Si Jennifer Fisher
hubiera vivido en la Europa medieval, probablemente habría encargado un
anillo sello de los que llevaban algunos caballeros con las iniciales
grabadas en caligrafía historiada.
Pero cuando esta californiana de
nacimiento (y neoyorquina de adopción) trataba de perpetuar un recuerdo
en forma de joya, en 2005, no encontró nada a su medida.
Licenciada en Empresariales y
estilista de series televisivas, esta decidida rubia no pensó en
rendirse. Su espíritu de lucha estaba fuera de duda.
A los 30 años, al
poco tiempo de haber conocido al hombre que acabaría por convertirse en
su esposo, Fisher fue diagnosticada con un sarcoma, había peleado contra
el cáncer sin dejar de trabajar ni un día y cuando su oncólogo le
desaconsejó que pasara por un embarazo (el estrógeno podía reactivar la
enfermedad) buscó con ahínco un vientre de alquiler.
Hubo dos intentos
fallidos, parecía que sus óvulos habían quedado afectados por la intensa
quimioterapia. Mientras buscaba una mujer parecida a ella que pudiera
ser donante se quedó embarazada, y nueve meses después nació Shane.
Pero
la chapa-amuleto con la que quería celebrar a su hijo no existía ahí
fuera, así que decidió diseñarla y hacerla. “Llevaba ese amuleto en una
cadena muy larga, y aquello se convirtió en el centro de todas las
conversaciones. Una y otra vez me preguntaban por mi colgante, que dónde
lo había comprado y si podía conseguirles uno, así que empecé a
hacerlos y venderlos”, cuenta sentada en su estudio del Soho una tarde
de septiembre.
Han pasado siete años, y Fisher
sigue fabricando sus piezas de oro en el distrito joyero de Manhattan.
Una segunda línea en latón pulido se hace en Rhode Island. Las chapas
grabadas y personalizadas forman parte de los cerca de 4.000 artículos
con los que cuenta su marca, desplegados en las vitrinas de terciopelo
negro que rodean su estudio neoyorquino. “Son alhajas que representan
algo para quien las lleva”, dice. Una metáfora, alusión o resumen
personal e intransferible.
Fisher lleva una coleta y poco
maquillaje, pantalones de aire motorista, botas, una camiseta escotada
de tirantes y una chaqueta verde guateada
. A este conjunto sobrio,
práctico y urbano ha añadido más de dos decenas de piezas de joyería.
De
la cadena dorada cuelgan 15 amuletos, varias chapas de oro y círculos,
con distintas leyendas y fechas, colgantes con forma de ramas y siluetas
de formas geométricas con pequeños diamantes, lleva brazaletes en
distintos tonos de oro, uno de los cuales está unido a uno de los
anillos que decoran sus manos
. Por difícil que parezca, el caso es que
el estilismo resulta armonioso, y nada estridente ni opulento.
“Es
cuestión de crear capas, como con la ropa, pero con joyas.
Mi idea
siempre es que haya múltiples anillos, pulseras o amuletos y que puedas
ponerte uno o diez, combinarlos como quieras y ponértelos sin parar”,
explica. “Todo el mundo se puede poner una sola gran pieza, pero eso no
te permite expresar tu personalidad, aportar algo tuyo”
. Cuenta que esa
misma mañana vio en la cola del supermercado a una mujer que llevaba sus
diseños y, aunque feliz al verlo, no se atrevió a decir nada.
A veces
no acaban de convencerle las combinaciones que sus clientas hacen, pero a
esta estilista retirada le gusta que su marca ofrezca la libertad
necesaria para que cada cual se exprese como quiera.
Es precisamente esa combinación
o mezcla de piezas, ese arte casi mágico, el principio que rige el
trabajo de Fisher. Sus joyas se venden en los almacenes Barneys New
York, en su estudio y en su página web.
