“Formada para obedecer a un ser tan imperfecto como el hombre, con frecuencia tan lleno de vicios y siempre tan lleno de defectos, debe aprender con anticipación incluso la injusticia y a soportar las sinrazones de un marido sin quejarse”.
Rousseau, Emilio (1752)
Buena parte de lo que ha trascendido de las respuestas que la duquesa de Palma
dio al largo interrogatorio al que fue sometida hace unos días es el
ejemplo más clarividente de cómo se perpetúa el mito del amor romántico
.
Ese que cada 14 de febrero, además, los grandes almacenes se empeñan en
recordarnos, aunque en realidad no haga falta esperar a San Valentín
.
El orden cultural dominante, que todavía sigue obedeciendo en gran
medida a los dictados del patriarcado, reproduce constantemente, en
alianza todopoderosa con el mercado, las pautas de una concepción de la
afectividad y la sexualidad ligadas a la diferenciación jerárquica entre
hombres y mujeres.
Baste con analizar como la publicidad, pero
también la mayoría de las películas que arrasan en taquilla, de las
canciones que más se escuchan en las radios fórmulas o de los culebrones
que logran millonarias audiencias, para constatar como prevalece una
concepción del amor que para las mujeres acaba suponiendo la negación de
su autonomía, la ceguera más justificada, la entrega sin condiciones al
héroe que las salva o que suple su minoría de edad.
De esta manera, y como ha sido a lo largo
de los siglos, el amor continúa siendo, como bien lo calificara Marina
Subirats, “el opio de las mujeres” (Marina Subirats y Manuel Castells, Mujeres y hombres, ¿un amor imposible? Alianza,
Madrid, 2007).
Esa razón que la razón no entiende –mucho más en el caso
de las que a lo largo de la historia se ha cuestionado su igual
racionalidad– y que justifica confianzas ciegas, renuncias
injustificables y, en el peor de los casos, hasta el sufrimiento que
supone ser víctima de la crueldad del amado.
El “contrato sexual” que en buena medida
todavía hoy sigue condicionando el “pacto social” ha prorrogado los
binarios patriarcales en los que habitan las raíces de las desigualdades
de género. Junto a los dos básicos –los que contraponen público/privado
y razón/emoción- , el que sigue distinguiendo entre el hombre sujeto y
la mujer objeto, entre el héroe y la princesa, entre el hombre
socializado en las narrativas de la conquista y la mujer domesticada en
la hipérbole de las emociones. Entre ellos, el todopoderoso amor, el que
articula dos mitades complementarias en unas estructuras jurídicas y
políticas que, por tanto, han obedecido siempre a la lógica
heteronormativa.
El hombre y la mujer como seres condenados a
entenderse, el matrimonio como contrato legitimador de la procreación,
la división sexual del trabajo en nombre de los intereses familiares
. De
ahí los obstáculos que en los sectores más conservadores y patriarcales
sigue encontrando el matrimonio entre personas del mismo sexo
o los modelos familiares alternativos al tradicional. Porque es el
sustrato social y cultural del patriarcado, y por tanto el eje esencial
del poder, el que se resiste a ser erosionado.
Debería ser alarmante, al menos para todas y
para todos los que creemos en la igual dignidad y autonomía de los
individuos con independencia de su sexo, como en las sociedades
avanzadas del siglo XXI perviven los rasgos del amor romántico y muy
especialmente como continúan muy arraigados entre los más jóvenes.
Algo
que han demostrado varias investigaciones realizadas en los últimos
años, entre las que destaca la que en 2011 publicó el Instituto Andaluz de la Mujer sobre Sexismo y Violencia de Género
.
En dicho informe se demostraba como entre los chicos y las chicas más
jóvenes pervivían los mitos del amor romántico, es decir, creencias como
que “el amor todo lo puede”, que estamos de alguna manera predestinados
a encontrar un “amor verdadero”, que “el amor es lo más importante y
requiere entrega total” y que, por supuesto, exige posesión y
exclusividad.
Unas creencias que especialmente perviven
en muchas chicas jóvenes que parecen entender que enamorarse implica
perder la autonomía y la capacidad de autodeterminación.
Negarse a sí
mismas para ser del que ama, quien por supuesto hará todo lo posible por
mantener a la mujer-objeto sometida a las riendas de su autoridad.
De
ahí la justificación de los celos y de todo tipo de control, los cuales
además se han intensificado en los últimos años a través del uso de las nuevas tecnologías y de las redes sociales.
Difícilmente lograremos unas relaciones
afectivas y sexuales plenamente igualitarias mientras que no desterremos
una concepción del amor que acaba siendo una estrategia de control
social que mantiene a las mujeres en una posición subalterna.
La que
seguimos viendo reproducida en la saga de Crepúsculo, en las
novelas de Federico Moccia y, por qué no, en las declaraciones de una
infanta que parece haber sufrido una especie de renuncia a su capacidad
de discernimiento en nombre del amor.
Tal vez esa sería la gran revolución
pendiente que, en nombre de la igualdad, deberíamos empezar a celebrar
en este San Valentín.
Mujeres y también hombres comprometidos con otra
manera de entender nuestras relaciones afectivas y sexuales
. Una
revolución que nos lleve finalmente a proclamar que en nombre de nada ni
de nadie ni ellas ni nosotros debemos renunciar a ser naranjas enteras.
Y que la aventura no es buscar la media que hipotéticamente nos hace
falta si no otra entera con la que compartir jugos, libertades y
proyectos.
Sustituida la venda del amor absoluto por la alegría de
mirarnos a los ojos sabiendo que nunca quien bien nos quiere nos hará
llorar.
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