Echemos el anzuelo: dicen que Difficult men, de Brett Martin, es el equivalente televisivo de Moteros tranquilos, toros salvajes,el
celebrado tomo de Peter Biskind sobre el Nuevo Hollywood de los
setenta.
En verdad, la comparación no está justificada: escribiendo en 1998, Biskind pudo trazar el arco de triunfo y caída de sus protagonistas. Aunque Martin se apunta un tanto con el título de su libro.
Sus “hombres difíciles” son los antihéroes de las gloriosas series de los últimos quince años. Hablamos del pionero, Tony Soprano, pero también de sus parientes: Don Draper (Mad men), Walter White (Breaking bad), Al Swearengen (Deadwood), Nucky Thompson (Boardwalk empire) y los que quieran de The wire. Hombres maduros, infieles, violentos, atormentados, corruptos. Triunfadores que han asumido que el american way of life ampara las tareas criminales.
La genialidad del título reside en que también son “hombres difíciles” sus creadores, los showrunner
s. Deberían ser felices: rara vez los creadores de historias han alcanzado tal poder
. Los famosos lamentos de Raymond Chandler les suenan a risa: al incorporar funciones del productor, mandan en su obra tanto como cualquier auteur europeo; los realizadores funcionan como peones a su servicio.
Y lo más maravilloso: escriben lo mínimo, esencialmente supervisan lo que hacen unos guionistas, tan maltratados como bien pagados, que se juntan al menos ocho horas diarias en un writing room.
Y resulta que no. David Simon se rebota al ver que el público de The wire desprecia el subtexto político
. David Chase es más Tony Soprano de lo que creíamos: de familia italiana (el apellido original era DeCesare), confiesa a uno de sus subordinados que necesita saber qué se siente al matar a un hombre, “con mis propias manos”.
David Milch, de Deadwood, es un hedonista y un ególatra, que
por rachas se niega a poner los diálogos sobre papel: prefiere
decírselos de viva voz a los (aterrados) actores.
Y sí, también hay algunos que no se llaman David y que se comportan civilizadamente, como Gilligan, de Breaking bad.
Todos atraparon la ola en el momento adecuado. Se beneficiaron de la subordinación del cine a los blockbusters, del desprestigio de la televisión convencional
. Se encontraron con canales de TV por cable —HBO, AMC, Showtime, FX— hambrientos de ficciones diferentes, dispuestos a romper tabúes morales y preparados para pagar por alcanzar una calidad cinematográfica. En vez de 33 capítulos por temporada, preferían tandas de 12 o 13 entregas, promocionadas con rango de gran acontecimiento.
A partir de esa ralentización de la producción, podían mimar el producto y dinamitar las convenciones narrativas: no encontrarás allí ni arrepentimiento ni redención.
También se aprovecharon de los nuevos hábitos de consumo: en vez de seguir cada serie semanalmente, los adictos prefieren darse panzadas, unos cuantos capítulos —¡o la temporada entera!— en cada sesión.
Para el autor de Difficult men, es la Edad de Oro de la televisión: la expresión central del zeitgeist, como en otros tiempos fueron las novelas, las películas, los discos.
Y quizás, amenaza, sus días están contados al costar rentabilizarlos, por cambios tectónicos en la propia industria y la reticencia de los espectadores a pagar por la experiencia.
Se me ocurren otros virus mortales. El endiosamiento de los showrunners provoca monumentales patinazos, que pasan desapercibidos entre el entusiasmo colectivo. La temporada final de Breaking bad ignoraba cualquier índice de verosimilitud
. El cierre de The Wire sufría por la obsesión de Simon por su conflicto con The Baltimore Sun. En la urgencia por identificarlos como los nuevos Scorsese o Coppola, se tiende a disculpar que, de forma creciente, están reciclando trucos de los culebrones. Y que frecuentemente vampirizan ideas ajenas: ¿no es Breaking bad (2008) la versión psicópata de Weeds (2005)?
Esa es otra. Parece funcionar una selección darwiniana en el negocio de la televisión creativa. Generalizando: a las mujeres, como Jenji Kohan, inventora de Weeds, les quedan reservadas las comedías de media hora.
Son los “hombres difíciles” quienes tienen licencia para facturar y protagonizar dramas de una hora. Igual es la última batalla del general Custer: la posibilidad de ignorar el impacto del feminismo, la oportunidad para caricaturizar impunemente a los extranjeros, el desprecio de lo políticamente correcto bajo el manto de la ambigüedad
. Disfrútenlo mientras dure.
