La otra noche escuché parte de la intervención de don Miguel Arias Cañete
en una población gallega en la que estaba dando un mitin
. Le había
precedido en el uso de la palabra una candidata o una dirigente local, no sé: o ambas cosas a la vez.
El caso es que don Miguel
comenzó alabando el papel que en política desempeñan las mujeres
excepcionales. Puso como ejemplo a la señora que había parlamentado
minutos antes.
E insistió en que él se siente muy a gusto y satisfecho
trabajando con mujeres excepcionales como fulanita de tal. Perdonen mi
ignorancia pero no me apetece buscar el nombre de la dama.
La
fórmula "mujeres excepcionales", alabar a las chicas, a ciertas chicas
que conoces como tales, no te libra del machismo.
Sin embargo, parece
que el listo del señor Arias desconoce la lógica y la retórica. Pongamos ejemplos que me son cercanos y utilicemos sus fórmulas.
Entre los negros hay negros excepcionales, entre los judíos hay judíos
excepcionales, entre los valencianos hay valencianos excepcionales...,
admitir eso no niega lo fundamental: que hay negros, judíos o
valencianos que no lo son. ¿Qué se hace con ellos? ¿Los soportamos
estoicamente? ¿Consentimos que ocupen puestos de trabajo y lugar en la
sociedad a pesar de que no son excepcionales?
El varón blanco como Arias Cañete
se juzga superior.
Es decir, por lo que parece, él tiene un fiel
medidor para evaluar el estado, la superioridad e, imaginamos, la
inteligencia de sus rivales o de sus colaboradores.
Viéndolo, nadie lo
diría. Cuando habla en debates como el de días atrás farfulla, esquiva
la mirada del adversario (o adversaria) seguramente por la coquetería de
quitarse las gafas, puede lanzar balines de saliva pastosa, maneja con
torpeza un bolígrafo y para más inri muestra unas notas manuscritas que
deberían haber quedado reservadas. Muy listo no parece. ¿Es acaso
excepcional? Veamos.
Pongamos un ejemplo que me es muy cercano
.
Yo soy un valenciano normal. ¿Estoy contento por ser tal cosa? El lugar
de nacimiento no es algo que me entusiasme si no va a asociado a
valores emocionales y positivos, pero en mi pueblo o mi ciudad también
hay cosas de las que avergonzarme.
Yo me avergüenzo con cierta
frecuencia de mi condición de valenciano: aquí tenemos ejemplos de
depredadores que bien podrían figurar en la Historia Universal de la Infamia, de Jorge Luis Borges.
Por tanto, cuando digo que soy valenciano o varón he de admitir que hay
cosas de los valencianos y de los varones que no me gustan nada.
He dicho que soy normal.
Eso significa que soy una persona equivalente a
otras. Tengo los mismos derechos y también tengo vicios de los que a
veces me gustaría quitarme.
Tengo costumbres y también virtudes de las
que legítimamente me enorgullezco y que en ocasiones son una carga.
Lo normal es, pues, algo digno, no indigno. ¿Qué pasa? ¿Que yo no soy
excepcional? Pues qué le voy a hacer. Me conformaré con mis habilidades y
me habituaré a mis vicios.
Al final, por mucho que me depure, acabaré
muriendo.
Si soy un varón normal y encima valenciano, ¿qué trato me dispensaría el señor Cañete
en una hipotética contienda electoral? ¿Me trataría como a un igual por
ser un hombre? Pero si soy un hombre de escasas o muy medianas
cualidades, ¿entonces qué haría conmigo? ¿Abusaría intelectualmente de
mí por no temer ser tachado de machista?
¿Me dejaría ganar por
inspirarle pena o piedad al ser normal y valenciano?
Estoy
considerando seriamente la posibilidad de cambiar.
Hacerme mujer y
normal. Jamás estaré en un ministerio o negociado que él administre,
pero no porque yo no quiera (que también), sino porque él no me querrá.
Sólo admite hombres normales, siempre superiores, y mujeres
excepcionales
. Excepcionales a pesar de ser mujeres.
Aquí no hay quien viva con la lógica de Miguel Arias Cañete.
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