Las novelas, se dijo hace ya mucho, cuentan, entre otras cosas, la
vida privada de las naciones, y lo más curioso es que a mi parecer la
cuentan mejor y más nítidamente las que no nacen con ese ánimo, las que
no pretenden ser realistas ni costumbristas ni trazar un “fresco” de su
época.
Yo veo mejor el Londres del siglo XIX en las obras de Dickens, llenas de personajes estrafalarios e inverosímiles, de casualidades que bordean lo inaceptable y de exageraciones sin cuento, que el Madrid de Galdós, que a menudo me resulta acartonado, sobre todo en tantos diálogos impasables y en tantas estampas apegadas en exceso a la literalidad de su tiempo, es decir, al reportaje.
Uno de los reproches más tontos y rancios que se pueden hacer a una ficción (todavía increíblemente frecuente) es señalar que la gente no habla “así”, esto es, como los personajes.
Dan ganas de contestar: “Pues claro que no, por fortuna
. Una pieza literaria es siempre un artificio, un destilado de la realidad, algo calculado y despojado del soporífero ritmo del habla verdadera. La cortesía del autor es no obligarnos a tragarnos lo que ya conocemos y padecemos en la vida diaria.
La reproducción exacta de las peculiaridades verbales de los individuos (eso que tanto elogian los críticos rudimentarios, que cada personaje tenga ‘su voz reconocible’) no deja de ser un abuso y una grosería”.
Pero me he ido por las ramas.
Quizá una de las razones por las que hoy vemos tantas series televisivas es que son éstas las que mejor nos muestran cómo son las sociedades actuales, sobre todo –de nuevo– las que no aspiran a ser “documentos”. Al fin y al cabo la realidad se cuela por todas partes, querámoslo o no, por lo que empeñarse en meterla con sus pormenores es una redundancia que además condena a la obra en cuestión a envejecer a velocidad de vértigo. Está más viva y nos dice más de Francia la estilización de Proust que el naturalismo de Zola, con todas sus “comprobaciones”
. Ahora veo House of Cards, esa serie política con Kevin Spacey, y me llama la atención un pequeño episodio que revela mucho: una joven va en su coche; al pasar junto a un depósito de agua con forma de melocotón inmenso, envía un SMS a su novio con la gracia que se le ha ocurrido (“Cuando lo ves, ¿no te recuerda a un culo gigante?”), y se estrella.
Un político rival primero, pero luego también los padres de la joven y la comunidad en pleno se lanzan a culpar del accidente a Spacey, por haberse opuesto en su día a que se derribara “el melocotonoide”, como es llamado.
La responsable de su muerte no es en modo alguno la joven, por haberse distraído y puesto a manipular el móvil mientras conducía. La culpa es del depósito, por estar ahí, tan llamativo, y de quien impidió que se demoliera, y a nadie parece caberle la menor duda de eso.
Sólo a Spacey, que sin embargo no osa argumentar públicamente lo que es de sentido común.
De hacerlo, habría sido linchado o poco menos.
Me temo que ese episodio refleja, sin subrayados, lo que está aconteciendo en nuestras sociedades, que reclaman una minoría de edad y una tutela permanentes para los ciudadanos
. Hace más de veinte años (he utilizado ese ejemplo en otros artículos) leí en Time lo siguiente: un ladrón se cuela en un aparcamiento, roba un coche, sale a toda pastilla y se empotra en un árbol; queda malherido y ha de pasar en el hospital varios meses; entonces demanda al aparcamiento por no haber tenido la vigilancia suficiente para haberle impedido robar el automóvil; de haber sido más cuidadosos, él no lo podría haber afanado, no habría salido escopetado ni habría sufrido roturas múltiples.
El juez de turno admite a trámite la demanda, lo cual ya es asombroso.
Todo lo estadounidense nos acaba llegando, sobre todo lo pésimo.
Leo una carta en el diario que, a propósito de la tragedia del Madrid Arena, dice esto: “Ayer escuché por radio los testimonios de algunos jóvenes que denunciaban indignados que nadie les pidió el DNI a la entrada ni les pusieron trabas para pasar con recipientes de bebidas de hasta cinco litros …” Hay motivos para estar “indignado” con la organización de aquella fiesta y con la alcaldesa Botella.
Pero la palabra choca en ese contexto, porque me imagino que en su momento esos jóvenes se frotaban las manos ante tantas facilidades y negligencias, y también choca que al redactor de la carta le parezca natural esa indignación a posteriori.
¡Tenían que habernos pedido el DNI y habernos prohibido el acceso!
¡Y habernos obligado a dejar fuera nuestros cinco litros! Recuerda demasiado a la actitud del ladrón americano: ¡cómo es que se me permitió robar un coche!
A este paso, y salvando las insalvables distancias, los violadores excarcelados tras la invalidación de la doctrina Parot mal aplicada, podrán exclamar airados: ¿cómo es que no me pararon cuando forcé a dieciocho mujeres?
La culpa no es mía.
Si acaso de ellas, por existir y salir a la calle.
Y lo mismo los terroristas de ETA: ¿cómo es que la policía no estuvo atenta y pude colocar una bomba? ¡Tenían que haberme interceptado!
