Hace dieciocho años me adaptaron al cine una novela, Todas las almas,
y la cosa acabó en un pleito que gané
. Quedé escaldado durante bastante
tiempo, y rechacé otras propuestas (ya nunca españolas: inglesas,
italianas de un director que más tarde ha ganado un Oscar, francesas),
sobre todo para Mañana en la batalla piensa en mí.
Pasados los
años, mi desconfianza menguó, o bien empezó a no importarme lo que se
pudiera hacer en película a partir de algo escrito por mí: al fin y al
cabo, yo sólo soy responsable de lo que he puesto sobre papel, no de su
azarosa plasmación en un arte distinto
. Pero todo lo cinematográfico es
muy lento y etéreo, por lo que veo
. En estos momentos un productor
europeo va renovando la opción de mi novela Corazón tan blanco
desde hace más de un lustro y todavía no existe un guión; una gente muy
conocida de Hollywood lleva tres años ampliando la de la larguísima Tu rostro mañana
y también sigue sin haber guión
. El único que me ha llegado es el de la
adaptación de un cuento,
“Mientras ellas duermen”, que quiere trasladar
a la pantalla un realizador chino-estadounidense.
El relato en cuestión
tiene ya veinticuatro años, ocupa una treintena de páginas y la verdad
es que me da igual lo que hagan con él.
Aun así, cuando me enviaron el
guión inicial, me tomé la molestia de leérmelo, pese a lo aburrido que
resulta ese género
. Como es natural, habían alargado la historia; habían
llevado la acción de la Menorca del cuento a San Sebastián, bien
estaba; los personajes españoles eran ahora americanos e ingleses, tanto
daba
. La última noticia es que, por cuestión de financiación (más fácil
encontrar dinero en Asia, al parecer), la acción tendrá lugar en el
Extremo Oriente y una de las dos parejas protagonistas será china
probablemente.
Hagan lo que se les antoje, he respondido sin pestañear.
Sólo le pedí una
cosa al director, cuando leí aquel primer guión: en él había un diálogo
entre el matrimonio principal (americanos cultivados) en el que ella le
decía a él algo así como: “Mira, te he visto cagar las suficientes veces
para que nada me sorprenda de ti”
. Pensé: “Qué grosería, pero di por
descontado que se trataba de una expresión figurada.
Sin embargo,
bastantes páginas después, había una escena en la que no recuerdo si él o
ella hacían efectivamente sus menesteres con la puerta del cuarto de
baño abierta, mientras hablaban.
Me quedé estupefacto.
Pero en seguida
recordé haber visto escenas similares en varias películas
recientes estadounidenses, y no sólo en comedias “gamberras” o
descerebradas, que tanto abundan y que son todo menos comedias, sino
incluso en las llamadas “románticas”, con Jennifer Aniston y así, y
hasta en la Casa Blanca.
De modo que cuando escribí al director le
acepté sus cambios e invenciones, los de nacionalidad, escenario y
argumento, pero: “Mire”, le dije, “no sé cuáles son las actuales
costumbres de las parejas norteamericanas, y si me guío por otras
películas que he visto a fragmentos, empiezo a temerme que semejante
falta de pudor y atentado contra la libido se esté dando en la realidad
.
Pero en Europa, francamente, sería inimaginable que unos cónyuges
educados se prestaran a defecar el uno en presencia del otro, y luego
hicieran mención de ello. En todo caso le ruego que suprima esa escena y
ese diálogo de algo basado en un texto mío
. Imagínese que los
espectadores, que no tendrían por qué conocer mi relato, creyeran que
esas zafiedades provenían de él
. Me moriría de vergüenza, no lo
soportaría. Se lo ruego, hágase cargo”.
El director, al que aprecio, es muy parco en sus mensajes, y a eso no
contestó nada.Ignoro cómo se las gastan los matrimonios asiáticos (ahora que por lo visto mis personajes van a ser de ese vasto y variadísimo continente), o si en la nueva versión se mantendrán las defecaciones “públicas”, espero que no.
Pero la reincidencia de escenas así me lleva a pensar, como le expuse, si esa inaudita costumbre reflejará algo ya no infrecuente en la vida real.
Y, si es así, a qué se puede deber.
A lo largo de mi vida mis diferentes parejas y yo –y doy por sentado que casi todo el mundo que conozco– hemos sido extremadamente cuidadosos en ocultarnos todo lo desagradable o poco airoso, por decoro y porque nada puede aniquilar tanto el deseo sexual como la visión de la persona apetecida en tareas embarazosas, incluido orinar (bueno, salvo que se sea coprófilo, supongo, o aficionado a las golden showers).
No es raro abrir un grifo o encender la maquinilla de afeitar para amortiguar cualquier ruido delator, o así solía ser.
Me temo que si ha cambiado esta actitud pudorosa, de ocultación natural de lo que nadie ha de ver, es por una sandez más de nuestros tiempos imbéciles. Hay parejas que presumen no sólo de no tenerse secretos, sino de aceptar todo lo del otro como prueba de sus absolutos amor o incondicionalidad.
“Quiero todo lo tuyo, abrazo cuanto de ti procede”, viene a ser la formulación implícita o explícita. “Nada tuyo me repugna, ni me avergüenza, ni disminuye mi amor”.
Y eso incluye, posiblemente, asistir a las deposiciones del ser amado con expresión de arrobo y no de asco o desazón.
Confío en que tales escenas sean caprichos de guionistas soeces, pero sospecho lo peor.
Sea como sea, si alguna vez aparece una en película que se diga basada en texto mío, sépase, por favor, que eso no figuraba nunca en la obra original.
No quiero ver por los suelos mi muy modesta reputación.
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