Carne de tabloide, Kendall Jenner es mucho más que un apellido o un personaje de reality.
En el Festival de Cannes las joyas tienen más guardaespaldas que las
celebridades. Existen más posibilidades de compartir ascensor con
Julianne Moore que ver de cerca o sostener en las manos algunos de los
diamantes que brillarán en la alfombra roja o en sus idílicas fiestas.
Hombres fornidos con posturas hieráticas custodian todos sus
movimientos. Las joyas son las auténticas estrellas –el año pasado un
robo millonario copó más titulares que la Palma de Oro– y si no se es un
vip o un exclusivo cliente, olvídese de acercarse. Al igual que los
ídolos del celuloide, las piezas más preciadas se refugian en el
emblemático Hotel Martinez.
Allí, donde Truffaut se encerró un mes para escribir La piel suave y Wim Wenders reunió al pedigrí del cine para rodar Chambre 666, emplaza su fuerte la firma Chopard, cuyas dos últimas plantas le pertenecen durante el certamen. En la sexta, su base de operaciones. En la séptima, el botón que todos quieren pulsar en el ascensor pero al que solamente unos pocos tendrán acceso: el venerado Chopard Lounge, una luminosa suite de amplia terraza, con vistas a Cannes y al Palacio de los Festivales, donde transitarán Penélope Cruz, Pedro Almodóvar, Sofia Coppola, Jane Fonda o Karlie Kloss, buscando un paréntesis de relajación al trajín del certamen durante el día o para bailar bajo las estrellas en la exclusiva fiesta que la firma organiza tras la entrega de su trofeo.
La chica que llega en albornoz y zapatillas es hija de Bruce Jenner, un medallista olímpico que ganó el decatlón para Estados Unidos en los juegos de 1976, convertido ahora en orador motivacional. Su madre es Kris Jenner, una azafata de vuelo que se casó con el abogado de O. J. Simpson, Robert Kardashian, antes de conocer a Bruce Jenner y volver a pasar por el altar. Todo este juego de sillas en el árbol genealógico familiar implica que Kendall y su hermana pequeña, Kylie Jenner, son hermanastras de Kim, Khloé y Kourtney Kardashian. O lo que es lo mismo, ella forma parte de esa tribu que ha hecho de lavar los trapos sucios familiares todo un negocio televisivo en el reality Keeping Up with the Kardashians. El programa, que ya va por su novena temporada en el canal estadounidense E!, renovó su contrato en 2012 por 40 millones de dólares (29.245.120 euros) y de ahí han salido varios spin offs y uno de los momentos cumbres del género: el más que cuestionado efímero enlace de 72 días entre Kim Kardashian y el baloncestista Kris Humphries. Su familia, simple y llanamente, es carne de tabloide.
Ahora que el show alcanzará otro hito con la boda que se celebró el sábado entre su hermana Kim y el megalómano cantante Kanye West (al cierre de esta edición los rumores de localización se debatían entre París, Florencia y Versalles), Kendall llega sin ganas de hablar de realities, de su familia o de cualquier tipo de enlace. Bueno, ella no. Los que llegan cerrados en banda son su férreo equipo de publicistas y relaciones públicas, que medirán sus palabras y tomarán todas las decisiones que atañen a nuestro encuentro. Ellos decidirán qué se pondrá para las fotos y qué contará en la entrevista. Ellos hacen una criba sin miramientos de cualquier referencia que no sea exclusivamente a su carrera de modelo en las grandes pasarelas. Nada de Kimye, nada de bodas, nada de los negocios con su hermana pequeña (a quien ahora se la relaciona con el hijo de Will Smith) y, mucho menos, nada de vida sentimental (Kendall supuestamente vivió un idilio con Harry Styles, líder de One Direction y actual prescriptor de tendencias).
Solo una maniquí. «Aquí Kendall viene a hablar de su carrera de modelo, no de los Kardashian», advierten.
Ella, mientras tanto, wasapea y se queda embobada con las vistas. «¿Qué quieres que te cuente? Si solamente es una adolescente», apunta su publicista.
Y tiene razón.
