En la negra Baltimore enferma por su corrupto y blindado puerto autónomo que se dibuja en la televisiva The wire, un alto cargo policial experimenta con un barrio, bautizado Hamsterdam,
como zona franca de droga tolerada: los bajos de las casas, con sus
famosos tramos de escalera que mueren en la calle, se convierten en las
oficinas al aire libre de los traficantes
. Los delincuentes alucinan: la policía hasta les protege en esa área delimitada
. La clave del ensayo (que desconoce el consistorio entero) está en que antes la misma policía ha vaciado el barrio de todos los vecinos decentes que quedaban en la ya degradada zona, reubicándolos por la ciudad. Algo de esa ficción se huele en la vida real de grandes ciudades
. Por ejemplo, Barcelona. Con esa sensación salió más de una de las 250 personas que abarrotaban la sala de actos del Colegio de Arquitectos de Cataluña que acogió la sugerente mesa redonda Ciudad y delito: La prevención del crimen y del delito a través del urbanismo, enésima demostración de la imaginación de los organizadores del encuentro BCNegra.
Itziar González podría ser un personaje de la serie: fue concejal del literario negrocriminal distrito de Ciutat Vella de Barcelona entre 2007 y 2010, cargo que abandonó por diferencias con la alcaldía y amenazas de muerte de mafias.
Todo porque, entre otras cosas, se le ocurrió hacer una cartografía del crimen del histórico Raval barcelonés y sus aledaños.
Y denunciar y combatir lo que se deducía de él. De novela, vamos. “Barcelona hoy ya no es vista como una ciudad para vivir sino para blanquear dinero: el mayor crimen que se comete ahora en sus calles es la especulación, que está acabando con ella”, soltó ante la estupefacta mirada de su contertulio Joan Miquel Capell, doctor en derecho y comisario de los Mossos d’Esquadra. Era fuego a discreción:
“Las mafias están leyendo mejor la ciudad que los políticos: la actividad mafiosa copa los bajos de calles enteras con negocios iguales de colmados o cadenas extrañas de supermercados y fast-foods misteriosos que son de las mismas personas; con ello se vacían las calles de vecinos, que son los que con su vida y su actividad y su complejidad hacen un uso social de la ciudad y la controlan; cuando hay uso social de la calle la policía no es necesaria en ella”.
Como apunta el veterano del género Andreu Martín en su Sociedad negra, donde novela sobre crímenes de una potencial mafia china en Barcelona que tiene uno de sus enclaves en el área marítima de la ciudad, la exconcejal apuntó hacia las actividades reales del puerto catalán:
“No hace falta ser muy listo: el puerto es el de una ciudad mediterránea con su zona franca, con su propia policía, sin control ciudadano; no sabemos qué entra ni que sale de él; solo se puede constatar que a mayor crecimiento del puerto más actividad económica criminal hay en Ciutat Vella”. ¿Los muelles de Baltimore, a la catalana?
Las tiendas de souvenirs extraños, fast-foods misteriosos y otros locales ambiguos se justifican como servicio a “un centro histórico que se ha convertido en parque temático para el turismo, en realidad una población flotante que no usa la ciudad, luego no la controla, no denuncia o reclama, no hace política en ella”, lanza González.
El futuro de una dinámica así es “el vaciado absoluto del centro histórico de la ciudad, en unos no habrá vecinos, como ya ha ocurrido en Venecia; y si no hay gente en el barrio no hay policía social”, respondió a la inquietud de la expolítica Francesc Muñoz, profesor de Geografía Urbana y director del Observatorio de la Urbanización de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Muñoz defiende que es más la gestión del espacio urbano que las medidas arquitectónicas preventivas (rejas, mobiliario urbano incómodo o punzante...) lo que reduce el delito. “La arquitectura fracasará siempre si sólo se fija en la forma preventiva”, suelta. También rompe otro tópico
: “Mucha gente abandona las grandes aglomeraciones, las ciudades compactas porque aseguran que generan mucho crimen y se mudan a urbanizaciones de casas aisladas, a los paraísos de las unifamiliares; y ahí el crimen es tanto mayor por los espacios entre vecinos, la falta de fuerzas policiales y el aislamiento entre viviendas”, dice mientras no puede evitar ilustrarlo con el libro (y la película) Revolutionary road, de Richard Yates, o con la más cinematográfica American beauty.
