Ya pasó Sant Jordi,
el Día del Libro, y de aquí a un mes empezará la Feria madrileña del
mismo objeto, con las perspectivas más lúgubres en muchísimos años.
No
es sólo que las librerías estén ahogadas por la crisis y por la
piratería en aumento.
No es sólo que los editores busquen
desesperadamente algún título que arrastre a las masas a comprarlo, y
que a la mayoría ya les dé igual que se trate de una obra digna o de la
enésima porquería más o menos sadomasoquista, cateta y machista con
origen en Internet, donde habrá cosechado legiones de “seguidores”
rudimentarios y descerebrados, de los que se limitan a pedir “más”: más
“sexo fuerte”, más violencia, más torturas gratuitas, poco a poco –oh
qué moderno– se vuelve a uno de los textos más soporíferos de la
historia de la literatura: Las 120 jornadas de Sodoma, del
Marqués de Sade, escrito en 1785, reiterativo catálogo de atrocidades
que acaba por arrancar bostezos hasta a los más voluntariosos
depravados.
No es sólo que los autores anden preocupados y deprimidos,
al ver cómo sus nuevas novelas se venden infinitamente menos que las
anteriores (eso los que alguna vez han tenido un número apreciable de
lectores) o nacen ya muertas, destinadas a ser devueltas a la
distribuidora a las pocas semanas de aterrizar en los escaparates.
La
última vez que me pasé por una librería y eché un vistazo a las
novedades, vi no pocas que superaban las seiscientas páginas y a las
que, por su aspecto, o por la descripción leída en las reseñas que las
ensalzaban, o por la mera conjunción de nombre, título, grosor y precio,
uno no podía augurar más que una rápida caída en el vacío.
“Ojalá me
equivoque”, pensé con escasa fe. “Ojalá cada una de ellas sea un gran
éxito; y sean leídas y discutidas por muchos y recomendadas por los
únicos que hoy gozan de verdadera influencia, los lectores
desconocidos”.
El íntimo
convencimiento de que no será así en casi todos los casos me produjo
melancolía. Precisamente porque también me dedico a escribirlos, sé
cuánta tarea y esfuerzo hay detrás de cada libro, los largos meses o
años empleados en sacarlo adelante; aunque sea malo, o esté hecho de
cualquier manera, sólo llenar esa cantidad de páginas requiere un
monumental trabajo.
No soy de los que creen que fue mejor toda época
pasada.
Al contrario: estoy seguro de que nunca se han leído (ni
comprado) tantos libros como en nuestros tiempos; de que siempre ha
habido obras que han caído en el vacío; de que los grandes éxitos jamás
habían alcanzado ventas tan superlativas como ahora.
Sin embargo sí creo
que la magnitud de la indiferencia nunca había sido tan mayúscula como
la que aguarda a los libros condenados a ella desde el principio.
Y la
mayoría de éstos son –ay– los que se ha dado en llamar absurdamente
“libros literarios”, es decir, los que tienen ambición y voluntad de
estilo, los que no se ciñen a contar una historia más o menos
interesante y santas pascuas.
Los que tal vez –tal vez– hacen que la
gente piense o se fije en el funcionamiento del mundo, los que en el
espacio de unas cuantas horas –las que tardamos en leerlos– nos brindan
entendimiento y conocimientos que quizá no adquiriríamos por nuestra
cuenta ni en el transcurso de una vida completa.
Tengo la sensación de que nos vamos adentrando en una de esas épocas
en las que se tiende a juzgar superfluo cuanto no trae provecho
inmediato y tangible.Una época de elementalidad, en la que toda complejidad, toda indagación y toda agudeza del espíritu les parecen, a los políticos, de sobra o aun que estorban
. Y como los políticos, incomprensiblemente, poseen mucho más peso del que debieran, detrás suele seguirlos la sociedad casi entera.
Son tiempos en los que todo lo artístico y especulativo se considera prescindible, y no son raras las frases del tipo: “Miren, no estamos para refinamientos”, o “Hay cosas más importantes que el teatro, el cine y la música, que acostumbran a necesitar subvenciones”, o “Déjense de los recovecos del alma, que los cuerpos pasan hambre”.
Quienes dicen estas cosas olvidan que la literatura y las artes ofrecen también, entre otras riquezas, lecciones para sobrellevar las adversidades, para no perder de vista a los semejantes, para saber cómo relacionarse con ellos en periodos de dificultades, a veces para vencer éstas
. Que, cuanto más refinado y complejo el espíritu, cuanto más experimentado (y nada nos surte de experiencias, concentradas y bien explicadas, como las ficciones), de más recursos dispone para afrontar las desgracias y también las penurias. Que no es desdeñable verse reflejado y acompañado –verse “interpretado”– por quienes nos precedieron, aunque sean seres imaginarios, nacidos de las mentes más preclaras y expresivas que por el mundo han pasado.
Casi todos los avatares posibles de una existencia están contenidos en las novelas; casi todos los sentimientos en las poesías; casi todos los pensamientos en la filosofía.
Nuestros primitivistas políticos tachan de inútiles estos saberes, y hasta los destierran de la enseñanza
. Y sin embargo constituyen el mejor aprendizaje de la vida, lo que nos permite “reconocer” a cada instante lo que nos está sucediendo y aquello por lo que atravesamos.
Aunque sea no tener qué llevar a casa para alimentar a los hijos.
También esa desesperación se entiende mejor si unos versos o un relato nos la han dado ya a conocer, y nos han preparado para ella.
Sí, no se desprecie: sólo imaginativamente.
O nada menos.
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