En verdad, la comparación no está justificada: escribiendo en 1998, Biskind pudo trazar el arco de triunfo y caída de sus protagonistas. Aunque Martin se apunta un tanto con el título de su libro.
Sus “hombres difíciles” son los antihéroes de las gloriosas series de los últimos quince años. Hablamos del pionero, Tony Soprano, pero también de sus parientes: Don Draper (Mad men), Walter White (Breaking bad), Al Swearengen (Deadwood), Nucky Thompson (Boardwalk empire) y los que quieran de The wire. Hombres maduros, infieles, violentos, atormentados, corruptos. Triunfadores que han asumido que el american way of life ampara las tareas criminales.
La genialidad del título reside en que también son “hombres difíciles” sus creadores, los showrunner
s. Deberían ser felices: rara vez los creadores de historias han alcanzado tal poder
. Los famosos lamentos de Raymond Chandler les suenan a risa: al incorporar funciones del productor, mandan en su obra tanto como cualquier auteur europeo; los realizadores funcionan como peones a su servicio.
Y lo más maravilloso: escriben lo mínimo, esencialmente supervisan lo que hacen unos guionistas, tan maltratados como bien pagados, que se juntan al menos ocho horas diarias en un writing room.
Y resulta que no. David Simon se rebota al ver que el público de The wire desprecia el subtexto político
. David Chase es más Tony Soprano de lo que creíamos: de familia italiana (el apellido original era DeCesare), confiesa a uno de sus subordinados que necesita saber qué se siente al matar a un hombre, “con mis propias manos”.
Generalizando: a las mujeres, como Jenji Kohan, inventora de Weeds,
les quedan reservadas las comedías de media hora.
Son los “hombres
difíciles” quienes tienen licencia para facturar y protagonizar dramas
de una hora
Y sí, también hay algunos que no se llaman David y que se comportan civilizadamente, como Gilligan, de Breaking bad.
Todos atraparon la ola en el momento adecuado. Se beneficiaron de la subordinación del cine a los blockbusters, del desprestigio de la televisión convencional
. Se encontraron con canales de TV por cable —HBO, AMC, Showtime, FX— hambrientos de ficciones diferentes, dispuestos a romper tabúes morales y preparados para pagar por alcanzar una calidad cinematográfica. En vez de 33 capítulos por temporada, preferían tandas de 12 o 13 entregas, promocionadas con rango de gran acontecimiento.
A partir de esa ralentización de la producción, podían mimar el producto y dinamitar las convenciones narrativas: no encontrarás allí ni arrepentimiento ni redención.
También se aprovecharon de los nuevos hábitos de consumo: en vez de seguir cada serie semanalmente, los adictos prefieren darse panzadas, unos cuantos capítulos —¡o la temporada entera!— en cada sesión.
Para el autor de Difficult men, es la Edad de Oro de la televisión: la expresión central del zeitgeist, como en otros tiempos fueron las novelas, las películas, los discos.
Y quizás, amenaza, sus días están contados al costar rentabilizarlos, por cambios tectónicos en la propia industria y la reticencia de los espectadores a pagar por la experiencia.
Se me ocurren otros virus mortales. El endiosamiento de los showrunners provoca monumentales patinazos, que pasan desapercibidos entre el entusiasmo colectivo. La temporada final de Breaking bad ignoraba cualquier índice de verosimilitud
. El cierre de The Wire sufría por la obsesión de Simon por su conflicto con The Baltimore Sun. En la urgencia por identificarlos como los nuevos Scorsese o Coppola, se tiende a disculpar que, de forma creciente, están reciclando trucos de los culebrones. Y que frecuentemente vampirizan ideas ajenas: ¿no es Breaking bad (2008) la versión psicópata de Weeds (2005)?
Esa es otra. Parece funcionar una selección darwiniana en el negocio de la televisión creativa. Generalizando: a las mujeres, como Jenji Kohan, inventora de Weeds, les quedan reservadas las comedías de media hora.
Son los “hombres difíciles” quienes tienen licencia para facturar y protagonizar dramas de una hora. Igual es la última batalla del general Custer: la posibilidad de ignorar el impacto del feminismo, la oportunidad para caricaturizar impunemente a los extranjeros, el desprecio de lo políticamente correcto bajo el manto de la ambigüedad
. Disfrútenlo mientras dure.
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