En paz con MCCartney y optimista sobre la evolución del mundo, la administradora de parte del legado de The Beatles inaugura esta semana una amplia retrospectiva en el museo Guggenheim de Bilbao.
Nadie diría, observándola caminar lentamente, vestida de negro,
diminuta, con un maravilloso sombrero de cachemir, gafas oscuras y
abrigo, que esa ancianita amable y sonriente acercándose a su escondrijo
de Broome Street —en el Soho neoyorquino— es Yoko Ono.
Pero sí podríamos hacernos una idea de que se encuentra serena y en paz, después de haber sido de todo.
Desde artista en lucha, adolescente con tendencias suicidas, mujer diana, culpable de cientos de miles de los males, “dragon lady”, dice ella o “la bruja”, como se reivindicó a sí misma en una canción: Yes, I'm a witch.
Todo eso y más asume, aunque no esté de acuerdo: “Soy pacífica y pragmática”, confiesa antes de viajar a España, donde el próximo día 14 inaugura una retrospectiva suya en el Guggenheim de Bilbao.
Hacia la ciudad vasca se dirige optimista y en pleno disfrute de lo que, admite, “es mi segunda vida”. Un periodo que ha comenzado después de cumplir los 80. Yoko resulta de cerca una mujer amable pero juguetona, dicharachera para ciertos temas, pero sutilmente evasiva para otros tantos, paciente, pero determinante, irónica sobre sí misma, sabia, en suma.
En Bilbao se verá el trabajo que ha realizado desde los años cincuenta: obra gráfica, dibujos, pintura, instalaciones... “Sesenta de actividad, madre mía”, parece sorprenderse, y que va desde sus escarceos con la vanguardia neoyorkina más radical en música —con compositores como John Cage o Lamonte Young— a experiencias con Fluxus antes de conocer a John Lennon y atraer al Beatle hacia el camino de la máxima experimentación que, paradójicamente, acabó con él como un pacífico y atareado padre y amo de casa en su apartamento del edificio Dakota.
Allí fue donde compuso en sus últimos meses de vida ese himno al estoicismo que se tituló Watching the wheels y que da idea de su sana posición vital antes de la tragedia.
A las puertas de su casa precisamente fue asesinado en el año 80 por Mark David Chapman, quien tomó testigo universal del odio que las masas profesaban en gran parte de Yoko Ono, a la que se culpó global y en gran medida injustamente de la desaparición de The Beatles. Es algo que hasta McCartney ha negado en los últimos tiempos saldando una deuda histórica. “Hubiera ocurrido igual”, vino a decir el músico.
“En realidad no hemos tenido tan mala relación”, comenta Yoko. “Fueron los medios y la gente la que más quería vernos peleados, pero no respondía a la realidad”.
Lo fue, quizás más, en tiempos de vida de Lennon, cuando enviaba cartas feroces a su amigo de adolescencia en las que le culpaba del vacío tremendo que la hacían tanto él como su mujer, Linda. Pero aquello es agua pasada, parece.
Y ese sentido práctico, tras su muerte, ha predominado en Yoko Ono aunque solo sea para ocuparse de un legado compartido que a la muerte del mito ascendía a tres millones de dólares y poco después se convirtió en 300.
Entre otras cosas, la viuda siempre dijo que lo hacía por Sean, el hijo de ambos, que ahora le presta su estudio en el Soho para atender gente ya que ella se muestra reacia a recibir extraños en su casa cercana a Central Park. Sean ha colaborado en gran medida a que las bandas y los artistas indies más arriesgados de su generación —de Peaches, Le Tigre, Polyphonic Spree, The Flaming Lips a Cat Power, Antony, Craig Armstrong o DJ Spooky— contribuyan a reivindicar el arte de su madre.
Es otra de las razones por las que Yoko Ono siente que ha vuelto a nacer.
Empeñada en sus aspectos pacifistas, desea lo mejor para todo el mundo menos para Chapman, a quien insiste en no perdonar. “No, no lo he hecho”, comenta. Entusiasmada con su exposición en el Guggenheim, aprovecha para insinuar que sus antepasados pudieron tener procedencia española. “No estaba muy bien visto en mi país, eso de las mezclas, pero los españoles y los portugueses se dejaron caer por Nagasaki y parece que tuvieron algún contacto con mi familia”.
