Hay cosas en 'Nebraska' que me siguen molestando, pero otras muy bonitas de las que mis prejuicios iniciales no se percataron.
Alexander Payne es un director en posesión de estilo expresivo y de
esa cosa tan prestigiosa (y a veces ampulosa) que denominamos universo
propio.
Independientemente de que el guion le pertenezca o lo hayan escrito otros, siempre se las ingenia para que reconozcamos inmediatamente su mundo, los personajes, historias, situaciones y sentimientos que le interesan, la combinación de sensibilidad y parodia, su vocación por retratar a perdedores a lo largo de un viaje permanentemente catártico, la introducción del humor, el esperpento y la paradoja en lo que le va ocurriendo a gente inicialmente desolada.
Las películas que más me gustan en su venerada filmografía tratan de eso.
La elección desesperada o guiada por la esperanza de tomar la carretera la adoptaba el protagonista de A propósito de Schmidt, ese hombre jubilado, recientemente viudo, con pavor a la soledad, que se embarca en un viaje marcado por la tragicomedia.
También viaja el aspirante a escritor, obsesivo, abandonado, con torturante sensación de fracaso vital, profundamente deprimido, que acompaña al molón y triunfador de su amigo en su etílica y ligona despedida de soltero en Entre copas. Payne habla con gracia, patetismo, ternura, comprensión, mordacidad y unas gotas de surrealismo del desamparo de esa gente.
También les quiere y por ello al despedirles les deja abierta una puerta, la posibilidad de que encuentren un poco de luz.
Al igual que me ocurrió con La gran belleza descubro todo lo bueno de Nebraska en la segunda visión.
Cuando la vi en sus estreno festivalero en Cannes, sentí inmediata antipatía por los afanes naturalistas de Payne, la presentación de la elefantiásica señora que acaba de dejar al muy normal protagonista, la complacencia en la abusiva galería de frikis.
Y me removía la sensación de no creérmelo, de que el director se pasaba de listo, de que había mas pretensiones y artificio que autentico sentimiento.
Hay cosas en esta película que me siguen molestando, pero también otras muy bonitas de las que mi miopía o mis prejuicios iniciales no se percataron.
El viaje de ese anciano con alzheimer, convencido arteramente de que le ha tocado un millón de dólares, los datos que certifican que su alcoholismo le convirtió en un desastre de marido y padre, la amorosa tutela que hace uno de sus hijos de ese eterno fracasado convencido de que uno de sus sueños va a hacerse realidad, la ruindad que encuentra al volver a sus raíces, la descripción matizada de su personalidad antes de que la enfermedad le acosara, de sus luces y sus sombras, tiene momentos conmovedores, de verdad.
Y también aparece un personaje memorable, el de su esposa, torrencial y vitriólica, quejumbrosa y pragmática, sabia y cínica, transgresora y clásica, más comprensiva de lo que quiere aparentar, admirablemente interpretada por June Squibb.
Independientemente de que el guion le pertenezca o lo hayan escrito otros, siempre se las ingenia para que reconozcamos inmediatamente su mundo, los personajes, historias, situaciones y sentimientos que le interesan, la combinación de sensibilidad y parodia, su vocación por retratar a perdedores a lo largo de un viaje permanentemente catártico, la introducción del humor, el esperpento y la paradoja en lo que le va ocurriendo a gente inicialmente desolada.
Las películas que más me gustan en su venerada filmografía tratan de eso.
La elección desesperada o guiada por la esperanza de tomar la carretera la adoptaba el protagonista de A propósito de Schmidt, ese hombre jubilado, recientemente viudo, con pavor a la soledad, que se embarca en un viaje marcado por la tragicomedia.
También viaja el aspirante a escritor, obsesivo, abandonado, con torturante sensación de fracaso vital, profundamente deprimido, que acompaña al molón y triunfador de su amigo en su etílica y ligona despedida de soltero en Entre copas. Payne habla con gracia, patetismo, ternura, comprensión, mordacidad y unas gotas de surrealismo del desamparo de esa gente.
También les quiere y por ello al despedirles les deja abierta una puerta, la posibilidad de que encuentren un poco de luz.
Al igual que me ocurrió con La gran belleza descubro todo lo bueno de Nebraska en la segunda visión.
Cuando la vi en sus estreno festivalero en Cannes, sentí inmediata antipatía por los afanes naturalistas de Payne, la presentación de la elefantiásica señora que acaba de dejar al muy normal protagonista, la complacencia en la abusiva galería de frikis.
Y me removía la sensación de no creérmelo, de que el director se pasaba de listo, de que había mas pretensiones y artificio que autentico sentimiento.
Hay cosas en esta película que me siguen molestando, pero también otras muy bonitas de las que mi miopía o mis prejuicios iniciales no se percataron.
El viaje de ese anciano con alzheimer, convencido arteramente de que le ha tocado un millón de dólares, los datos que certifican que su alcoholismo le convirtió en un desastre de marido y padre, la amorosa tutela que hace uno de sus hijos de ese eterno fracasado convencido de que uno de sus sueños va a hacerse realidad, la ruindad que encuentra al volver a sus raíces, la descripción matizada de su personalidad antes de que la enfermedad le acosara, de sus luces y sus sombras, tiene momentos conmovedores, de verdad.
Y también aparece un personaje memorable, el de su esposa, torrencial y vitriólica, quejumbrosa y pragmática, sabia y cínica, transgresora y clásica, más comprensiva de lo que quiere aparentar, admirablemente interpretada por June Squibb.
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