Ray Loriga crea en ‘Za Za, emperador de Ibiza’ una sátira sobre un narco de poca monta y repasa su trayectoria.
Una estela del paraíso perdido de Ray Loriga
metamorfosea su cara con los azules relampagueantes del televisor.
Acaba de anochecer y el salón de su casa madrileña está a media luz. Ve entusiasta y preocupado la participación del patinador español Javier Fernández en los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi (Rusia). Loriga vive una felicidad genuina, ahí, ahora, viendo a su compatriota en compañía de sus recuerdos y sueños infantiles en Jaca… Hielo, patines, fuerza, figuras…
Felicidades auténticas, pero extraviadas, que nada tienen que ver con las que él analiza y critica en Za Za, emperador de Ibiza (Alfaguara).
Una narración esparcida de humor y sátira en la cual reflexiona sobre “esa extraña manía que ha entrado a todos por ser felices”. Un espejismo.
La sociedad, afirma Loriga (Madrid, 1967), se ha embalado en un viaje de no retorno cuyo único destino obligatorio es ser felices, aunque sea tomando atajos, con efectos secundarios, “al tiempo que nos hace sentir culpables por no estar pletóricos”.
Su novela cuenta esa búsqueda desaforada, a veces vacua, a través de un episodio disparatado, donde lo que muestra, en realidad, es su envés: el estigma alrededor de lo opuesto a la felicidad oficial, tristeza, melancolía y sentimientos y sensaciones vecinas.
Para contarlo, Loriga recurre a otra parcela de su paraíso perdido: Ibiza.
Lo que representa hoy, lo que ya no es.
Se vale de la historia de Za Za (Zacarías Zaragoza Zamora), un antiguo narcotraficante de poca monta apartado del negocio pero que un día se ve envuelto en un episodio rocambolesco: hay una droga nueva que promete la felicidad total sin peajes y se llama como él, pero todo en mayúscula y junto: ZAZA.
Es solo el comienzo del embrollo. ¿O el final? Una novela en la que se va por una montaña rusa, o caminos zigzagueantes, según le guste más al lector, donde están presentes siete búsquedas comunes a todas las personas, y presentes en sus obras, y que Loriga define veloz, al ritmo de Za Za:
Paraíso:
“La Ibiza del libro es la de los 70 de mi infancia y la de hoy. Es como el paraíso perdido”.
Alegría: “Una palabra que cambia dependiendo de lo que quieras conseguir. No sé si he sido especialmente feliz. Alegre es no haberme colgado con tantas cosas vividas”.
Euforia: “Una sensación que con la edad se abandona. El éxito, las drogas…”.
Amistad: “Acaba siendo lo que más importa”.
Amor: “En sus múltiples formas está en todo. Es una complicación enorme pero hermosa”.
Sexo: “Después de la música lo más entretenido. Es sentirse vivo y muerto a la vez. Como encajar las piezas de un puzle”.
Felicidad: “Como obligación parece la causa de los males, una condena. Como anhelo no es mala”.
Y después de ese paseo vital-literario, Ray Loriga reconoce que “a
veces caerse no es malo”, sobre todo ahora que todos esperan bajo la
piñata prometida de felicidades.
Una búsqueda que en términos empresariales lleva implícita una trampa: “Es un engaño. El señuelo del éxito nos hace correr más y en ese tiempo somos más productivos”. Y si hay “un malo” por esa mercantilización y capitalización de la felicidad “somos todos”.
Y lo dice precisamente él, que ha pasado por diferentes predios de dichas artificiales.
¡La felicidad!, ¡la felicidad!, como gran embaucadora es el tema de su libro número 13, en 22 años de literatura, desde su debut con Lo peor de todo, al que siguieron títulos como Héroes, Tokio ya no nos quiere, Trífero o El hombre que inventó Manhattan.
Echa un vistazo atrás y reconoce que le resulta difícil juzgar la literatura española de los noventa por haber formado parte de ella.
“Una época de autores muy dispares y sin una relación directa, salvo la edad. Quizá alguna sensación de que se podía escribir desde la juventud. Por eso hay retratos o autorretratos de una época concreta pero con formas diferentes”.
¿Y el presente? Ve la literatura más tranquila que dinámica.
Aunque confiesa que le faltan elementos para analizarla, vislumbra dos razones: “El fin de los editores clásicos, de verdad
. Ahora son contratados para una cuenta de resultados, y hay un cierto desprecio hacia el oficio de editor real.
El segundo es el debilitamiento de la crítica literaria. Antes era más formadora, analítica. Esa posición de la crítica se ha perdido”.
Esa es otra felicidad extraviada
. A cambio se ha descubierto otra de dudoso cantar. “Una de las peores formas de entender la democracia es la histeria colectiva alrededor de que cualquiera y todo vale. ¡Son gilipolleces!
La sociedad fomenta los atajos al éxito o la fama que daría la felicidad.
O el dinero, sea ilícito o legal. El resultado es que cualquiera puede ser un ciudadano ilustre. Hay confusión
. Además, se extiende la idea de que aquello que ven muchos es bueno a ultranza, y no siempre es así. Es un desconsuelo porque no hay elementos de juicio, ni valoración.
Falta criterio y rango y verdadera apreciación.
La libertad es sagrada pero no se puede dejar todo en manos de la dictadura de la opinión”.
Ya es de noche y el televisor que estaba mudo recobra el sonido al empezar la actuación del patinador español en Sochi. Relampaguea en su cara.
