En primavera casi todos solemos estar más aturullados, más encendidos y más sentimentales.
Es verdad eso de
que la primavera la sangre altera
. A mí, por lo menos, me revoluciona.
Al primer rayo de sol con intenciones de perdurar, a la primera tarde
templada y perfumada, todas mis células se ponen a bailarle un alegre
zapateado a la vida.
Y los zapateados celulares, ya se sabe, suelen
acabar en un impulso orgánico de perpetuación genética. Quiero decir
que, cuando la vida late en las venas, uno suele estar más predispuesto
al amor en todas las acepciones de la palabra.
En primer lugar, al amor
físico (ya digo, el ciego afán de las células por reproducirse: según
Nietzsche, el sexo es una trampa de la naturaleza para no extinguirse) y
también al amor romántico y mental, que a mí me parece que es como la
trampa de la trampa, o sea, el sedoso y emocionante envoltorio que nos
lleva al sexo para no extinguirnos.
Total: que en
primavera casi todos solemos estar más aturullados, más encendidos y más
sentimentale
s. Así que heme aquí escribiendo un artículo sobre el amor y
el sexo
. O sea, otro más: a lo largo de mi vida he escrito unos
cuantos. Pero siempre hay algo nuevo que decir: es un tema tan
inabarcable como el océano
. Esta vez, por ejemplo, me ha llamado la
atención una noticia que leí no sé dónde sobre el antequino de cola
negra, un marsupial australiano pequeñito, parecido a un ratón, que
muere, tras aparearse frenéticamente, del agotamiento producido por el
atragantón sexual.
Por eso el pobre bicho no llega a cumplir el año de
vida; madura sexualmente entre los 8 y los 11 meses, y en su primer
periodo de cortejo ya se queda frito
. Resulta que mientras hace el amor
(llega a estar 14 horas seguidas sin parar y cuando termina empieza otra
vez) no se alimenta, lo cual le deja rápidamente sin defensas, agotado,
presa de las infecciones y de un rápido deterioro físico
. Pierde el
pelo, le salen llagas, sufre hemorragias y el pobre bicho muere.
Pero lo más
fascinante es que, cuando se apresa a un antequino después de haber
llegado a su madurez sexual, el animalito fallece a la misma edad que
sus compañeros, aunque se le tenga en una jaula y no haya probado
hembra
. Pero si se le captura antes de haber alcanzado la época de celo,
entonces vive plácido y feliz en cautividad y alcanza la longeva edad
de dos años y medio
. Lo que parecería demostrar que la muerte de la
criatura no se debe solo a causas físicas, a la falta de alimentación,
al trajín desgastante y aniquilador del sexo interminable, sino que,
sobre todo, está el tremendo estrés psíquico del afán sexual, de la
necesidad de encontrar una pareja, del cruel imperativo de la
reproducción
. Cuando los antequinos son capturados antes de conocer esa
urgencia, viven tan contentos en su inocencia
. No me digan que no
resulta tentador hacer un paralelismo con los humanos… Porque, en
efecto, el sexo y el amor pueden matar, o eso nos tememos.
La sífilis
renacentista, la tisis de los enamorados del XIX, el sida como maldición
del siglo XX, la metáfora de Drácula y sus besos letales… Eros y
Tánatos siempre han caminado juntos, quizá porque el orgasmo es una
pequeña muerte capaz de dar la vida, quizá porque intuimos la verdad de
la frase de Nietzsche y sabemos que sólo somos actores prescindibles
sacrificados en el altar de la primera Ley Orgánica, que es la de la
reproducción de los propios genes a toda costa.
Pero todas estas
consideraciones desaparecen cuando nos prendamos de alguien, cuando el
corazón nos empieza a latir como un despertador antiguo con solo ver a
un hombre o una mujer, cuando la engañosa droga del amor nos revienta el
cerebro. La pasión, ya se sabe, consiste en inventarse al ser amado.
Lo
explica maravillosamente Marcel Proust en su primer libro de En busca del tiempo perdido;
el narrador, adolescente, ve por primera vez a la niña de sus sueños,
unos de esos encuentros que te golpean y te dejan preso. Y el narrador
dice así: “Una chica de un rubio rojizo (…) le brillaban mucho los
negros ojos (…) y, como yo no tenía bastante de eso que se llama espíritu de observación
para poder aislar la noción de su color, durante mucho tiempo, cuando
pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me presentaba como
de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no hubiera
tenido los ojos tan negros –lo cual sorprendía mucho al verla por vez
primera– no me hubiera enamorado tanto de ella como me enamoré, y más
que nada de sus ojos azules”.
¿No es genial? Pura radiografía de la
pasión.
En fin, todo esto me recuerda una frase del escritor británico
Butler: “El pollo es simplemente la manera que tiene el huevo de hacer
otro huevo”. Los humanos, encandilados por el espejismo del sexo y el
amor, quizá solo seamos la manera que tienen los genes de hacer otros
genes. Pero, mientras tanto, cuánto sufrimiento y cuánta gloria.
@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com
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