No estoy viendo la proclamación de Felipe VI,
pero no por alguna hostilidad especial, sino porque estoy trabajando
. Ahora, mientras esto escribo me doy un respiro
. Leo para trabajar y escribo para descansar.
Me ocurren cosas muy extrañas
. Estoy seguro de que si viera la programación en directo soltaría alguna lágrima.
¿Acaso porque soy monárquico? No, no me veo yo como cortesano o súbdito, aunque tengamos sobre nosotros el peso de una Corona.
No, es que soy de lágrima fácil en circunstancias inadecuadas. Increíble.
No lloré cuando se casó Lady Di; tampoco cuando Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey... Y, sin embargo, recuerdo la mañana en que la infanta Elena contrajo matrimonio con Jaime de Marichalar.
Juro (ya que la cosa va de juras) que me puse a llorar, moqueando y todo. Se me perdonará esta cochina revelación.
Estaba yo en la cocina desayunando.
El resto de mis familiares aún dormían o se hacían los remolones. Sentado a la mesa, con las estrecheces del espacio, yo escuchaba la radio.
El locutor no hacía muchas exclamaciones.
Tampoco le adivinaba grandes aspavientos.
Hablaba, lo recuerdo, con un tono bajo, casi de reserva. Hablaba del porvenir de la infanta. Justo en ese momento me puse a llorar. No podía parar y, por otro lado, me sentía avergonzado de mis inexplicables lágrimas
. Soy un sentimental, me dije para calmarme.
Pero no: no suelo pecar de sentimentalismos.
Por alguna razón, aquel matrimonio inverosímil me hizo romper a llorar experimentando un desgarro o una felicidad absolutamente incongruentes.
Sé que no se me creerá. O que se me tomará por lelo.
Sé que conceptuarán esto que les cuento como un relato inventado
. Sé que no se aceptará que todo un hombre se deje derrumbar por unos sentimientos que no le conciernen.
¿Cómo puedo convencer de la verdad de lo que digo? Una vez actué en una película haciendo de profesor que decía enormidades. Ciertos periodistas me tomaron en serio y, claro, confundieron la ficción con la mentira.
Me llamaron embustero por actuar en un film. Pero ahora no hay trampa ni cartón. En fin, vuelvo a la infanta, que me pierdo.
Bien mirado, el futuro de Elena y Jaime me importaba poco ese día, diría que un comino, pero no lo escribo porque suena muy feo.
El caso es que lloré mordiéndome los labios. ¿Un fenómeno extraño? ¿Una debilidad píquica? ¿Una tristeza coyuntural?
No descarto nada de esto, desde luego, pero quedé muy impresionado con mi actitud.
No ha vuelto a suceder. Quiero decir: no lloré cuando las bodas de Felipe y Letizia.
Menos aún, con los discursos navideños de Su Majestad.
Alguien dirá incluso con un tono retador u hostil: háztelo ver, chaval. Pero yo ya no soy un chaval. Y, desde luego, si he de abonar algo a un terapeuta no será por Elena.
Ella tiene un porvenir apañado, incluso dinástico, dicen sus seguidores. ¿Quiénes? Los llamados 'elenistas', acérrimos que la postulan como reina...
Los elenistas nada tienen que ver con la antigua Atenas, pero sí con la hija de doña Sofía de Grecia.
En fin, estoy hecho un lío.
Dejo esto y regreso a leer, a mis tareas, que si no me da la llantina.
. Ahora, mientras esto escribo me doy un respiro
. Leo para trabajar y escribo para descansar.
Me ocurren cosas muy extrañas
. Estoy seguro de que si viera la programación en directo soltaría alguna lágrima.
¿Acaso porque soy monárquico? No, no me veo yo como cortesano o súbdito, aunque tengamos sobre nosotros el peso de una Corona.
No, es que soy de lágrima fácil en circunstancias inadecuadas. Increíble.
No lloré cuando se casó Lady Di; tampoco cuando Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey... Y, sin embargo, recuerdo la mañana en que la infanta Elena contrajo matrimonio con Jaime de Marichalar.
Juro (ya que la cosa va de juras) que me puse a llorar, moqueando y todo. Se me perdonará esta cochina revelación.
Estaba yo en la cocina desayunando.
El resto de mis familiares aún dormían o se hacían los remolones. Sentado a la mesa, con las estrecheces del espacio, yo escuchaba la radio.
El locutor no hacía muchas exclamaciones.
Tampoco le adivinaba grandes aspavientos.
Hablaba, lo recuerdo, con un tono bajo, casi de reserva. Hablaba del porvenir de la infanta. Justo en ese momento me puse a llorar. No podía parar y, por otro lado, me sentía avergonzado de mis inexplicables lágrimas
. Soy un sentimental, me dije para calmarme.
Pero no: no suelo pecar de sentimentalismos.
Por alguna razón, aquel matrimonio inverosímil me hizo romper a llorar experimentando un desgarro o una felicidad absolutamente incongruentes.
Sé que no se me creerá. O que se me tomará por lelo.
Sé que conceptuarán esto que les cuento como un relato inventado
. Sé que no se aceptará que todo un hombre se deje derrumbar por unos sentimientos que no le conciernen.
¿Cómo puedo convencer de la verdad de lo que digo? Una vez actué en una película haciendo de profesor que decía enormidades. Ciertos periodistas me tomaron en serio y, claro, confundieron la ficción con la mentira.
Me llamaron embustero por actuar en un film. Pero ahora no hay trampa ni cartón. En fin, vuelvo a la infanta, que me pierdo.
Bien mirado, el futuro de Elena y Jaime me importaba poco ese día, diría que un comino, pero no lo escribo porque suena muy feo.
El caso es que lloré mordiéndome los labios. ¿Un fenómeno extraño? ¿Una debilidad píquica? ¿Una tristeza coyuntural?
No descarto nada de esto, desde luego, pero quedé muy impresionado con mi actitud.
No ha vuelto a suceder. Quiero decir: no lloré cuando las bodas de Felipe y Letizia.
Menos aún, con los discursos navideños de Su Majestad.
Alguien dirá incluso con un tono retador u hostil: háztelo ver, chaval. Pero yo ya no soy un chaval. Y, desde luego, si he de abonar algo a un terapeuta no será por Elena.
Ella tiene un porvenir apañado, incluso dinástico, dicen sus seguidores. ¿Quiénes? Los llamados 'elenistas', acérrimos que la postulan como reina...
Los elenistas nada tienen que ver con la antigua Atenas, pero sí con la hija de doña Sofía de Grecia.
En fin, estoy hecho un lío.
Dejo esto y regreso a leer, a mis tareas, que si no me da la llantina.
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