Había ido a por un yogur y va a volver con una revelación que intentaba pasar inadvertida en esa atmósfera de cotidianeidad reinante.
Lo familiar posee calidades extrañas, como
una sandía con sabor a naranja
. Pese a que se reproduce sin pausa, de
repente parece nuevo, sin estrenar, inédito
. Una mujer se asoma,
descalza, a la nevera.
Un gesto cotidiano entre los cotidianos.
No
hallarán ningún elemento insólito en la imagen.
No lo hay.
Se trata de
una cocina del montón, con su suelo cerámico del montón, y sus muebles
de madera del montón, y su pequeña alfombra del montón, y su cesto de la
ropa sucia del montón, y su triste planta sobre la nevera del montón.
Tampoco podríamos calificar de raros los papeles pegados a la puerta del
congelador, que se defienden con un vigor oscuro de ser arrojados a la
basura.
Una representación de lo doméstico que serviría también como
apología de lo marciano.
Y es que una llamarada procedente del interior
de la nevera congela la imagen y crea un juego de sombras y luces en el
cuerpo de la mujer y en la zona del suelo donde tiene los pies,
deteniéndose, al fondo, contra la superficie bruñida de una puerta
. La
luz es tan potente que sugiere, más que la existencia de una bombilla,
la de una divinidad.
Yo soy el que soy, le está diciendo alguien a la
anciana desde el fondo del incendio
. En otras palabras, que había ido a
por un yogur y va a volver con una revelación que intentaba pasar
inadvertida en esa atmósfera de cotidianeidad reinante.
Empeño baldío.
Imposible pasar los ojos sobre la imagen sin sentir una sacudida de
extrañamiento. Lo más increíble es que esa escena asombrosa se repita en
todo el mundo millones de veces cada día. ¡Cuidado al coger la cerveza!
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