Mientras comenta la actuación, sus recuerdos van hasta sus nueve años, en Jaca, cuando su abuela materna lo llevaba a la pista de hielo.
Acaba de anochecer y el salón de su casa madrileña está a media luz. Ve entusiasta y preocupado la participación del patinador español Javier Fernández en los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi (Rusia). Loriga vive una felicidad genuina, ahí, ahora, viendo a su compatriota en compañía de sus recuerdos y sueños infantiles en Jaca… Hielo, patines, fuerza, figuras…
Felicidades auténticas, pero extraviadas, que nada tienen que ver con las que él analiza y critica en Za Za, emperador de Ibiza (Alfaguara).
Una narración esparcida de humor y sátira en la cual reflexiona sobre “esa extraña manía que ha entrado a todos por ser felices”. Un espejismo.
La sociedad, afirma Loriga (Madrid, 1967), se ha embalado en un viaje de no retorno cuyo único destino obligatorio es ser felices, aunque sea tomando atajos, con efectos secundarios, “al tiempo que nos hace sentir culpables por no estar pletóricos”.
Su novela cuenta esa búsqueda desaforada, a veces vacua, a través de un episodio disparatado, donde lo que muestra, en realidad, es su envés: el estigma alrededor de lo opuesto a la felicidad oficial, tristeza, melancolía y sentimientos y sensaciones vecinas.
Para contarlo, Loriga recurre a otra parcela de su paraíso perdido: Ibiza.
Lo que representa hoy, lo que ya no es.
Se vale de la historia de Za Za (Zacarías Zaragoza Zamora), un antiguo narcotraficante de poca monta apartado del negocio pero que un día se ve envuelto en un episodio rocambolesco: hay una droga nueva que promete la felicidad total sin peajes y se llama como él, pero todo en mayúscula y junto: ZAZA.
Es solo el comienzo del embrollo. ¿O el final? Una novela en la que se va por una montaña rusa, o caminos zigzagueantes, según le guste más al lector, donde están presentes siete búsquedas comunes a todas las personas, y presentes en sus obras, y que Loriga define veloz, al ritmo de Za Za:
Paraíso:
“La Ibiza del libro es la de los 70 de mi infancia y la de hoy. Es como el paraíso perdido”.
Alegría: “Una palabra que cambia dependiendo de lo que quieras conseguir. No sé si he sido especialmente feliz. Alegre es no haberme colgado con tantas cosas vividas”.
Euforia: “Una sensación que con la edad se abandona. El éxito, las drogas…”.
Amistad: “Acaba siendo lo que más importa”.
Amor: “En sus múltiples formas está en todo. Es una complicación enorme pero hermosa”.
Sexo: “Después de la música lo más entretenido. Es sentirse vivo y muerto a la vez. Como encajar las piezas de un puzle”.
Felicidad: “Como obligación parece la causa de los males, una condena. Como anhelo no es mala”.
La búsqueda de la felicidad es un engaño. El señuelo del éxito nos hace correr más y en ese tiempo somos más productivos
Una búsqueda que en términos empresariales lleva implícita una trampa: “Es un engaño. El señuelo del éxito nos hace correr más y en ese tiempo somos más productivos”. Y si hay “un malo” por esa mercantilización y capitalización de la felicidad “somos todos”.
Y lo dice precisamente él, que ha pasado por diferentes predios de dichas artificiales.
¡La felicidad!, ¡la felicidad!, como gran embaucadora es el tema de su libro número 13, en 22 años de literatura, desde su debut con Lo peor de todo, al que siguieron títulos como Héroes, Tokio ya no nos quiere, Trífero o El hombre que inventó Manhattan.
Echa un vistazo atrás y reconoce que le resulta difícil juzgar la literatura española de los noventa por haber formado parte de ella.
“Una época de autores muy dispares y sin una relación directa, salvo la edad. Quizá alguna sensación de que se podía escribir desde la juventud. Por eso hay retratos o autorretratos de una época concreta pero con formas diferentes”.
¿Y el presente? Ve la literatura más tranquila que dinámica.
Aunque confiesa que le faltan elementos para analizarla, vislumbra dos razones: “El fin de los editores clásicos, de verdad
. Ahora son contratados para una cuenta de resultados, y hay un cierto desprecio hacia el oficio de editor real.
El segundo es el debilitamiento de la crítica literaria. Antes era más formadora, analítica. Esa posición de la crítica se ha perdido”.
Esa es otra felicidad extraviada
. A cambio se ha descubierto otra de dudoso cantar. “Una de las peores formas de entender la democracia es la histeria colectiva alrededor de que cualquiera y todo vale. ¡Son gilipolleces!
La sociedad fomenta los atajos al éxito o la fama que daría la felicidad.
O el dinero, sea ilícito o legal. El resultado es que cualquiera puede ser un ciudadano ilustre. Hay confusión
. Además, se extiende la idea de que aquello que ven muchos es bueno a ultranza, y no siempre es así. Es un desconsuelo porque no hay elementos de juicio, ni valoración.
Falta criterio y rango y verdadera apreciación.
La libertad es sagrada pero no se puede dejar todo en manos de la dictadura de la opinión”.
Ya es de noche y el televisor que estaba mudo recobra el sonido al empezar la actuación del patinador español en Sochi. Relampaguea en su cara.
Mientras comenta la actuación, sus recuerdos van hasta sus nueve años, en Jaca, cuando su abuela materna lo llevaba a la pista de hielo.
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