La obra maestra de Vermeer es la estrella de la reapertura del Mauritshuis de La Haya.
El Mauritshuis ya no es un museo de cuento, es directamente de best-seller.
La pequeña pinacoteca, verdadera caja de bombones del arte antiguo holandés situada en el corazón de La Haya, reabre la semana que viene sus puertas después de dos años de trabajos de ampliación y remodelación.
Conocida por su espectacular colección, en sus paredes cuelgan entre otras joyas, iconos como La joven de la perla, de Vermeer, que vuelve a casa; La lección de anatomía, de Rembrandt y su estrella más reciente: El jilguero, de Carel Fabritius.
Más que a un lifting facial, el Mauritshuis se ha sometido a una delicada operación interna de 30 millones de euros, dirigida por Hans van Heeswijk, autor de las remodelaciones del Van Gogh y del Hermitage de Ámsterdam.
Para revivir su vieja y noble figura, el museo ha duplicado su espacio gracias a la unión, por medio de un vestíbulo subterráneo, del edificio original con otro adyacente para exposiciones temporales, talleres educativos e investigación.
La enorme expectación que despierta la exquisita colección de arte holandés del siglo XVII que posee ha convertido la reapertura en un acontecimiento amplificado por una curiosa circunstancia: el éxito de la última novela de Donna Tartt, cuyas más de mil páginas se venden ahora en la nueva tienda de souvenirs del museo junto a las postales que reproducen el pequeño cuadro que da título al libro, El jilguero
. Theo Decker, el adolescente protagonista de la novela, se hace dueño de la pequeña tabla holandesa después de un figurado atentando en el Metropolitan de Nueva York.
Es ahí donde su madre muere después de confesarle su obsesión por la obra, por ese pájaro, esa “criatura viva” que surge después de ver tantos bodegones de faisanes muertos.
“Cuando el libro salió el cuadro estaba prestado a la colección Frick de Nueva York”, uno de los destinos de una gira con paradas en Japón, Italia y Estados Unidos, que ha servido para financiar las obras.
“Y ya entonces despertó enorme interés”, recordaba recientemente en La Haya Emilie Gordenker, directora desde 2008 del museo y principal impulsora del nuevo giro del centro.
“Pero lo más curioso es que poco después, Oprah Winfrey recomendó en su programa otra novela, La lección de anatomía, de Nina Siegal, que también crea una ficción a partir de otra de nuestras obras maestras”.
Para Gordenker se trata de algo más que de una coincidencia.
“La pintura antigua holandesa posee algo único: nos habla de nuestras vida.
Por eso la sentimos tan cercana, por eso nos gusta tanto contemplarla de cerca
. Nos empuja a mirar, mirar y seguir mirando
. Es esa intimidad la que crea una relación especial con el cuadro.
Además, y no se sorprenda, creo que también tiene que ver con su reproducción: son cuadros que quedan bien en postales y póster.
Y esa cualidad les hace especiales, más accesibles, más populares”.
El misterio del El jilguero ya está enjaulado en el Mauritshuis, donde ha pasado de lucir en un panel móvil en un pasillo a contar con un espacio de honor.
Es una de las escasas obras que se conocen de Carel Fabritius, que murió a los 33 años, en 1654, víctima de la terrible explosión que destruyó Delft. Demasiadas víctimas —reales y de ficción— para la memoria de un pobre pajarito.
La directora del museo reconoce el extraño poder de la obra, la ilusión óptica que crea contemplarlo. El pájaro realmente parece vivo.
La remodelación del Mauritshuis, una casona del siglo XVII, se decidió al ver que el edificio necesitaba cambiar su climatización y sus ventanas.
Su situación, puerta con puerta con el parlamento holandés, complicaba cualquier ampliación, que finalmente se resolvió con un sensato ejercicio de sostenibilidad: utilizar un edificio vecino, de principios del siglo XX y en desuso, en el que ahora están ubicadas las oficinas, la biblioteca y las demás nuevas dependencias.
En el viejo edificio solo hay una concesión a la nueva vida del museo: un ascensor circular y transparente que une la calle con el nuevo lobby subterráneo (donde está la tienda, la cafetería y la nueva entrada de acceso a los dos edificios).
El resto, una vez cruzadas las puertas de la pinacoteca, es una explosión de historia y antigüedad. Paredes enteladas en colores oscuros, maderas nobles y una sala, llamada la habitación dorada, restaurada hasta el detalle para revivir sus 15 murales de Pellegrini.
Un guiño al esplendor de esta vieja gloria que aún flota sobre el lago Hofvijver.
Quizá lo que más preocupa ahora a la directiva del museo es la creciente popularidad del lugar, algo que choca con los propósitos de intimidad y recogimiento que proponen las salas y que pretenden preservar.
“En realidad no sabemos qué pasará y nos preocupa porque la visita debe ser confortable y tranquila. Cuando cerramos teníamos unas 260.000 visitas.
Ese porcentaje no puede crecer más de un 25%
. No podemos tener un millón. No lo pretendemos tampoco.
Nos importa la calidad no la cantidad.