Si yo fuera Director de Tráfico, estaría temblando, porque cualquier individuo siniestrado podría espetarme: ¿cómo es que colocaron ustedes un cartel que ponía “Madrid 50 km”? Me distraje intentando dilucidar qué significaba esa misteriosa abreviatura, “km”
. A quién se le ocurre tamaña imprudencia, ponernos jeroglíficos mientras conducimos.
elpaissemanal@elpais.es
Yo veo mejor el Londres del siglo XIX en las obras de Dickens, llenas de personajes estrafalarios e inverosímiles, de casualidades que bordean lo inaceptable y de exageraciones sin cuento, que el Madrid de Galdós, que a menudo me resulta acartonado, sobre todo en tantos diálogos impasables y en tantas estampas apegadas en exceso a la literalidad de su tiempo, es decir, al reportaje.
Uno de los reproches más tontos y rancios que se pueden hacer a una ficción (todavía increíblemente frecuente) es señalar que la gente no habla “así”, esto es, como los personajes.
Dan ganas de contestar: “Pues claro que no, por fortuna
. Una pieza literaria es siempre un artificio, un destilado de la realidad, algo calculado y despojado del soporífero ritmo del habla verdadera. La cortesía del autor es no obligarnos a tragarnos lo que ya conocemos y padecemos en la vida diaria.
La reproducción exacta de las peculiaridades verbales de los individuos (eso que tanto elogian los críticos rudimentarios, que cada personaje tenga ‘su voz reconocible’) no deja de ser un abuso y una grosería”.
Pero me he ido por las ramas.
Quizá una de las razones por las que hoy vemos tantas series televisivas es que son éstas las que mejor nos muestran cómo son las sociedades actuales, sobre todo –de nuevo– las que no aspiran a ser “documentos”. Al fin y al cabo la realidad se cuela por todas partes, querámoslo o no, por lo que empeñarse en meterla con sus pormenores es una redundancia que además condena a la obra en cuestión a envejecer a velocidad de vértigo. Está más viva y nos dice más de Francia la estilización de Proust que el naturalismo de Zola, con todas sus “comprobaciones”
. Ahora veo House of Cards, esa serie política con Kevin Spacey, y me llama la atención un pequeño episodio que revela mucho: una joven va en su coche; al pasar junto a un depósito de agua con forma de melocotón inmenso, envía un SMS a su novio con la gracia que se le ha ocurrido (“Cuando lo ves, ¿no te recuerda a un culo gigante?”), y se estrella.
Un político rival primero, pero luego también los padres de la joven y la comunidad en pleno se lanzan a culpar del accidente a Spacey, por haberse opuesto en su día a que se derribara “el melocotonoide”, como es llamado.
La responsable de su muerte no es en modo alguno la joven, por haberse distraído y puesto a manipular el móvil mientras conducía. La culpa es del depósito, por estar ahí, tan llamativo, y de quien impidió que se demoliera, y a nadie parece caberle la menor duda de eso.
Sólo a Spacey, que sin embargo no osa argumentar públicamente lo que es de sentido común.
De hacerlo, habría sido linchado o poco menos.
Me temo que ese episodio refleja, sin subrayados, lo que está aconteciendo en nuestras sociedades, que reclaman una minoría de edad y una tutela permanentes para los ciudadanos
. Hace más de veinte años (he utilizado ese ejemplo en otros artículos) leí en Time lo siguiente: un ladrón se cuela en un aparcamiento, roba un coche, sale a toda pastilla y se empotra en un árbol; queda malherido y ha de pasar en el hospital varios meses; entonces demanda al aparcamiento por no haber tenido la vigilancia suficiente para haberle impedido robar el automóvil; de haber sido más cuidadosos, él no lo podría haber afanado, no habría salido escopetado ni habría sufrido roturas múltiples.
El juez de turno admite a trámite la demanda, lo cual ya es asombroso.
Todo lo estadounidense nos acaba llegando, sobre todo lo pésimo.
Leo una carta en el diario que, a propósito de la tragedia del Madrid Arena, dice esto: “Ayer escuché por radio los testimonios de algunos jóvenes que denunciaban indignados que nadie les pidió el DNI a la entrada ni les pusieron trabas para pasar con recipientes de bebidas de hasta cinco litros …” Hay motivos para estar “indignado” con la organización de aquella fiesta y con la alcaldesa Botella.
Pero la palabra choca en ese contexto, porque me imagino que en su momento esos jóvenes se frotaban las manos ante tantas facilidades y negligencias, y también choca que al redactor de la carta le parezca natural esa indignación a posteriori.
¡Tenían que habernos pedido el DNI y habernos prohibido el acceso!
¡Y habernos obligado a dejar fuera nuestros cinco litros! Recuerda demasiado a la actitud del ladrón americano: ¡cómo es que se me permitió robar un coche!
A este paso, y salvando las insalvables distancias, los violadores excarcelados tras la invalidación de la doctrina Parot mal aplicada, podrán exclamar airados: ¿cómo es que no me pararon cuando forcé a dieciocho mujeres?
La culpa no es mía.
Si acaso de ellas, por existir y salir a la calle.
Y lo mismo los terroristas de ETA: ¿cómo es que la policía no estuvo atenta y pude colocar una bomba? ¡Tenían que haberme interceptado!
Si yo fuera Director de Tráfico, estaría temblando, porque cualquier individuo siniestrado podría espetarme: ¿cómo es que colocaron ustedes un cartel que ponía “Madrid 50 km”? Me distraje intentando dilucidar qué significaba esa misteriosa abreviatura, “km”
. A quién se le ocurre tamaña imprudencia, ponernos jeroglíficos mientras conducimos.
elpaissemanal@elpais.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario