Esas son las ironías de la vida: escapas de las balas y las bombas, te das la vuelta al mundo varias veces y al final siempre te atrapa tu destino.
Hace un par de
semanas murió Manu Leguineche, periodista magnífico, hombre generoso,
maestro en tantas cosas.
Fue un gran corresponsal de guerra; se jugó el
pellejo en muchas ocasiones, pero la muerte le estaba esperando en su
casa, vengativa y pérfida, haciéndole antes sufrir durante largo tiempo:
llevaba demasiados años muy enfermo.
Esas son las ironías de la vida:
escapas de las balas y las bombas, te das la vuelta al mundo varias
veces y al final siempre te atrapa tu destino, como en el conocido
cuento de Las mil y una noches del criado que, asustado al
encontrar a la Muerte en el mercado y ver que le hacía llamativos
gestos, sale huyendo de su ciudad y no para hasta llegar a Bagdad;
cuando los gestos de la Muerte sólo manifestaban la sorpresa de hallarle
en aquel sitio, porque esa misma noche tenía una cita con él en la
lejana Bagdad.
Tanto correr, tanta agitación para acabar en eso.
Recordé entonces
que me encontré con Manu Leguineche en Managua, dos o tres días después
de que Somoza huyera del país
. Los sandinistas habían ganado la guerra,
pero el conflicto bélico todavía coleaba.
Había muertos en las calles y
por las noches dormíamos debajo de la cama porque por las ventanas
podían colarse balas perdidas
. Y recordé que entré en el país por
tierra, junto con una amiga también periodista, la colombiana Ana
Cristina Navarro
. La salida de Somoza nos pilló estando en Guatemala y
para poder llegar a Managua aprovechamos el coche de un jesuita que
supuestamente iba a devolver a sus padres nicaragüenses a una
adolescente que había pasado la guerra refugiada en Guatemala
. Y digo
supuestamente porque, en efecto, la niña venía con nosotros y la
depositamos con su familia; pero al regresar a Guatemala, el cura nos
confesó que su coche iba cargado de “algo” peligrosísimo (lo más
probable es que trajera armas de los sandinistas para la resistencia
guatemalteca).
Y con este contrabando de alto voltaje habíamos
atravesado El Salvador (bajo una sangrienta dictadura militar y en
estado de excepción), jugándonos Ana Cristina y yo inocente y
estúpidamente la vida, la libertad y desde luego indudables torturas si
nos descubrían.
Odié a aquel jesuita y todavía le odio.
Este recuerdo
avivó otros de otras ocasiones en las que mi vida había estado en
peligro.
Aquella vez en la que la periodista Sol Fuertes y yo estuvimos a
punto de naufragar en el lago Titicaca, entre Bolivia y Perú, y nos
pasamos horas en una barca infame con el agua helada hasta las rodillas y
achicando con un solo cubo (por cierto que achicar a 4.200 metros de
altitud asfixia muchísimo)
. O aquel viaje en un trenecito, también en
Perú, en el Valle Sagrado del Urubamba, colgada de los estribos, porque
el tren iba lleno; y ver a tus pies los abismos de las montañas de los
Andes, y sentir que las manos con las que te agarrabas frenéticamente a
la barra se quedaban entumecidas; y pensar que no ibas a aguantar hasta
la próxima parada (obviamente aguanté)
. O bien ese avión de Iberia en el
que el fotógrafo Chema Conesa y yo íbamos a ir a Roma para entrevistar
al presidente italiano, Sandro Pertini.
El vuelo salía a las 8.30 de la
mañana y la noche anterior nos llamamos para atrasar el viaje y embarcar
dos horas más tarde (eran épocas opulentas del periodismo y los
billetes eran enteros y se podían cambiar sin más problemas).
Pues bien,
ese avión de Iberia se estrelló en la pista de despegue contra uno de
Aviaco; hubo cerca de doscientos muertos y heridos muy graves y
abrasados (el avión de Iberia se incendió)
. O aquella vez que cuatro
adolescentes marginales me arrinconaron en un descampado con un coche de
lujo obviamente recién robado; me salvó mi perra Trasto, una
pastora alemana mestiza que se plantó delante de mí y empezó a rugir y a
enseñar los dientes como una leona.
“Bah, déjalo”, dijo al fin uno de
los chicos al conductor, sopesando los inconvenientes.
Y salieron
zumbando.
Desde aquí le doy las gracias a mi Trasto, que sin duda estará en el cielo de los perros.
Y hay algunas
circunstancias críticas más, batallitas de abuela o de casi abuela que
podría seguir relatando, y todo esto sin contar todas las veces que
estuve a punto de morir sin enterarme, todos esos coches que no me
atropellaron porque me paré a atarme el cordón de un zapato en vez de
cruzar, todos esos accidentes que no tuve (pero pude tener) mientras
conducía, todas esas cornisas que se balancearon sobre mi cabeza sin
saberlo.
La vida es un puro azar, un milagro renovado en cada instante.
Me pregunto cuánto queda, qué me queda
. Cuántas veces más me salvaré, en
qué Bagdad me está esperando Ella.
@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com
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