Muñoz sabe dos cosas sobre el crimen y el urbanismo: “Si la ciudad no tiene seguridad, su espacio sólo será utilizado por aquellos que ostenten el monopolio de la violencia o por los grupos sociales con dinero para poder pagarse su seguridad”. También sabe cómo el diseño, la forma de la urbe, puede marcar hasta la estética de la violencia urbana: ahí están Bullitt y las persecuciones en coche por las montañas rusas de las calles de San Francisco, o The French connection, con la vertiginosa y claustrofóbica violencia de los trenes elevados de Nueva York, por poner sólo dos casos.
Y cita sin decir cómo descendió la violencia en una localidad de la provincia de Barcelona en el espacio que dejaban entre sí una biblioteca, un hospital y el mercado municipal: sólo cambiar en cada uno de los edificios su entrada principal y colocarla de cara al hasta entonces espacio conflictivo redujo la criminalidad en un porcentaje espectacular: “Es el uso del espacio lo que nos da la seguridad”, resume.
De formas urbanas también habló el comisario Capell, que al pasear virtualmente por las calles de Barcelona para constatar los obstáculos reales con que se encuentra la policía en su quehacer diario acabó regalando un impagable manual de recursos para los aprendices de escritores del género negro: que las construcciones de interiores de manzana como los del Eixample barcelonés facilitan la impunidad criminal porque las patrullas no ven desde las calles; que las paradas de autobuses de cristal transparente, la misma estrategia adoptada ahora por las oficinas bancarias, les permite divisar desde fuera su interior y evitar atracos en ellas; que la manía de los supermercados de tapar sus cristaleras con un sinfín de carteles de ofertas facilita la labor del delincuente; que han pedido a los ayuntamientos que las tapas de los alcantarillados gocen de un sistema de fijación más seguro para que dejen de ser utilizadas para alunizajes contra escaparates de joyerías; que cuando llueve bajan los hurtos, que suelen ser más habituales a las 5 de la tarde que a las 19.30 y más en miércoles que en jueves, y que entre los 5,4 kilómetros que separan dos localidades de la costa Brava como Pals y Begur hay 53 urbanizaciones, con una ocupación media de 17 días al año.
O sea, pueblos desiertos...
A la salida del acto, un buen lector negrocriminal no podía dejar de pensar en cómo se las arreglarían hoy Ataud Ed Johnson y Sepulturero Jones, los duros policías de Chester Himes, por ese concurrido Harlem, “ese hervidero donde quien sumerja la mano, retira un muñón”, construido a base de paredes de papel, calles no muy amplias y ventanas indiscretas donde todos se conocían y donde siempre hallaban a algún chota (confidente) que había visto, oído o olido algo que les ponía sobre la pista. Con el urbanismo de hoy les sería, al parecer, algo más difícil...
. Los delincuentes alucinan: la policía hasta les protege en esa área delimitada
. La clave del ensayo (que desconoce el consistorio entero) está en que antes la misma policía ha vaciado el barrio de todos los vecinos decentes que quedaban en la ya degradada zona, reubicándolos por la ciudad. Algo de esa ficción se huele en la vida real de grandes ciudades
. Por ejemplo, Barcelona. Con esa sensación salió más de una de las 250 personas que abarrotaban la sala de actos del Colegio de Arquitectos de Cataluña que acogió la sugerente mesa redonda Ciudad y delito: La prevención del crimen y del delito a través del urbanismo, enésima demostración de la imaginación de los organizadores del encuentro BCNegra.
Itziar González podría ser un personaje de la serie: fue concejal del literario negrocriminal distrito de Ciutat Vella de Barcelona entre 2007 y 2010, cargo que abandonó por diferencias con la alcaldía y amenazas de muerte de mafias.
Todo porque, entre otras cosas, se le ocurrió hacer una cartografía del crimen del histórico Raval barcelonés y sus aledaños.
Y denunciar y combatir lo que se deducía de él. De novela, vamos. “Barcelona hoy ya no es vista como una ciudad para vivir sino para blanquear dinero: el mayor crimen que se comete ahora en sus calles es la especulación, que está acabando con ella”, soltó ante la estupefacta mirada de su contertulio Joan Miquel Capell, doctor en derecho y comisario de los Mossos d’Esquadra. Era fuego a discreción:
“Las mafias están leyendo mejor la ciudad que los políticos: la actividad mafiosa copa los bajos de calles enteras con negocios iguales de colmados o cadenas extrañas de supermercados y fast-foods misteriosos que son de las mismas personas; con ello se vacían las calles de vecinos, que son los que con su vida y su actividad y su complejidad hacen un uso social de la ciudad y la controlan; cuando hay uso social de la calle la policía no es necesaria en ella”.
