Una exposición fotográfica busca en la cara de iconos de los últimos la naturaleza de ese oscuro atractivo que han tenido de Sinatra a Madonna.
¿Algo cool se puede comprar?
No. No es lo mismo llevar una casaca eduardiana en los cincuenta que comprarla hoy en Uniqlo.No es lo mismo ponerse unos calcetines color rosa flamenco en la era de Bershka que en la Gran Bretaña gris y machista de los cincuenta.
No es lo mismo, simplificando, dar clases de swing en una academia del siglo XXI que ser un zazou, tribu juvenil que se rebelaba contra la ocupación hitleriana con bombachos de colores. Lo cool tiene un punto inconformista, peligroso y elegante: algo es cool en referencia a lo que no lo es. Precisamente por eso es cool lo que se subleva contra lo feo y lo injusto
. Por eso habita las minorías (raciales, sexuales, culturales). Pero es un concepto elusivo: cuando el sistema lo asimila algo cool deja, de algún modo, de serlo. Lo podemos llamar efecto Joaquín Reyes.
Pero se podrá tocar.
Sí. Así como no es lo mismo subirse a una carroza del Orgullo en Chueca en 2014 que ser el dramaturgo francés Jean Genet en 1966, cuando se aferró al tubo de vaselina que le quiería requisar el alcaide de la prisión franquista donde había recalado (“Preferiría derramar toda mi sangre que desprenderme de ese objeto tonto”, escribió), lo cool va ligado a los objetos simbólicos. “El significado de la rebeldía, la idea del estilo como una forma de rechazo, la elevación del crimen en arte, se manifiesta en los objetos más mundanos –un pin, unos zapatos puntiagudos, una motocicleta–, que, como el tubo de vaselina, tienen una dimensión simbólica, que son una muestra del exilio autoimpuesto”, explica Dick Hedbidge en Subculture, the meaning of style. De ahí la moto de Marlon Brando y los coches de Steve McQueen, en las versiones más mainstream de lo cool.¿Y oírse se puede oír?
Precisamente la exposición que nos ocupa plantea lo cool como algo entre la innovación y el estilo. Fue el saxofonista de jazz Lester Young quien le dio sentido a esta definición en los años cuarenta: este hombre tocaba música de nicho, de cócteles nimbados por el humo del tabaco, hecha por una minoría (la comunidad afroamericana), que no renunciaba a la elegancia pero que sabía desperdiciar el talento (sus músicos caídan perdidos en adicciones, sus discos se perdían...) como se gasta a veces el dinero ganado rápido.Estaba, en definitiva, relajado en un ambiente adverso o, peor, opresivo; el suyo era un autocontrol con estilo.
Ese estoicismo americano en momentos difíciles es el mismo que tienen otros iconos de lo cool: los escritores beat, los jazzmen, los gángsters del cine negro y el arte de las nuevas vanguardias. Un existencialismo de clase obrera. Hecho a sí mismo y a medida, como un traje de sastre de tres botones.
Por esta lógica, ¿si todo es cool, nada lo es?
Claro, si no sería demasiado fácil identificarlo. En los setenta, ser cool se empezó a asociar al uso de las drogas como el riesgo que uno tomaba para expandir los límites de su mundo, algo que estaba ligado a la sexualidad o al activismo político (una figura cool era Malcolm X, que en uno de sus discursos dijo
: “No os digo lo que queréis oír. Os digo lo que no queréis escuchar porque soy uno de vosotros; de hecho, soy uno de los peores de vosotros”). Lo del cool se hizo más social y menos individual y luego, de todas formas, se lo vampirizó el capitalismo.
Todas esas posturas estéticas y vitales rebeldes fueron la plantilla comercial para la siguiente generación. El hipismo lo devoró el yupismo. El Just Do It que dice el reo condenado a muerte en La canción del verdugo, de Norman Mailer, acabó como reclamo en una legendaria campaña de Nike; un coche trazado a mano alzada por el mismísimo Hitler se convirtió en el automóvil de culto de toda la generación hippy gracias a la publicidad. Ser cool no es nada concreto. Es, como la mirada azul de Frank Sinatra, cuestión sentir algo cuando lo tienes delante.
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