Actor de raza, trabajó en filmes como 'El crimen de Cuenca' y 'Función de noche', junto a su expareja, la actriz Lola Herrera.
Fue un buen actor, como los de antes, de teatro y de cine su voz inconfundible como la de su padre, hacía mucho que no sabía nada de él ni como actor ni como persona, lo último que vi de él junto a su exmujer Lola Herrera fue aquella catarsis en cine sobre su relación de matrimonio, nunca fue algo sobre nubes más bien una bajada a los infiernos de ambos.
Un actor de raza, de casta, de belleza viril, hoy casi rara, de voz
de trueno, uno de esos intérpretes condenados a parecer de otro tiempo.
La muerte de Daniel Dicenta a los 76 años en un humilde hostal de Madrid añade más leña al fuego de una generación que se extingue, la de aquellos actores y actrices que pusieron su rostro al servicio de los vaivenes de un país que renacía después de 40 años de dictadura.
Dicenta, precisamente, había llegado al mundo en Valencia durante la Guerra Cilvil, en 1937.
Hijo del también actor Manuel Dicenta y nieto del dramaturgo Joaquín Dicenta, su carrera se forjó fundamentalmente en el teatro y la televisión, aunque su trabajo en películas como El crimen de Cuenca y El pájaro de la felicidad, ambas de Pilar Miró, La muerte de Mikel, de Imanol Uribe, o Función de noche, de Josefina Molina, dejaron su gancho congelado en el tiempo.
Era, decía Pilar Miró, un gran actor desaprovechado, y por eso ella apostó por él a la hora de encarnar junto a José Manuel Cervino a la pareja protagonista del Crimen de Cuenca, una película cuyo retrato crudo y minucioso de la tortura a la que son sometidos por la Guardia Civil dos pobres diablos acusados de un crimen que jamás cometieron puso en jaque al gobierno a la hora de su estreno.
El filme, rodado en 1979, fue secuestrado por la justicia militar en plena democracia, tardó dos años en poder exhibirse.
Pero su enorme impacto social está ahí, para siempre, en los libros de historia.
El Crimen de Cuenca casi coincidió en la pantalla con Función de noche (1981), la película documental de Josefina Molina en la que el actor compartía pantalla con su expareja, Lola Herrera. Padres de dos hijos, la también actriz Natalia Dicenta y el fotógrafo Daniel Dicenta Herrera, en la película, insólita para su época, Dicenta y Herrera (que en el filme interpreta noche tras noche Cinco horas con Mario, de Miguel de Delibes) hacían de ellos mismos, hablaban de su vida, de sus crisis y aireaban sus traumas y fracasos.
Josefina Molina fue testigo privilegiado de la angustia que cercaba a un actor sumamente frágil.
Hace dos años, cuando le entregaron a la cineasta el Goya de Honor, y después de una proyección del filme, Molina arrojó luz sobre el tormento del actor:
“Daniel era un hombre de una generación determinada: hombres que no podían llorar, que no podían ser sensibles, tenían que ser fuertes, poderosos…
Por todo ello, la vida de Daniel era una vida complicada. Hijo de un actor muy importante, hijo de un mito.
Él quería ser un actor distinto al padre, pero el padre era la referencia y, en cierta medida, un poco castrador.
Luego fue el suicidio de su madre, que lo menciona en la película.
Todo muy complejo, terrible.
Él apartó todo esto para no mostrar su lado sensible
. Si él hubiera podido relajarse, hablar con ella, se hubiera establecido, sin duda, otro tipo de relación. Pero no sucedió”.
Dicenta, que actuó en la serie Fortunata y Jacinta de Angelino Fons (1969), llevó a escena a Lorca, a Nieva, a Vargas Llosa, a Pirandello y a su propio abuelo.
Pero su rastro empieza a perderse pasada la década de los ochenta, centrando su trayectoria profesional en el doblaje.
De esa manera, oculto en la piel de otros (Robert Englund en Pesadilla en Elm Street, Peter Stormare en Fargo), su poderosa voz se fue borrando.
En 1989 se publican unas fotos suyas durmiendo en un parque, cerca de la calle Corazón de María. Sus problemas de alcohol se agudizaban, también su misantropía
. El actor contaba desde hace más de doce años con la ayuda de los servicios asistenciales de la Fundación AISGE, que le sufragaba su alojamiento y ayudaba en la manutención.
