Una historia de España (XXIII)
Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador
más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón:
el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del
gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en
la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de
experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas
berberiscos y turcos y las guerras de Italia.
Todo eso, más la chulería
natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir
perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del
emperador; con el resultado de que los enemigos de España se
multiplicaban como tertulianos de radio y televisión. Vino entonces a
éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un
monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam
-el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por
saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades
de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma.
La cosa prendió,
el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el
pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de
príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los
negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera
estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador
Carlos, que a su juicio mandaba demasiado.
De paso, además, al crear
iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia
católica, que no eran granito de anís.
Entonces formaron lo que se
llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de
aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de
Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra
batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-,
tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre
Mauricio de Sajonia.
Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de
guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones,
de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes,
minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos
en la gruta de Locmaría-
. Así que, cediendo el trono de Alemania a su
hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones
americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que
ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm
particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años
después, en 1558.
La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas
consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el
punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias.
Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos
hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno
que se veía venir.
Por otra parte, las obligaciones imperiales nos
metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos
quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de
toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se
llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien
aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos.
Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la
Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento,
aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales
-como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos
que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector
menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la
Inquisición como herramienta.
Con el resultado de que en Trento los
españoles metimos la pata hasta el corvejón.
O, mejor dicho, nos
equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro,
que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa
que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles
optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y
reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía.
El que,
imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el
atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos
siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo
palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de
tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.
Continuará
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