Atreverse a hacer algo en una película que nadie antes haya intentado
tiene un punto de insolencia. De admirable insolencia
. Desde lanzar la cámara al aire para luego recogerla entre tus brazos y ver lo que ha grabado el puro azar, como hizo Man Ray en 1927, a jugar de tal manera con el punto de vista que, reduciéndolo a su mínima expresión, lo multipliques luego por otros cientos a lo largo del metraje, como ha hecho Nacho Vigalondo en Open windows, una filigrana técnica que no acaba de rematar en un último tercio con demasiados retruécanos (el físico, sobre todo), pero que hay que valorar.
Para entendernos, Vigalondo ha construido un thriller sobre el poder de Internet, nuestra natural condición de voyeurs y la paranoia alrededor de la fama, la sobreexposición y hasta la hipervigilancia, donde la pantalla de cine es una especie de transposición de la pantalla del ordenador del protagonista, lo único que vemos; un insólito punto de vista que se multiplica cada vez que se abre una nueva ventana en el aparato con una nueva acción y / o escenario (y se abren muchísimas). Como en La ventana indiscreta, pero a lo bestia, aunque por su condición de travieso juguete metacinematográfico la experiencia tenga mucho menos de Hitchcock que de Brian de Palma.
Lo que nos lleva a un divertimento que aguanta la metralla mientras no se agota la paciencia del espectador por seguir la trama, en principio jugosa, al final más débil, conforme el rizo corre el riesgo de convertirse en embrollo después de tantos giros; como si el Peter Greenaway de las multipantallas se hubiese emborrachado una mala noche a base de hipervínculos.
El potencial de un arte (y un espectáculo) como el del cine, aún en pañales con poco más de un siglo, es tan grande que, aunque luego la película tenga menos trascendencia que su carácter primigenio, la tentativa del director de Los cronocrímenes, tan joven artísticamente como para tener apenas tres largos, resulta imposible de desdeñar.
. Desde lanzar la cámara al aire para luego recogerla entre tus brazos y ver lo que ha grabado el puro azar, como hizo Man Ray en 1927, a jugar de tal manera con el punto de vista que, reduciéndolo a su mínima expresión, lo multipliques luego por otros cientos a lo largo del metraje, como ha hecho Nacho Vigalondo en Open windows, una filigrana técnica que no acaba de rematar en un último tercio con demasiados retruécanos (el físico, sobre todo), pero que hay que valorar.
Para entendernos, Vigalondo ha construido un thriller sobre el poder de Internet, nuestra natural condición de voyeurs y la paranoia alrededor de la fama, la sobreexposición y hasta la hipervigilancia, donde la pantalla de cine es una especie de transposición de la pantalla del ordenador del protagonista, lo único que vemos; un insólito punto de vista que se multiplica cada vez que se abre una nueva ventana en el aparato con una nueva acción y / o escenario (y se abren muchísimas). Como en La ventana indiscreta, pero a lo bestia, aunque por su condición de travieso juguete metacinematográfico la experiencia tenga mucho menos de Hitchcock que de Brian de Palma.
Lo que nos lleva a un divertimento que aguanta la metralla mientras no se agota la paciencia del espectador por seguir la trama, en principio jugosa, al final más débil, conforme el rizo corre el riesgo de convertirse en embrollo después de tantos giros; como si el Peter Greenaway de las multipantallas se hubiese emborrachado una mala noche a base de hipervínculos.
El potencial de un arte (y un espectáculo) como el del cine, aún en pañales con poco más de un siglo, es tan grande que, aunque luego la película tenga menos trascendencia que su carácter primigenio, la tentativa del director de Los cronocrímenes, tan joven artísticamente como para tener apenas tres largos, resulta imposible de desdeñar.
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