Su cuerpo sin vida fue encontrado en el céntrico hostal madrileño donde llevaba años alojado, lejos del mundo del teatro que lo vio nacer y crecer.
Dicenta parecía un tipo duro, un espíritu libre, pero en el fondo era un hombre quebradizo, uno de esos hombres “de otra época” que jamás han podido llorar.
La muerte de Daniel Dicenta a los 76 años en un humilde hostal de Madrid añade más leña al fuego de una generación que se extingue, la de aquellos actores y actrices que pusieron su rostro al servicio de los vaivenes de un país que renacía después de 40 años de dictadura.
Dicenta, precisamente, había llegado al mundo en Valencia durante la Guerra Cilvil, en 1937.
Hijo del también actor Manuel Dicenta y nieto del dramaturgo Joaquín Dicenta, su carrera se forjó fundamentalmente en el teatro y la televisión, aunque su trabajo en películas como El crimen de Cuenca y El pájaro de la felicidad, ambas de Pilar Miró, La muerte de Mikel, de Imanol Uribe, o Función de noche, de Josefina Molina, dejaron su gancho congelado en el tiempo.
Era, decía Pilar Miró, un gran actor desaprovechado, y por eso ella apostó por él a la hora de encarnar junto a José Manuel Cervino a la pareja protagonista del Crimen de Cuenca, una película cuyo retrato crudo y minucioso de la tortura a la que son sometidos por la Guardia Civil dos pobres diablos acusados de un crimen que jamás cometieron puso en jaque al gobierno a la hora de su estreno.
El filme, rodado en 1979, fue secuestrado por la justicia militar en plena democracia, tardó dos años en poder exhibirse.
Pero su enorme impacto social está ahí, para siempre, en los libros de historia.
El Crimen de Cuenca casi coincidió en la pantalla con Función de noche (1981), la película documental de Josefina Molina en la que el actor compartía pantalla con su expareja, Lola Herrera. Padres de dos hijos, la también actriz Natalia Dicenta y el fotógrafo Daniel Dicenta Herrera, en la película, insólita para su época, Dicenta y Herrera (que en el filme interpreta noche tras noche Cinco horas con Mario, de Miguel de Delibes) hacían de ellos mismos, hablaban de su vida, de sus crisis y aireaban sus traumas y fracasos.
Josefina Molina fue testigo privilegiado de la angustia que cercaba a un actor sumamente frágil.
Hace dos años, cuando le entregaron a la cineasta el Goya de Honor, y después de una proyección del filme, Molina arrojó luz sobre el tormento del actor:
“Daniel era un hombre de una generación determinada: hombres que no podían llorar, que no podían ser sensibles, tenían que ser fuertes, poderosos…
Por todo ello, la vida de Daniel era una vida complicada. Hijo de un actor muy importante, hijo de un mito.
Él quería ser un actor distinto al padre, pero el padre era la referencia y, en cierta medida, un poco castrador.
Luego fue el suicidio de su madre, que lo menciona en la película.
Todo muy complejo, terrible.
Él apartó todo esto para no mostrar su lado sensible
. Si él hubiera podido relajarse, hablar con ella, se hubiera establecido, sin duda, otro tipo de relación. Pero no sucedió”.
Dicenta, que actuó en la serie Fortunata y Jacinta de Angelino Fons (1969), llevó a escena a Lorca, a Nieva, a Vargas Llosa, a Pirandello y a su propio abuelo.
Pero su rastro empieza a perderse pasada la década de los ochenta, centrando su trayectoria profesional en el doblaje.
De esa manera, oculto en la piel de otros (Robert Englund en Pesadilla en Elm Street, Peter Stormare en Fargo), su poderosa voz se fue borrando.
En 1989 se publican unas fotos suyas durmiendo en un parque, cerca de la calle Corazón de María. Sus problemas de alcohol se agudizaban, también su misantropía
. El actor contaba desde hace más de doce años con la ayuda de los servicios asistenciales de la Fundación AISGE, que le sufragaba su alojamiento y ayudaba en la manutención.
Su cuerpo sin vida fue encontrado en el céntrico hostal madrileño donde llevaba años alojado, lejos del mundo del teatro que lo vio nacer y crecer.
Dicenta parecía un tipo duro, un espíritu libre, pero en el fondo era un hombre quebradizo, uno de esos hombres “de otra época” que jamás han podido llorar.
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