Kendall es educada, tímida y más que correcta en su trato con todo el equipo. Se comporta como cabría esperar de una chica de 19 años. Es escueta, poco reflexiva y tiene esa capacidad de repetir la palabra awesome (impresionante) más de una docena de veces en nuestro encuentro. Es, al fin y al cabo, la viva imagen de una adolescente. «Es mi primera vez aquí y esta ciudad es impresionante, el color del mar es de locos, no puedo explicar todo lo que siento», comenta mientras mira al Mediterráneo y terminan de maquillarla.
Allí, donde Truffaut se encerró un mes para escribir La piel suave y Wim Wenders reunió al pedigrí del cine para rodar Chambre 666, emplaza su fuerte la firma Chopard, cuyas dos últimas plantas le pertenecen durante el certamen. En la sexta, su base de operaciones. En la séptima, el botón que todos quieren pulsar en el ascensor pero al que solamente unos pocos tendrán acceso: el venerado Chopard Lounge, una luminosa suite de amplia terraza, con vistas a Cannes y al Palacio de los Festivales, donde transitarán Penélope Cruz, Pedro Almodóvar, Sofia Coppola, Jane Fonda o Karlie Kloss, buscando un paréntesis de relajación al trajín del certamen durante el día o para bailar bajo las estrellas en la exclusiva fiesta que la firma organiza tras la entrega de su trofeo.
La chica que llega en albornoz y zapatillas es hija de Bruce Jenner, un medallista olímpico que ganó el decatlón para Estados Unidos en los juegos de 1976, convertido ahora en orador motivacional. Su madre es Kris Jenner, una azafata de vuelo que se casó con el abogado de O. J. Simpson, Robert Kardashian, antes de conocer a Bruce Jenner y volver a pasar por el altar. Todo este juego de sillas en el árbol genealógico familiar implica que Kendall y su hermana pequeña, Kylie Jenner, son hermanastras de Kim, Khloé y Kourtney Kardashian. O lo que es lo mismo, ella forma parte de esa tribu que ha hecho de lavar los trapos sucios familiares todo un negocio televisivo en el reality Keeping Up with the Kardashians. El programa, que ya va por su novena temporada en el canal estadounidense E!, renovó su contrato en 2012 por 40 millones de dólares (29.245.120 euros) y de ahí han salido varios spin offs y uno de los momentos cumbres del género: el más que cuestionado efímero enlace de 72 días entre Kim Kardashian y el baloncestista Kris Humphries. Su familia, simple y llanamente, es carne de tabloide.
Ahora que el show alcanzará otro hito con la boda que se celebró el sábado entre su hermana Kim y el megalómano cantante Kanye West (al cierre de esta edición los rumores de localización se debatían entre París, Florencia y Versalles), Kendall llega sin ganas de hablar de realities, de su familia o de cualquier tipo de enlace. Bueno, ella no. Los que llegan cerrados en banda son su férreo equipo de publicistas y relaciones públicas, que medirán sus palabras y tomarán todas las decisiones que atañen a nuestro encuentro. Ellos decidirán qué se pondrá para las fotos y qué contará en la entrevista. Ellos hacen una criba sin miramientos de cualquier referencia que no sea exclusivamente a su carrera de modelo en las grandes pasarelas. Nada de Kimye, nada de bodas, nada de los negocios con su hermana pequeña (a quien ahora se la relaciona con el hijo de Will Smith) y, mucho menos, nada de vida sentimental (Kendall supuestamente vivió un idilio con Harry Styles, líder de One Direction y actual prescriptor de tendencias).
Solo una maniquí. «Aquí Kendall viene a hablar de su carrera de modelo, no de los Kardashian», advierten.
Ella, mientras tanto, wasapea y se queda embobada con las vistas. «¿Qué quieres que te cuente? Si solamente es una adolescente», apunta su publicista.
Y tiene razón.
Kendall es educada, tímida y más que correcta en su trato con todo el equipo. Se comporta como cabría esperar de una chica de 19 años. Es escueta, poco reflexiva y tiene esa capacidad de repetir la palabra awesome (impresionante) más de una docena de veces en nuestro encuentro. Es, al fin y al cabo, la viva imagen de una adolescente. «Es mi primera vez aquí y esta ciudad es impresionante, el color del mar es de locos, no puedo explicar todo lo que siento», comenta mientras mira al Mediterráneo y terminan de maquillarla.
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