Este trabajo parece abrir un nuevo territorio expresivo, donde la comedia del desconcierto abre su puerta a la desesperación y la hondura existencial.
"Durmió bajo techos extraños toda su vida/ Ahora duerme bajo
tierra/ Duerme y seguirá durmiendo/ Como un rey antiguo”.
Los últimos versos del poema Durmiendo de Raymond Carver se revelan como una inesperada clave de interpretación dentro de la muy sorprendente En un patio de París de Pierre Salvadori, una película que hace tábula rasa de esa tendencia a la amabilidad que la presencia de la actriz Audrey Tatou parecía haber inspirado en el último tramo de su carrera.
El espectador reconocerá aquí antes al Salvadori de películas que habían tanteado el terreno de la comedia negra —Blanco disparatado (1993), Los aprendices (1995), Les marchands de sable (2000) y Usted primero (2003)— que al que parecía haberse acomodado a los códigos de la comedia buenista encarnados en la más que inocua Una dulce mentira (2010).
Con todo, sería injusto para la película limitar sus virtudes a esta reconciliación del cineasta con algunos de sus viejos códigos, porque este trabajo va más allá y parece abrir un nuevo territorio expresivo, donde la comedia del desconcierto abre su puerta a la desesperación y la hondura existencial.
Resulta tentador pensar que ha sido una afortunada decisión de casting la que ha determinado el particular tono de la película: su protagonista es Gustave Kervern, codirector junto a Benoît Delépine de comedias tan revolucionarias como Aaltra (2004), Louise Michel (2008) y Mammuth (2010)
. El tono de En un patio de París no es el mismo, pero la demolida humanidad de Kervern, en la piel de un músico que busca desaparecer de su vida anterior aceptando un humilde trabajo como portero, parece ir infectando de disfuncionalidad este retrato de una comunidad vecinal regida por la neurosis. Kervern logra medirse, a través de su aparente dramaturgia del cero (o del mínimo esfuerzo), con un monstruo sagrado como la Deneuve, que parece pasárselo aquí tan en grande como en el Potiche (2010) de François Ozon, en el doble proceso de romper su imagen y dar fe de su veterana flexibilidad.
Los últimos versos del poema Durmiendo de Raymond Carver se revelan como una inesperada clave de interpretación dentro de la muy sorprendente En un patio de París de Pierre Salvadori, una película que hace tábula rasa de esa tendencia a la amabilidad que la presencia de la actriz Audrey Tatou parecía haber inspirado en el último tramo de su carrera.
El espectador reconocerá aquí antes al Salvadori de películas que habían tanteado el terreno de la comedia negra —Blanco disparatado (1993), Los aprendices (1995), Les marchands de sable (2000) y Usted primero (2003)— que al que parecía haberse acomodado a los códigos de la comedia buenista encarnados en la más que inocua Una dulce mentira (2010).
Con todo, sería injusto para la película limitar sus virtudes a esta reconciliación del cineasta con algunos de sus viejos códigos, porque este trabajo va más allá y parece abrir un nuevo territorio expresivo, donde la comedia del desconcierto abre su puerta a la desesperación y la hondura existencial.
Resulta tentador pensar que ha sido una afortunada decisión de casting la que ha determinado el particular tono de la película: su protagonista es Gustave Kervern, codirector junto a Benoît Delépine de comedias tan revolucionarias como Aaltra (2004), Louise Michel (2008) y Mammuth (2010)
. El tono de En un patio de París no es el mismo, pero la demolida humanidad de Kervern, en la piel de un músico que busca desaparecer de su vida anterior aceptando un humilde trabajo como portero, parece ir infectando de disfuncionalidad este retrato de una comunidad vecinal regida por la neurosis. Kervern logra medirse, a través de su aparente dramaturgia del cero (o del mínimo esfuerzo), con un monstruo sagrado como la Deneuve, que parece pasárselo aquí tan en grande como en el Potiche (2010) de François Ozon, en el doble proceso de romper su imagen y dar fe de su veterana flexibilidad.
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