Los directores Jon Garaño y José María Goenaga imprimen un tono entre desasosegante y romántico a la historia de 'Loreak'.
Como soy persona prejuiciosa, aunque dispuesta a lamentar los errores
que puede provocar mi ceguera o mis precauciones sin fundamento, me
temía que la inclusión de la película hablada en euskera Loreak
en la Sección Oficial obedeciera a la cuota de patriotismo que se
imponía el Festival de San Sebastián, que me pudiera encontrar con un
panfleto exaltando la pureza de la raza o las consignas de los
nacionalismos, esas cosas que me provocan tanto miedo y grima, incluido
el español. A los diez minutos de proyección se han desvanecido mis
temores, han sido sustituidos por la curiosidad y la sensación de que me
encuentro ante algo tan atractivo como poco convencional. Que se
expresen en euskera obedece a la lógica. Es la lengua que utilizan
cotidianamente los personajes, es su idioma natural, hasta llego a
pensar que si lo hicieran en castellano resultaría forzado, antinatural,
postizo.
Me gusta el tono que imprimen a la entre desasosegante y romántica historia los directores Jon Garaño y José María Goenaga y soy afortunadamente incapaz de averiguar cómo se va a desarrollar la trama. Y, cómo no, todos los espectadores de cierta y provecta edad relacionaremos su arranque con lo que contaba Cecilia en la preciosa canción Un ramito de violetas y que también incluyó Manzanita en ese disco desgarrador que mantiene intacta después de 33 años su capacidad para emocionarte y lamerte las heridas del alma titulado Talco y bronce. Las flores que recibe semanalmente una mujer rutinariamente casada, introvertida, cercada por la menopausia, no son violetas, sino muy variadas y tiene claro que no se las envía anónimamente ese marido con el que tiene poco que decirse, pero alimentan en medio del vacío esa ilusión tan conmovedora de sentirse amada por un desconocido o por alguien próximo que mantiene lírico silencio.
Y todo se va a liar hasta extremos muy peligrosos que tienen que ver con la muerte, la obsesión, el peso abrumador de los recuerdos, la sensación de que la persona más cercana puede estar llena de misterios, la culpa, la negativa a olvidar a los que se fueron para hacerse la ilusión de que siguen ahí donando y recibiendo calor, la resurrección de sentimientos que se creían enterrados. No me desentiendo en ningún momento de lo que narra esta extraña y atractiva película, interpretada convincentemente por actores y actrices que desconocía, rodada con escasos medios y notable sensibilidad. Y deja un regusto triste esta crónica de lo complicados que pueden tornarse los sentimientos, de la necesidad de huir de las islas en las que habita el corazón de los infelices.
Hace escasos años triunfó entre los asistentes a la Berlinale la película chilena Gloria y creo recordar que también recibió varios premios. Era un retrato delicioso y tragicómico de una otoñal dama que se niega a tirar la toalla, empeñada en vivir cuando todo aconseja la estricta supervivencia. También era admirable el trabajo de la actriz Paulina García. Imagino que a todos los directores de festivales se les despierta el ansia y la obligatoriedad de exhibir nuevos títulos de cinematografías desconocidas o exóticas cuando ha aparecido una perla en ellas. He conocido infinitas y efímeras modas en los festivales alimentadas por descubrimientos artísticos que no tienen continuidad. Pensaba en Gloria, en su estilo visual y narrativo, diálogos cercanos a la cotidianeidad, mientras cambiaba demasiadas veces de postura en la butaca sufriendo la pretenciosa inanidad de la película chilena La voz en off. Ni en un solo momento logran interesarme los personajes, las frecuentes desventuras que aquejan a una familia burguesa que se está descomponiendo. No me interesa ni lo que hacen, ni lo que dicen, ni lo que sienten, ni lo que les falta, ni lo que anhelan. Bueno, en cuanto a lo que dicen solo me entero de la mitad. Entiendo que hablen de esa forma pero también la necesidad con numerosas películas latinoamericanas de que estén subtituladas al castellano al proyectarse en España. Igual que el cine español que se exhiba en Latinoamérica. Además, el director Cristian Jiménez, en su afán de ser realista y reproducir la vida misma, acompaña los diálogos con el ruido ambiental. Me reviso frecuentemente los oídos en el otorrino. O sea, que no es culpa mía si no capto en su totalidad lo que expresan con excesiva naturalidad las bocas de los personajes. En cuanto a sus divorcios, sus desencuentros, los enigmas sobre el otro, la necesidad de estar juntos, sus engaños, su complicidad, etcétera… siento la misma fascinación que al ver crecer la hierba. O sea, ninguna.
