Española, militante de FET y de las JONS,
catedrático de Universidad y Comisario General de Excavaciones
Arqueológicas, con domicilio en Serrano 8, tercero derecha, DENUNCIA. “A
continuación hay diez apartados, cada uno dedicado a una o más
personas. Alguno llama la atención por lo vagarosas y “de oídas” que son
las acusaciones: la “… que fue cocinera en mi casa … parece blasonaba
ante las criadas del segundo izquierda … de que ‘del señorito pequeño no
tendrían noticias porque era muy fascista y le hemos denunciado mi
marido y yo’. En esta forma según referencia de dichas criadas aludía a
mi hermano Antonio asesinado el 8 de noviembre de 1936”.
En el apartado 7º se lee: “Julián Marías Aguilera, domiciliado en
Espartinas 7, es uno de los organizadores de la propaganda
rojo-separatista en las primeras semanas, y continuador de ella en la
forma más canallesca. Él fue el gran acompañante voluntario del gran
bandido Deán de Canterbury que tan maravillosamente utilizaron
Inglaterra y Francia para sus designios. El tal Marías presumía de
colaborar en Pravda y desde luego lo hacía en Abc y Mundo Obrero.
Este sujeto debe poseer documentación abundante y nombres de todos los
que intervenían en aquella criminal propaganda. Sobre este sujeto y sus
actividades se le podría pedir información a Héctor Maravall con
domicilio en Larra nº 12”. Lo único no falaz de todo esto es que mi
padre había escrito en Abc: unos artículos muy moderados, que
hoy pueden leerse como representación de la llamada “tercera España”.
Aunque sabía la historia (y en mi novela me preocupé de averiguar y
contar quién era ese “gran bandido Deán de Canterbury” al que mi
progenitor jamás había visto), me dejó mal cuerpo la lectura de la
delación e imaginar lo que supuso para un joven de veinticuatro años;
ver el siniestro documento del catedrático, que –él sí– acompañó a su
amigo Himmler durante la visita del preboste nazi a Montserrat y otros
sitios. No sé si hoy se percibe que unos cargos como esos, en abril del
39, significaban para el reo su casi seguro fusilamiento, además de una
incitación a torturarlo antes. Mi padre tuvo suerte. Lo contó en sus
memorias, y alegra saber que se encontró con un juez y con testigos
decentes en unas fechas en que era dificilísimo serlo. Cuán fácil habría
sido que no saliera con vida de su detención, un mes más tarde, el 15
de mayo. Todos estamos aquí, todos existimos tal como somos por la
conjunción de mil azares, por el fino oído de un vecino o por la
decencia de un testigo que se prestó a decir la verdad. Nuestras
existencias son tan frágiles y tan improbables –una verdadera lotería-
que sólo eso debería bastarnos para jamás sacar pecho por nuestro
nacimiento y quitarnos toda importancia.elpaissemanal@elpais.es
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