Las vacaciones perfectas pasan por esta fórmula que nos da acceso al nirvana del consumismo.
El último día les hablé del origen del todo incluido: acabar de una
vez por todas con el engorroso gesto de sacar la cartera
. Hoy quiero explayarme sobre sus ventajas. Antes, una precisión: el todo incluido debe hacer honor a su nombre y apellido.
Nada de sucedáneos. Cuando se dice “todo” se dice “todo”.
Rechace las imitaciones. Esas que limitan los horarios de la barra libre o las que niegan el acceso a las bebidas espiritosas, por ejemplo.
Una norma infalible para detectar fraudes: cualquier oferta con asteriscos ni se moleste en leerla.
El todo incluido es mucho más que una fórmula para atraer turistas. Es una forma de entender la vida, casi una religión.
Los ricos la practican todo el año. ¿Ha visto usted alguna vez sacar la cartera al presidente de un banco o de una gran compañía para pagar algo?
El resto de los mortales tenemos que conformarnos con una semanita en verano.
Pero merece la pena.
Es como acceder al nirvana del consumismo, tras completar las duras etapas que nos impone el calendario laboral a lo largo del año.
En estos falansterios modernos todos tienen derecho a comer hasta reventar. Un consejo imprescindible en el comedor: huya siempre de las mesas ocupadas por niños o viejos.
Son igual de acaparadores. Su egoísmo disfrazado de gula les hace apilar sin ton ni son platos y platos en la mesa.
Y de tanto viaje con premura dejan todo el piso perdido, como cometas que van dejándose en el camino una estela de restos orgánico
s. Al final, el suelo se convierte en una peligrosa pista de patinaje sobre kétchup, salsas varias y tinto de verano.
Los enanos diabólicos se adueñan de los grifos de los refrescos. ¡Cómo no va a haber obesidad infantil si los críos se ponen fluorescentes de tanta Fanta naranja que corre por sus venas! ¡O cómo no van tener déficit de atención de tanto abrevar Coca-Cola!
A los viejos les tiran sobre todo los postres. Le dan a todo: merengue, profiteroles, helado, tortas, tartas, pasteles, hojaldres, natillas, arroz con leche, flanes…
Con el colesterol que acumulan en una semana podrían taponar la Cloaca Máxima de Agripa.
Para evitarlos, es preferible desayunar temprano y cenar lo más tarde posible. Y sustituir el almuerzo por un tentempié en la piscina.
No perdone la siesta.
Está igualmente incluida. No olvide que es un lujo literalmente asiático: los japoneses pagan 30 euros por dormirla en unos incómodos cubículos
. Luego, hay que matar el tiempo hasta la cena
. Sirve marear en la tableta, atacar el nivel 135 del Candy Crash o un concurso de tiro con arco con otros huéspedes socializables.
La noche es el horario estelar y se precisa etiqueta: camisa aloha o ibicenca.
Después de la cena temática (el pollo de ayer con distinta salsa) llega el espectáculo. Los clásicos son noche flamenca, malabaristas chinos, remedo de Grease y serpientes constrictoras.
Nada que no se pueda digerir con cubatas sin límite aunque sean de segundas marcas hasta alcanzar el nirvana del todo incluido.
. Hoy quiero explayarme sobre sus ventajas. Antes, una precisión: el todo incluido debe hacer honor a su nombre y apellido.
Nada de sucedáneos. Cuando se dice “todo” se dice “todo”.
Rechace las imitaciones. Esas que limitan los horarios de la barra libre o las que niegan el acceso a las bebidas espiritosas, por ejemplo.
Una norma infalible para detectar fraudes: cualquier oferta con asteriscos ni se moleste en leerla.
El todo incluido es mucho más que una fórmula para atraer turistas. Es una forma de entender la vida, casi una religión.
Los ricos la practican todo el año. ¿Ha visto usted alguna vez sacar la cartera al presidente de un banco o de una gran compañía para pagar algo?
El resto de los mortales tenemos que conformarnos con una semanita en verano.
Pero merece la pena.
Es como acceder al nirvana del consumismo, tras completar las duras etapas que nos impone el calendario laboral a lo largo del año.
En estos falansterios modernos todos tienen derecho a comer hasta reventar. Un consejo imprescindible en el comedor: huya siempre de las mesas ocupadas por niños o viejos.
Son igual de acaparadores. Su egoísmo disfrazado de gula les hace apilar sin ton ni son platos y platos en la mesa.
Y de tanto viaje con premura dejan todo el piso perdido, como cometas que van dejándose en el camino una estela de restos orgánico
s. Al final, el suelo se convierte en una peligrosa pista de patinaje sobre kétchup, salsas varias y tinto de verano.
Los enanos diabólicos se adueñan de los grifos de los refrescos. ¡Cómo no va a haber obesidad infantil si los críos se ponen fluorescentes de tanta Fanta naranja que corre por sus venas! ¡O cómo no van tener déficit de atención de tanto abrevar Coca-Cola!
A los viejos les tiran sobre todo los postres. Le dan a todo: merengue, profiteroles, helado, tortas, tartas, pasteles, hojaldres, natillas, arroz con leche, flanes…
Con el colesterol que acumulan en una semana podrían taponar la Cloaca Máxima de Agripa.
Para evitarlos, es preferible desayunar temprano y cenar lo más tarde posible. Y sustituir el almuerzo por un tentempié en la piscina.
No perdone la siesta.
Está igualmente incluida. No olvide que es un lujo literalmente asiático: los japoneses pagan 30 euros por dormirla en unos incómodos cubículos
. Luego, hay que matar el tiempo hasta la cena
. Sirve marear en la tableta, atacar el nivel 135 del Candy Crash o un concurso de tiro con arco con otros huéspedes socializables.
La noche es el horario estelar y se precisa etiqueta: camisa aloha o ibicenca.
Después de la cena temática (el pollo de ayer con distinta salsa) llega el espectáculo. Los clásicos son noche flamenca, malabaristas chinos, remedo de Grease y serpientes constrictoras.
Nada que no se pueda digerir con cubatas sin límite aunque sean de segundas marcas hasta alcanzar el nirvana del todo incluido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario