No para todo el mundo el domingo es sinónimo de fútbol o de misa.
Hay una determinada época del año en la que en cada día del Señor parece celebrarse una entrega de premios cinematográficos más importante que la anterior, hasta alcanzar el clímax orgásmico de los Oscar.
Supongo que lo de ubicar la ceremonia en domingo está calculado para obtener el máximo impacto mediático y no guarda relación con la cuestión religiosa. En todo caso, la rutina es siempre la misma. Durante la noche de autos, los medios perdemos los papeles para ser los primeros en contar por tierra, mar y aire qué llevó quién. Información que los lectores devoran y gracias a la cual las marcas consiguen toneladas de publicidad gratuita.
Para asegurarse que ningún detalle queda fuera de la engrasada maquinaria, a lo largo de ese día el correo electrónico se satura con notas de prensa que reivindican la autoría de los más nimios detalles del atuendo (hasta el punto de alcanzar terrenos tan pantanosos como la ropa interior)
. Como algunas firmas sienten pudor a eso de trompetear sus presas antes de cazarlas, las notas siguen llegando a la mañana siguiente con la misma puntualidad con la que la resaca despertará a los invitados que no se moderaron con el champán.
Obviamente, no es comparable el interés que los hombres y las mujeres despiertan en estos sobreexpuestos paseíllos de alfombra roja.
Lo cual es lógico. El atuendo de etiqueta masculino se concibió en un sobrio cromatismo de blanco y negro, precisamente, para enmarcar y no competir con los fastos coloristas de los trajes de noche de las mujeres
. Pero ser un personaje secundario no debería eximir a los caballeros de aprender un poco mejor cómo manejar tan sencillos códigos. Al contrario, ante tan limitadas posibilidades el fallo resulta todavía más vergonzante.
¿Por qué proliferan los errores pese a lo sencillo de la ecuación? La razón principal hay que buscarla en la forma en que muchos hombres exhiben hoy con orgullo su completo desconocimiento de las reglas de la etiqueta
. Como si no conocerlas fuera un signo de rebeldía. Disculpen, caballeros, pero eso tiene otro nombre: ignorancia.
La rebeldía o transgresión implica conocimiento.
Por no hurgar en la herida del ejemplo español (donde estamos en pañales en la materia), tomemos como muestra la última gala de los premios BAFTA en Londres.
Allí se pudo ver a un impecable príncipe Guillermo, que combinó el esmoquin con pajarita con unos zapatos de terciopelo tipo slipper.
El principal objetivo de un traje de gala es diferenciarse de uno de oficina o diario (si no, ¿para qué?) y el calzado más apropiado es más ligero de lo habitual, más cercano a una zapatilla que a un zapatón
. De hecho, el clásico opera pump con lazo –que la ignorancia toma por afeminado– es el único elemento del vestuario que entró en el siglo XX tal como había dejado el XIX.
Al lado del impecable Windsor, Leonardo DiCaprio con un bajo en el que cabían unas alforjas no parecía un tipo rebelde. Solo un estadounidense tosco
. Y eso por no hablar de Brad Pitt y su incomprensible camisa sin cuello que le dejaba la pajarita pegada al cuello a la manera de un stripper o de un guardaespaldas de la mafia italiana.
Lo que cuesta comprender es por qué unos tipos que saben positivamente que van a pasar tanto tiempo embutidos en mínimas variaciones del esmoquin durante toda su carrera profesional no hacen un mínimo esfuerzo por estudiar un poco la cuestión.
Aunque solo fuera por mera curiosidad o inquietud cultural.
Solo se trata de conocer un poco mejor el idioma en el que, quieran o no, van a tener que expresarse. Para no meter la pata.
Hay una determinada época del año en la que en cada día del Señor parece celebrarse una entrega de premios cinematográficos más importante que la anterior, hasta alcanzar el clímax orgásmico de los Oscar.
Supongo que lo de ubicar la ceremonia en domingo está calculado para obtener el máximo impacto mediático y no guarda relación con la cuestión religiosa. En todo caso, la rutina es siempre la misma. Durante la noche de autos, los medios perdemos los papeles para ser los primeros en contar por tierra, mar y aire qué llevó quién. Información que los lectores devoran y gracias a la cual las marcas consiguen toneladas de publicidad gratuita.
Para asegurarse que ningún detalle queda fuera de la engrasada maquinaria, a lo largo de ese día el correo electrónico se satura con notas de prensa que reivindican la autoría de los más nimios detalles del atuendo (hasta el punto de alcanzar terrenos tan pantanosos como la ropa interior)
. Como algunas firmas sienten pudor a eso de trompetear sus presas antes de cazarlas, las notas siguen llegando a la mañana siguiente con la misma puntualidad con la que la resaca despertará a los invitados que no se moderaron con el champán.
Obviamente, no es comparable el interés que los hombres y las mujeres despiertan en estos sobreexpuestos paseíllos de alfombra roja.
Lo cual es lógico. El atuendo de etiqueta masculino se concibió en un sobrio cromatismo de blanco y negro, precisamente, para enmarcar y no competir con los fastos coloristas de los trajes de noche de las mujeres
. Pero ser un personaje secundario no debería eximir a los caballeros de aprender un poco mejor cómo manejar tan sencillos códigos. Al contrario, ante tan limitadas posibilidades el fallo resulta todavía más vergonzante.
¿Por qué proliferan los errores pese a lo sencillo de la ecuación? La razón principal hay que buscarla en la forma en que muchos hombres exhiben hoy con orgullo su completo desconocimiento de las reglas de la etiqueta
. Como si no conocerlas fuera un signo de rebeldía. Disculpen, caballeros, pero eso tiene otro nombre: ignorancia.
La rebeldía o transgresión implica conocimiento.
Por no hurgar en la herida del ejemplo español (donde estamos en pañales en la materia), tomemos como muestra la última gala de los premios BAFTA en Londres.
Allí se pudo ver a un impecable príncipe Guillermo, que combinó el esmoquin con pajarita con unos zapatos de terciopelo tipo slipper.
El principal objetivo de un traje de gala es diferenciarse de uno de oficina o diario (si no, ¿para qué?) y el calzado más apropiado es más ligero de lo habitual, más cercano a una zapatilla que a un zapatón
. De hecho, el clásico opera pump con lazo –que la ignorancia toma por afeminado– es el único elemento del vestuario que entró en el siglo XX tal como había dejado el XIX.
Al lado del impecable Windsor, Leonardo DiCaprio con un bajo en el que cabían unas alforjas no parecía un tipo rebelde. Solo un estadounidense tosco
. Y eso por no hablar de Brad Pitt y su incomprensible camisa sin cuello que le dejaba la pajarita pegada al cuello a la manera de un stripper o de un guardaespaldas de la mafia italiana.
Lo que cuesta comprender es por qué unos tipos que saben positivamente que van a pasar tanto tiempo embutidos en mínimas variaciones del esmoquin durante toda su carrera profesional no hacen un mínimo esfuerzo por estudiar un poco la cuestión.
Aunque solo fuera por mera curiosidad o inquietud cultural.
Solo se trata de conocer un poco mejor el idioma en el que, quieran o no, van a tener que expresarse. Para no meter la pata.
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