En ese sentido lanzamos un mensaje contrario al del resto de los museos del mundo.
No queremos colas, gracias”.
La pequeña pinacoteca, verdadera caja de bombones del arte antiguo holandés situada en el corazón de La Haya, reabre la semana que viene sus puertas después de dos años de trabajos de ampliación y remodelación.
Conocida por su espectacular colección, en sus paredes cuelgan entre otras joyas, iconos como La joven de la perla, de Vermeer, que vuelve a casa; La lección de anatomía, de Rembrandt y su estrella más reciente: El jilguero, de Carel Fabritius.
Más que a un lifting facial, el Mauritshuis se ha sometido a una delicada operación interna de 30 millones de euros, dirigida por Hans van Heeswijk, autor de las remodelaciones del Van Gogh y del Hermitage de Ámsterdam.
Para revivir su vieja y noble figura, el museo ha duplicado su espacio gracias a la unión, por medio de un vestíbulo subterráneo, del edificio original con otro adyacente para exposiciones temporales, talleres educativos e investigación.
La enorme expectación que despierta la exquisita colección de arte holandés del siglo XVII que posee ha convertido la reapertura en un acontecimiento amplificado por una curiosa circunstancia: el éxito de la última novela de Donna Tartt, cuyas más de mil páginas se venden ahora en la nueva tienda de souvenirs del museo junto a las postales que reproducen el pequeño cuadro que da título al libro, El jilguero
. Theo Decker, el adolescente protagonista de la novela, se hace dueño de la pequeña tabla holandesa después de un figurado atentando en el Metropolitan de Nueva York.
Es ahí donde su madre muere después de confesarle su obsesión por la obra, por ese pájaro, esa “criatura viva” que surge después de ver tantos bodegones de faisanes muertos.
“Cuando el libro salió el cuadro estaba prestado a la colección Frick de Nueva York”, uno de los destinos de una gira con paradas en Japón, Italia y Estados Unidos, que ha servido para financiar las obras.
“Y ya entonces despertó enorme interés”, recordaba recientemente en La Haya Emilie Gordenker, directora desde 2008 del museo y principal impulsora del nuevo giro del centro.
“Pero lo más curioso es que poco después, Oprah Winfrey recomendó en su programa otra novela, La lección de anatomía, de Nina Siegal, que también crea una ficción a partir de otra de nuestras obras maestras”.
Para Gordenker se trata de algo más que de una coincidencia.
“La pintura antigua holandesa posee algo único: nos habla de nuestras vida.
Por eso la sentimos tan cercana, por eso nos gusta tanto contemplarla de cerca
. Nos empuja a mirar, mirar y seguir mirando
. Es esa intimidad la que crea una relación especial con el cuadro.
Además, y no se sorprenda, creo que también tiene que ver con su reproducción: son cuadros que quedan bien en postales y póster.
Y esa cualidad les hace especiales, más accesibles, más populares”.
El misterio del El jilguero ya está enjaulado en el Mauritshuis, donde ha pasado de lucir en un panel móvil en un pasillo a contar con un espacio de honor.
Es una de las escasas obras que se conocen de Carel Fabritius, que murió a los 33 años, en 1654, víctima de la terrible explosión que destruyó Delft. Demasiadas víctimas —reales y de ficción— para la memoria de un pobre pajarito.
La directora del museo reconoce el extraño poder de la obra, la ilusión óptica que crea contemplarlo. El pájaro realmente parece vivo.
La remodelación del Mauritshuis, una casona del siglo XVII, se decidió al ver que el edificio necesitaba cambiar su climatización y sus ventanas.
Su situación, puerta con puerta con el parlamento holandés, complicaba cualquier ampliación, que finalmente se resolvió con un sensato ejercicio de sostenibilidad: utilizar un edificio vecino, de principios del siglo XX y en desuso, en el que ahora están ubicadas las oficinas, la biblioteca y las demás nuevas dependencias.
En el viejo edificio solo hay una concesión a la nueva vida del museo: un ascensor circular y transparente que une la calle con el nuevo lobby subterráneo (donde está la tienda, la cafetería y la nueva entrada de acceso a los dos edificios).
El resto, una vez cruzadas las puertas de la pinacoteca, es una explosión de historia y antigüedad. Paredes enteladas en colores oscuros, maderas nobles y una sala, llamada la habitación dorada, restaurada hasta el detalle para revivir sus 15 murales de Pellegrini.
Un guiño al esplendor de esta vieja gloria que aún flota sobre el lago Hofvijver.
Quizá lo que más preocupa ahora a la directiva del museo es la creciente popularidad del lugar, algo que choca con los propósitos de intimidad y recogimiento que proponen las salas y que pretenden preservar.
“En realidad no sabemos qué pasará y nos preocupa porque la visita debe ser confortable y tranquila. Cuando cerramos teníamos unas 260.000 visitas.
Ese porcentaje no puede crecer más de un 25%
. No podemos tener un millón. No lo pretendemos tampoco.
Nos importa la calidad no la cantidad.
En ese sentido lanzamos un mensaje contrario al del resto de los museos del mundo.
No queremos colas, gracias”.
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