“Cerca del 95% de nuestro negocio es comercio electrónico”, dice antes
de añadir que en el nuevo portal que lanzará a mediados de octubre, los
clientes podrán experimentar, probar y crear combinaciones virtuales.
También anda buscando un local en el barrio neoyorquino de Meatpacking,
porque piensa que una tienda es un paso definitivo para legitimarse
.
Dentro del estilo Fisher –sobrio, urbano, geométrico, con un muy
tamizado aire femenino y sin apenas colores– hay espacio para
apropiarse de las piezas, no solo mediante la compra, sino por medio de
la combinación y del grabado, dos viejas costumbres en el arte de la
joyería a las que ella ha sabido darles un giro particular.
La nominación en 2012 de su marca como una de las 10 finalistas al programa de ayuda a firmas emergentes del Council of Fashion Designers of America (CFDA)
fue un paso definitivo para reafirmar su empeño. Este otoño viajará a
París amparada por la organización. Aunque sus joyas se venden por todo
el mundo gracias a Internet, la californiana siente que ha entrado en
una nueva liga.
Habladora, cálida y expresiva,
Fisher cuenta que hasta que empezó a diseñar nunca había usado joyas.
“Lo que veía por ahí me parecía muy comercial. Crecí en California y no
conectaba con los grandes nombres”, explica.
“Es algo muy personal.
Nadie las lleva de la misma manera, para determinada gente tiene que ver
con la marca, como símbolo de estatus, se trata más de demostrar
riqueza que de otra cosa”.
La sensibilidad de Fisher está en las
antípodas de esto.
Dice que diseña pensando en lo que a ella le gustaría
ponerse, encuentra inspiración en las formas geométricas, en los
edificios, tanques de agua y aceras de Nueva York
. No se fija tanto en
lo que llevan las chicas, pero esta ciudad y sus mujeres son el contexto
indiscutible y el público de sus creaciones: “Hay un halo de poder en
torno a ellas, las mujeres aquí son duras y se merecen todo mi respeto
.
Las joyas, muchas veces sirven como una armadura”, reflexiona.
Alicia Keys, Beyoncé y Rihanna forman parte de las extensa lista de
clientas famosas de Fisher, en la que también se encuentran Liv Tyler o
Naomi Watts.Dice que encuentra interesante el carácter algo provocador y arriesgado que las cantantes negras han infundido a su marca, curiosamente más asociada a las estrellas de la música que a las del cine. “Las estilistas juegan un papel fundamental en todo esto, porque son quienes llevan tus piezas a sus clientas.
A Rihanna, yo no la conocía, y un buen día me llamó por teléfono una dependienta de una de mis tiendas favoritas del Soho.
Era amiga de Rihanna del colegio y me dijo que si podían subir a verme a mi estudio”.
Las joyas, según Fisher, deben reflejar tu personalidad, y ella no tiene miedo de expresar su fuerza, sin atisbo de cursilería.
Franca, abierta, decidida, entre su selección de colgantes no hay animalitos, ni flores. Rechaza de plano las piedras preciosas: “Para mí, representan el mundo de las tendencias en joyería, y por eso no trabajo con ellas. Yo quiero hacer algo que sea un clásico y que quien lo compre no acabe metiéndolo en un cajón porque se ha pasado esa moda. Estas piezas son caras y deben durar más allá de la tendencia”. Las calaveras son uno de sus símbolos favoritos
. Las emplea en pulseras, colgantes y anillos, pero rechaza la etiqueta de gótica o punki. “Crecí en una zona con fuerte presencia mexicana. Una de las caligrafías que empleo se llama letra mexicana”, dice. “Siento que las calaveras dan buena suerte, y son un recordatorio de que al final todos somos iguales, tenemos los mismos huesos bajo la cara”
. Antes de despedirse, Fisher elabora un poco más: “Las joyas han estado ahí siempre.
Hay un deseo universal por ellas que se remonta a la antigüedad y abarca todas las culturas, pero los adornos expresan tu individualidad”.
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