Una familia de alcurnia nipona, que pese a contar con un padre banquero, no observó con mucho rechazo que su hija se convirtiera en artista de vanguardia
. “En absoluto, mi padre era músico y mi madre pintaba, así que lo entendían”, explica Yoko.
Pero sí podríamos hacernos una idea de que se encuentra serena y en paz, después de haber sido de todo.
Desde artista en lucha, adolescente con tendencias suicidas, mujer diana, culpable de cientos de miles de los males, “dragon lady”, dice ella o “la bruja”, como se reivindicó a sí misma en una canción: Yes, I'm a witch.
Todo eso y más asume, aunque no esté de acuerdo: “Soy pacífica y pragmática”, confiesa antes de viajar a España, donde el próximo día 14 inaugura una retrospectiva suya en el Guggenheim de Bilbao.
Hacia la ciudad vasca se dirige optimista y en pleno disfrute de lo que, admite, “es mi segunda vida”. Un periodo que ha comenzado después de cumplir los 80. Yoko resulta de cerca una mujer amable pero juguetona, dicharachera para ciertos temas, pero sutilmente evasiva para otros tantos, paciente, pero determinante, irónica sobre sí misma, sabia, en suma.
En Bilbao se verá el trabajo que ha realizado desde los años cincuenta: obra gráfica, dibujos, pintura, instalaciones... “Sesenta de actividad, madre mía”, parece sorprenderse, y que va desde sus escarceos con la vanguardia neoyorkina más radical en música —con compositores como John Cage o Lamonte Young— a experiencias con Fluxus antes de conocer a John Lennon y atraer al Beatle hacia el camino de la máxima experimentación que, paradójicamente, acabó con él como un pacífico y atareado padre y amo de casa en su apartamento del edificio Dakota.
Allí fue donde compuso en sus últimos meses de vida ese himno al estoicismo que se tituló Watching the wheels y que da idea de su sana posición vital antes de la tragedia.
A las puertas de su casa precisamente fue asesinado en el año 80 por Mark David Chapman, quien tomó testigo universal del odio que las masas profesaban en gran parte de Yoko Ono, a la que se culpó global y en gran medida injustamente de la desaparición de The Beatles. Es algo que hasta McCartney ha negado en los últimos tiempos saldando una deuda histórica. “Hubiera ocurrido igual”, vino a decir el músico.
“En realidad no hemos tenido tan mala relación”, comenta Yoko. “Fueron los medios y la gente la que más quería vernos peleados, pero no respondía a la realidad”.
Lo fue, quizás más, en tiempos de vida de Lennon, cuando enviaba cartas feroces a su amigo de adolescencia en las que le culpaba del vacío tremendo que la hacían tanto él como su mujer, Linda. Pero aquello es agua pasada, parece.
Y ese sentido práctico, tras su muerte, ha predominado en Yoko Ono aunque solo sea para ocuparse de un legado compartido que a la muerte del mito ascendía a tres millones de dólares y poco después se convirtió en 300.
Entre otras cosas, la viuda siempre dijo que lo hacía por Sean, el hijo de ambos, que ahora le presta su estudio en el Soho para atender gente ya que ella se muestra reacia a recibir extraños en su casa cercana a Central Park. Sean ha colaborado en gran medida a que las bandas y los artistas indies más arriesgados de su generación —de Peaches, Le Tigre, Polyphonic Spree, The Flaming Lips a Cat Power, Antony, Craig Armstrong o DJ Spooky— contribuyan a reivindicar el arte de su madre.
Es otra de las razones por las que Yoko Ono siente que ha vuelto a nacer.
Empeñada en sus aspectos pacifistas, desea lo mejor para todo el mundo menos para Chapman, a quien insiste en no perdonar. “No, no lo he hecho”, comenta. Entusiasmada con su exposición en el Guggenheim, aprovecha para insinuar que sus antepasados pudieron tener procedencia española. “No estaba muy bien visto en mi país, eso de las mezclas, pero los españoles y los portugueses se dejaron caer por Nagasaki y parece que tuvieron algún contacto con mi familia”.
Una familia de alcurnia nipona, que pese a contar con un padre banquero, no observó con mucho rechazo que su hija se convirtiera en artista de vanguardia
. “En absoluto, mi padre era músico y mi madre pintaba, así que lo entendían”, explica Yoko.
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