Valorar la abdicación del Rey Juan Carlos
exige evitar dos tentaciones estrechamente relacionadas entre sí.
La
primera es la del panegírico acrítico. El Rey es una figura histórica y
política, lo que supone que el análisis sobre su reinado debe hacerse
desde supuestos racionales, no sentimentales
. En ese sentido, la
trayectoria del Rey a lo largo de estos casi cuarenta años refleja muy
bien tanto los puntos fuertes de nuestra democracia como los débiles.
Entre los primeros ha estado el consenso que hizo de la transición
política un logro admirado por una inmensa mayoría dentro y fuera de
España, poniendo fin a un pasado de trágicos enfrentamientos entre
españoles
. Pero entre los segundos está también la construcción de una
democracia demasiado cerrada y poco transparente, con unos políticos
sumamente resistentes a imponerse límites externos y, a la vez, muy
proclives a confundir los intereses personales con los de las
instituciones que ocupan.
Siempre se dice que, a la hora de diseñar sus
instituciones, los padres fundadores de Estados Unidos prefirieron
pensar en que los gobernantes serían demonios, no ángeles.
De ahí la
feroz separación de poderes, la rabiosa independencia de los tribunales y
el más que férreo escrutinio de los medios de comunicación y la
sociedad civil sobre sus políticos.
Si de algo ha adolecido la democracia en España en estos últimos años
es de falta de transparencia y de controles, políticos, legislativos,
judiciales o sociales, de ahí la combinación de la corrupción, ya de por
sí mala, con algo mucho peor: la impunidad y la negativa a asumir
responsabilidades políticas. Por desgracia, en este sentido, la Corona
ha sido una institución más en una democracia generalmente opaca,
anquilosada y de baja calidad, no una que estuviera claramente por
encima de las demás y sus vicios
. Esta reflexión, seguramente incómoda
para muchos, es esencial si queremos extraer las lecciones que nos
permitan mejorar la calidad de las instituciones y, especialmente la
Corona, en el futuro más inmediato.
Lo que nos lleva a la segunda tentación a evitar; la de descargar
sobre el Príncipe Felipe la responsabilidad de gestionar el fin de un
régimen y poner en marcha una “Segunda Transición”
. A primera vista, los
elementos están todos ahí: la desafección de la ciudadanía con la
política; el cuestionamiento del bipartidismo; la crisis en el modelo
productivo; las tensiones identitarias y territoriales y la brecha
social que está generando el desempleo masivo y el aumento de las
desigualdades.
Sumados al argumento de la renovación generacional, con el que el
Príncipe encaja perfectamente en un país donde la generación de la
transición, mayor de 70 años, sigue al timón, el cóctel para replicar en
la figura del Príncipe la narrativa heroica que encumbró a Juan Carlos
al podio de la historia está servido
Pero el Príncipe debería guardarse
del papel de súper-héroe que le quieren adjudicar
. Reformar el sistema
político, encauzar el independentismo catalán o recomponer el sistema
productivo, por citar sólo alguna de las tareas más urgentes, no es una
tarea que esté al alcance de una persona, y menos de un monarca
constitucional en una democracia avanzada, cuyos poderes están
lógicamente muy limitados, sino una tarea que la sociedad en su conjunto
tiene que acometer.
La madurez de la sociedad española se juega pues en
lograr convertir la sucesión y la figura del Felipe VI en un impulso
más para el cambio, pero gestionar ese cambio por sí misma.
¿Esta va a ser nuestra Reina? A tiempo parcial o a tiempo total??
Felipe más que por él lo va a tener dificil, una Reina como su madre es dificil de encontrar.....y esta no es como la joven Reina de Holanda....no, esta solo quiere ser Reina con arreglos estéticos, conciertos de Rok y vaqueros que le tapen los tacones inmensos de sus botas......Si lo tiene dificil Felipe lo tendrá más por Letizia y sus vanalidades y prepotencia llena de caprichos....
Es
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