Rajoy y Montoro nos sacan el dinero a espuertas con enfermiza avidez.
No los conozco ni
los he visto ni en foto, a Hubert y a Merry, pero cada Navidad se me
hacen presentes con el envío de un gran paquete lleno de variados y
estrafalarios regalos, a los que correspondo como puedo, con algún libro
mío traducido al inglés.
Me adjuntan siempre una cariñosa tarjeta que
encabezan de la misma manera: “Dear King Xavier”, es decir, “Querido Rey
Xavier”, y son una herencia del anterior Rey de Redonda, Jon
Wynne-Tyson o Juan II, que abdicó en mi favor allá por 1997, si no
recuerdo mal. (No las pongo para no recargar este texto, pero todas esas
palabras, “Rey”, “abdicar” y demás, deben imaginarse entre comillas.)
Algunos lectores conocerán la leyenda de ese Reino medio real y medio
fantasmagórico, a la vez geográfico y literario (la isla existe), que no
se hereda por la sangre sino por las Letras.
Los que no, y tengan
curiosidad, encontrarán abundante y contradictoria información al
respecto en Internet, incluida no poca que me tildará de impostor.
Hubert y Merry pertenecían a la corte de Wynne-Tyson, y, al saber de la
sucesión (no olviden las comillas, por favor), empezaron a felicitarme
las Pascuas con generosidad e impecable sentido de la lealtad dinástica.
No sé apenas nada
de este matrimonio norteamericano. Sólo que antes vivían en California y
ahora en Texas.
Quizá por la edad del propio Wynne-Tyson, que este año
cumplirá noventa, me los imagino mayores, apacibles y jubilados, con
tiempo para escoger los regalitos que me envían puntualmente,
envolverlos con esmero uno a uno, llenar la caja y llevar ésta a Correos
en diciembre
. Les agradezco sobremanera el detalle y la gentileza, pero
cada vez me quedo más perplejo con los contenidos de su paquete
. Me
pregunto si me echarán una edad muy distinta de la que tengo o me
creerán rodeado de niños, porque nunca faltan algunos juguetes
originales.
La mayoría de los objetos, sin embargo, son cosas “útiles”,
sobre todo para un montañista, un espeleólogo o un explorador:
imaginativas linternas y lamparillas, una diminuta dinamo para recargar
el móvil manualmente, a falta de enchufes, alguna prenda (llamémoslas
así) que me provoca estupor: una toalla, una manta, un mantel, una
camisola que me quedaría inmensa
. Estas Navidades apareció una sudadera
de forro polar, con su capucha y de color rojo rabioso, tal vez indicada
para viajar a Alaska o hacer alpinismo, no lo sé
. Antes de buscarle un
destinatario (mi sobrino Gabriel es escalador, y le han sido adjudicados
varios obsequios de Hubert y Merry), no crean que no me la probé a ver
si podía sacarle partido o lucirla por las calles de Madrid
. Con la
capucha calada como si fuera Bruce Willis –alguien lo ha convencido de
lo mucho que lo favorece este aditamento, por la frecuencia con que en
sus películas aparece con él–, me miré al espejo: vi un cruce entre
Caperucita Roja y el Yeti que me desaconsejó honrar la prenda
personalmente, no sin dolor de mi corazón.
Recuerdo que en
el primer envío, hace ya más de un decenio, venían varios objetos de una
“Fundación Richard Nixon”, que debía de tener su sede en la misma
población en que Hubert y Merry vivían entonces
. No fue Nixon un
Presidente agradable: hubo de dimitir por mentiroso empedernido,
extravagante como suena eso en nuestro país.
Pero bueno. Había una gorra
azul marino con larga visera que ponía “Commander in Chief”, y
también resultaba visible el oprobioso nombre
. A diferencia de la
sudadera escarlata, la gorra sentaba muy bien, así que se la pasé a
Carme, más atrevida que yo, quien se la encasquetó ufana en más de una
ocasión, convencida además –con razón– de que le quedaba “de fábula”.
Luego, por desgracia, se la robaron o la perdió.
Este diciembre también han llegado una “lámpara de fibra óptica” que
al parecer derrama colores; un par de paquetes de pilas para encenderla,
imagino; un boli de un equipo de baloncesto texano; otra linterna de
incomprensible diseño; un punto de libro en el que se ve caminar a una
osa y a sus dos crías cuando se lo mueve; una bola de nieve cuyo cristal
se había roto en el viaje, con una sillita de director de cine y un
cartel que reza “Hollywood”, donde no ha debido de nevar jamás; un
“mango con punta de dos lados” que no tengo idea de para qué sirve ni
qué es. Siempre hay algo cuya utilidad ignoro, aunque todo tiene pinta de ser muy ingenioso. Esta vez, sin embargo, Correos me amargó el paquete.
No se sabe por qué (cuando llegó yo estaba fuera y fue Juliana, la portera, quien lo recogió), el cartero exigió el pago de 25 euros por él. ¿Aduana? No sé: la lista de los contenidos, en una hoja rellenada por Hubert y Merry, señalaba que su valor total ascendía a la módica cantidad de 41 dólares. Y además eran regalos, no una compra que yo hubiera hecho.
Bueno, ya se sabe que Rajoy y Montoro nos sacan el dinero a espuertas con enfermiza avidez (en la televisión ya les veo este signo en los ojos: $, no falla)
. Así que les he dicho a Hubert y a Merry que el año próximo me conformo con su afectuosa tarjeta navideña. No vale la pena que unos jubilados lejanos y amables me dediquen tiempo y dinero para que su gentileza me cueste a mí dinero también, y se lo embolse Rajoy.
Ya lo ven, este Gobierno está decidido a que renunciemos a todo, incluso a los estrafalarios y bondadosos regalos de ese matrimonio encantador.
elpaissemanal@elpais.es
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