Imagine un país en declive, envejecido, donde los precios no suben ni nadie consume. Japón ha vivido el futuro de España.
Imaginemos un país que no solo no crece, sino en el que hay mucha
gente que no recuerda cuándo fue la última vez que se creció
. Imaginemos que ese país está atiborrado de deuda, como consecuencia de una década de excesos empresariales y gubernamentales. En ese país, los precios no suben, la gente no consume y los empresarios no invierten, así que el ahorro no genera riqueza
. Los jóvenes no se plantean comprarse una casa, ni tener coche propio, tampoco tener un trabajo para toda la vida
. Tener hijos se convierte en un proyecto vital imposible: si los dos miembros de la pareja trabajan, ¿quién cuida a los hijos? Si la mujer (o el hombre) se queda en casa, ¿cómo se paga una educación de calidad para los hijos?
Traer inmigrantes estaría bien, pues rejuvenecería la población y facilitaría cuidar a los hijos y a los ancianos, pero pesa el miedo a que las diferencias culturales hagan la integración imposible.
Menos niños y más ancianos inevitablemente significa más impuestos y cargas sobre los que trabajan, que cada vez son menos, haciendo aún más difícil la vida
. Cambiar las cosas estaría bien, pero la inercia de dos décadas sin crecimiento pesa mucho: los partidos políticos, lastrados por la corrupción, carecen de líderes con coraje, así que se suceden gobiernos grises y, encima, inestables.
Además, el peso electoral de los pensionistas es tan grande que cualquier política de estímulo sería vista como una agresión a sus ahorros y pensiones, que perderían poder adquisitivo por culpa de la inflación.
Tantos años machacando a la población con el discurso de la austeridad se han vuelto ahora en contra del país: el proyecto colectivo es gestionar el declive, que se da por inevitable.
En otras palabras: el proyecto de futuro es que no hay futuro. Igual que el famoso “que inventen ellos”, la sociedad se resigna al fatalismo del “que crezcan otros”.
¿Podría ser España dentro de una década?
Sin duda. Por eso tiene sentido leer con atención la deprimente postal que Japón nos envía desde el futuro.
Ellos ya han estado allí, y han estado a punto de no volver.
Pero una concatenación de dos circunstancias les está haciendo despertar.
El primero, más coyuntural, ha sido el triple desastre de Fukushima (terremoto, maremoto y accidente nuclear), que no solo ha minado la autoestima colectiva, sino que ha puesto en cuestión el supuesto principal bajo el que asentaba el conformismo con el declive: la autosuficiencia energética y financiera.
Con los reactores nucleares en parada hasta que se asegure su fiabilidad, las importaciones de energía están generando un déficit por cuenta corriente que obligaría al país a salir a los mercados internacionales para financiarse, con las consecuencias que todos hemos experimentado en cuanto a pérdida de soberanía.
Pero tan importante como Fukushima es el desafío que está planteando China, con un aumento sostenido del gasto militar, que Japón tiene limitado por ley, y un desafío importante tanto en el espacio aéreo como marítimo del mar de la China meridional
. Los dos elementos, combinados, hacen inviable el plan del dulce declive. Japón, diga lo que diga la geografía, no es una isla.
Nadie lo es.
. Imaginemos que ese país está atiborrado de deuda, como consecuencia de una década de excesos empresariales y gubernamentales. En ese país, los precios no suben, la gente no consume y los empresarios no invierten, así que el ahorro no genera riqueza
. Los jóvenes no se plantean comprarse una casa, ni tener coche propio, tampoco tener un trabajo para toda la vida
. Tener hijos se convierte en un proyecto vital imposible: si los dos miembros de la pareja trabajan, ¿quién cuida a los hijos? Si la mujer (o el hombre) se queda en casa, ¿cómo se paga una educación de calidad para los hijos?
Traer inmigrantes estaría bien, pues rejuvenecería la población y facilitaría cuidar a los hijos y a los ancianos, pero pesa el miedo a que las diferencias culturales hagan la integración imposible.
Menos niños y más ancianos inevitablemente significa más impuestos y cargas sobre los que trabajan, que cada vez son menos, haciendo aún más difícil la vida
. Cambiar las cosas estaría bien, pero la inercia de dos décadas sin crecimiento pesa mucho: los partidos políticos, lastrados por la corrupción, carecen de líderes con coraje, así que se suceden gobiernos grises y, encima, inestables.
Además, el peso electoral de los pensionistas es tan grande que cualquier política de estímulo sería vista como una agresión a sus ahorros y pensiones, que perderían poder adquisitivo por culpa de la inflación.
Tantos años machacando a la población con el discurso de la austeridad se han vuelto ahora en contra del país: el proyecto colectivo es gestionar el declive, que se da por inevitable.
En otras palabras: el proyecto de futuro es que no hay futuro. Igual que el famoso “que inventen ellos”, la sociedad se resigna al fatalismo del “que crezcan otros”.
¿Podría ser España dentro de una década?
Sin duda. Por eso tiene sentido leer con atención la deprimente postal que Japón nos envía desde el futuro.
Ellos ya han estado allí, y han estado a punto de no volver.
Pero una concatenación de dos circunstancias les está haciendo despertar.
El primero, más coyuntural, ha sido el triple desastre de Fukushima (terremoto, maremoto y accidente nuclear), que no solo ha minado la autoestima colectiva, sino que ha puesto en cuestión el supuesto principal bajo el que asentaba el conformismo con el declive: la autosuficiencia energética y financiera.
Con los reactores nucleares en parada hasta que se asegure su fiabilidad, las importaciones de energía están generando un déficit por cuenta corriente que obligaría al país a salir a los mercados internacionales para financiarse, con las consecuencias que todos hemos experimentado en cuanto a pérdida de soberanía.
Pero tan importante como Fukushima es el desafío que está planteando China, con un aumento sostenido del gasto militar, que Japón tiene limitado por ley, y un desafío importante tanto en el espacio aéreo como marítimo del mar de la China meridional
. Los dos elementos, combinados, hacen inviable el plan del dulce declive. Japón, diga lo que diga la geografía, no es una isla.
Nadie lo es.
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