Como apunta el veterano del género Andreu Martín en su Sociedad negra, donde novela sobre crímenes de una potencial mafia china en Barcelona que tiene uno de sus enclaves en el área marítima de la ciudad, la exconcejal apuntó hacia las actividades reales del puerto catalán:
“No hace falta ser muy listo: el puerto es el de una ciudad mediterránea con su zona franca, con su propia policía, sin control ciudadano; no sabemos qué entra ni que sale de él; solo se puede constatar que a mayor crecimiento del puerto más actividad económica criminal hay en Ciutat Vella”. ¿Los muelles de Baltimore, a la catalana?
Las tiendas de souvenirs extraños, fast-foods misteriosos y otros locales ambiguos se justifican como servicio a “un centro histórico que se ha convertido en parque temático para el turismo, en realidad una población flotante que no usa la ciudad, luego no la controla, no denuncia o reclama, no hace política en ella”, lanza González.
El futuro de una dinámica así es “el vaciado absoluto del centro histórico de la ciudad, en unos no habrá vecinos, como ya ha ocurrido en Venecia; y si no hay gente en el barrio no hay policía social”, respondió a la inquietud de la expolítica Francesc Muñoz, profesor de Geografía Urbana y director del Observatorio de la Urbanización de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Muñoz defiende que es más la gestión del espacio urbano que las medidas arquitectónicas preventivas (rejas, mobiliario urbano incómodo o punzante...) lo que reduce el delito. “La arquitectura fracasará siempre si sólo se fija en la forma preventiva”, suelta. También rompe otro tópico
: “Mucha gente abandona las grandes aglomeraciones, las ciudades compactas porque aseguran que generan mucho crimen y se mudan a urbanizaciones de casas aisladas, a los paraísos de las unifamiliares; y ahí el crimen es tanto mayor por los espacios entre vecinos, la falta de fuerzas policiales y el aislamiento entre viviendas”, dice mientras no puede evitar ilustrarlo con el libro (y la película) Revolutionary road, de Richard Yates, o con la más cinematográfica American beauty.
Muñoz sabe dos cosas sobre el crimen y el urbanismo: “Si la ciudad no tiene seguridad, su espacio sólo será utilizado por aquellos que ostenten el monopolio de la violencia o por los grupos sociales con dinero para poder pagarse su seguridad”. También sabe cómo el diseño, la forma de la urbe, puede marcar hasta la estética de la violencia urbana: ahí están Bullitt y las persecuciones en coche por las montañas rusas de las calles de San Francisco, o The French connection, con la vertiginosa y claustrofóbica violencia de los trenes elevados de Nueva York, por poner sólo dos casos.
Y cita sin decir cómo descendió la violencia en una localidad de la provincia de Barcelona en el espacio que dejaban entre sí una biblioteca, un hospital y el mercado municipal: sólo cambiar en cada uno de los edificios su entrada principal y colocarla de cara al hasta entonces espacio conflictivo redujo la criminalidad en un porcentaje espectacular: “Es el uso del espacio lo que nos da la seguridad”, resume.
De formas urbanas también habló el comisario Capell, que al pasear virtualmente por las calles de Barcelona para constatar los obstáculos reales con que se encuentra la policía en su quehacer diario acabó regalando un impagable manual de recursos para los aprendices de escritores del género negro: que las construcciones de interiores de manzana como los del Eixample barcelonés facilitan la impunidad criminal porque las patrullas no ven desde las calles; que las paradas de autobuses de cristal transparente, la misma estrategia adoptada ahora por las oficinas bancarias, les permite divisar desde fuera su interior y evitar atracos en ellas; que la manía de los supermercados de tapar sus cristaleras con un sinfín de carteles de ofertas facilita la labor del delincuente; que han pedido a los ayuntamientos que las tapas de los alcantarillados gocen de un sistema de fijación más seguro para que dejen de ser utilizadas para alunizajes contra escaparates de joyerías; que cuando llueve bajan los hurtos, que suelen ser más habituales a las 5 de la tarde que a las 19.30 y más en miércoles que en jueves, y que entre los 5,4 kilómetros que separan dos localidades de la costa Brava como Pals y Begur hay 53 urbanizaciones, con una ocupación media de 17 días al año.
O sea, pueblos desiertos...
A la salida del acto, un buen lector negrocriminal no podía dejar de pensar en cómo se las arreglarían hoy Ataud Ed Johnson y Sepulturero Jones, los duros policías de Chester Himes, por ese concurrido Harlem, “ese hervidero donde quien sumerja la mano, retira un muñón”, construido a base de paredes de papel, calles no muy amplias y ventanas indiscretas donde todos se conocían y donde siempre hallaban a algún chota (confidente) que había visto, oído o olido algo que les ponía sobre la pista. Con el urbanismo de hoy les sería, al parecer, algo más difícil...
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