Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

27 ene 2014

La RAE se sube a las tablas

José Luis Gómez ingresa en la Academia con un canto al oficio del cómico y con un vivo recuerdo a Francisco Ayala, a quien sustituye en el sillón Z.

El actor José Luis Gómez a su llegada al acto de ingreso en la Real Academia Española. / Santi Burgos

La verdad escénica, el veneno del teatro, “purgador, sanador, catártico”, cruzó ayer las sólidas puertas de la RAE para poner al servicio de la lengua el oficio de los cómicos. José Luis Gómez leyó su discurso de ingreso,
 Breviario de teatro para espectadores activos,contestado por el académico Juan Luis Cebrián, ante un público que escuchó su canto de amor a ese “formidable juego simbólico”, el teatro.
 Una lectura pausada y ceremoniosa, a la altura de un actor imbuido de una misión: llevar su oficio a la casa de las palabras
. Citando a Peter Brook o Stanislavsky, entre otros maestros, desgranó la esencia de su trabajo: su belleza (“Es como la mano en el guante, separada pero inseparable; el papel alimenta cada una de las células del actor, pero no lo aprisiona; en el interior del papel es libre y altamente consciente”); sus contradicciones (“El actor lidia con caracteres de lobo y con caracteres de cordero: en realidad ambas energías, la del lobo y la del cordero, están en todos ellos, como lo están en nosotros mismos”) y su eterna paradoja (“¿Quién es el autor de las palabras que están en el aire y que se quedan en el cuerpo para constituirse con ellas?
 La esencia del actor se constituye en esta paradoja y este la asume dentro de su cuerpo para constituir la verdad espiritual de su mundo.
 El actor sabe que las palabras que utiliza no son suyas, pero en momentos de gracia lo olvida y cree profundamente que lo son”).
 Pero quizá el momento más emocionante fue cuando José Luis Gómez volvió a tocar el timbre de la casa de Francisco Ayala, el escritor al que ahora sucede en el sillón Z de la RAE y cuya viuda, Caroline Richmond, se encontraba entre el público.
 La figura del autor de Recuerdos y olvidos planeó ayer con esa fuerte intensidad de las cuentas no saldadas.
 “Al abrirme ustedes las puertas de esta casa, y darme la oportunidad de sentarme en el mismo sillón que ocupó don Francisco Ayala, he podido, siquiera sea en mi imaginación, pulsar de nuevo el timbre y traspasar el umbral de su casa, aquel inolvidable tercero derecha de la calle del Marqués de Cubas, número 6, cuya puerta una vez dejé que se cerrara”.
 En 1975 Gómez (que ya había logrado la colaboración de otro académico, Camilo José Cela, para la traducción del francés de La resistible ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht) fue a casa de Ayala buscando el mismo resultado para traducir del alemán un Woyzeck de Büchner
. Ayala le trató con máxima amabilidad y elegancia y accedió a la traducción, pero, aunque estaba escrita en un español modélico, no funcionaba para el teatro y el actor decidió embarcarse él mismo en la tarea y no utilizar la traducción de “don Francisco”.
 Viajó a América Latina con la obra, pero al volver a España decidió no estrenarlo, insatisfecho con su propia traducción y con el resquemor por su falta hacia el viejo escritor.
“Así se cerró una puerta, por mi propia cortedad, a la que ya no me atreví a llamar en los años siguientes
. A lo sumo acerqué la mano al timbre, pero no me atreví a pulsarlo”.
Esta confesión inédita la escucharon, entre académicos y amigos, muchos de los suyos: actores como Aitana Sánchez-Gijón, Núria Espert, Julia Gutiérrez Caba, Carmen Machi, José Sacristán o Pilar Bardem o autores como Sanchis Sinisterra.
 Todos lo arroparon desde su entrada en el salón de actos de la mano del traductor Miguel Sáenz y la novelista Carme Riera.
 Ante ellos, Cebrián dio la bienvenida al actor: “Bienvenido sea en su condición de intérprete de la lengua, y como auténtico creador en el más genuino y original sentido del término: el que define a quien da la vida”.
 Una vida que Gómez decidió dar allí mismo al Sordo de Triana de Valle-Inclán, un trozo “grandioso y poco conocido” del teatro español que usó para cerrar su discurso y cuyo lamento traspasó los centenarios muros de mármol, poco acostumbrados a los fuegos de un cómico.

 

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