Me gusta el tono que imprimen a la entre desasosegante y romántica historia los directores Jon Garaño y José María Goenaga y soy afortunadamente incapaz de averiguar cómo se va a desarrollar la trama. Y, cómo no, todos los espectadores de cierta y provecta edad relacionaremos su arranque con lo que contaba Cecilia en la preciosa canción Un ramito de violetas y que también incluyó Manzanita en ese disco desgarrador que mantiene intacta después de 33 años su capacidad para emocionarte y lamerte las heridas del alma titulado Talco y bronce. Las flores que recibe semanalmente una mujer rutinariamente casada, introvertida, cercada por la menopausia, no son violetas, sino muy variadas y tiene claro que no se las envía anónimamente ese marido con el que tiene poco que decirse, pero alimentan en medio del vacío esa ilusión tan conmovedora de sentirse amada por un desconocido o por alguien próximo que mantiene lírico silencio.
Y todo se va a liar hasta extremos muy peligrosos que tienen que ver con la muerte, la obsesión, el peso abrumador de los recuerdos, la sensación de que la persona más cercana puede estar llena de misterios, la culpa, la negativa a olvidar a los que se fueron para hacerse la ilusión de que siguen ahí donando y recibiendo calor, la resurrección de sentimientos que se creían enterrados. No me desentiendo en ningún momento de lo que narra esta extraña y atractiva película, interpretada convincentemente por actores y actrices que desconocía, rodada con escasos medios y notable sensibilidad. Y deja un regusto triste esta crónica de lo complicados que pueden tornarse los sentimientos, de la necesidad de huir de las islas en las que habita el corazón de los infelices.
Hace escasos años triunfó entre los asistentes a la Berlinale la película chilena Gloria y creo recordar que también recibió varios premios. Era un retrato delicioso y tragicómico de una otoñal dama que se niega a tirar la toalla, empeñada en vivir cuando todo aconseja la estricta supervivencia. También era admirable el trabajo de la actriz Paulina García. Imagino que a todos los directores de festivales se les despierta el ansia y la obligatoriedad de exhibir nuevos títulos de cinematografías desconocidas o exóticas cuando ha aparecido una perla en ellas. He conocido infinitas y efímeras modas en los festivales alimentadas por descubrimientos artísticos que no tienen continuidad. Pensaba en Gloria, en su estilo visual y narrativo, diálogos cercanos a la cotidianeidad, mientras cambiaba demasiadas veces de postura en la butaca sufriendo la pretenciosa inanidad de la película chilena La voz en off. Ni en un solo momento logran interesarme los personajes, las frecuentes desventuras que aquejan a una familia burguesa que se está descomponiendo. No me interesa ni lo que hacen, ni lo que dicen, ni lo que sienten, ni lo que les falta, ni lo que anhelan. Bueno, en cuanto a lo que dicen solo me entero de la mitad. Entiendo que hablen de esa forma pero también la necesidad con numerosas películas latinoamericanas de que estén subtituladas al castellano al proyectarse en España. Igual que el cine español que se exhiba en Latinoamérica. Además, el director Cristian Jiménez, en su afán de ser realista y reproducir la vida misma, acompaña los diálogos con el ruido ambiental. Me reviso frecuentemente los oídos en el otorrino. O sea, que no es culpa mía si no capto en su totalidad lo que expresan con excesiva naturalidad las bocas de los personajes. En cuanto a sus divorcios, sus desencuentros, los enigmas sobre el otro, la necesidad de estar juntos, sus engaños, su complicidad, etcétera… siento la misma fascinación que al ver crecer la hierba. O sea, ninguna.
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