Tengo ante mí dos aspectos de la mirada del pintor José Hernández
Muñoz
. En una, la que corresponde a los cuadros de los que partió su cubierta para el libro Cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti, aparece su interpretación del desastre, un territorio devastado cuya deconstrucción rabiosa, minuciosa, es una metáfora de lo que el libro lleva dentro, aquella acostumbrada decepción telúrica del escritor uruguayo, tan rabiosamente melancólico y desolado
. En la otra, aparece el José Hernández constructor de espacios ya conocidos, en este caso la casa natal de Juan Rulfo en Jalisco
. Ahí la pluma del extraordinario dibujante se ocupó de cada una de las superficies de aquella vivienda grande y vieja como si estuviera tratando de hallarle las venas del pasado al autor de Pedro Páramo.
Con la misma pasión escéptica del escritor mexicano, Pepe practicó la paciencia como una de sus bellas artes, y de la misma manera que para Onetti servía su mirada para advertir los restos del naufragio onettiano, aquí, en el origen de Rulfo, lo que pretendió fue ir a la raíz de la escritura de este hombre que veía en todo la presencia de un fantasma con el que habían convivido incluso las paredes, y los techados, y el musgo, de su lugar de nacimiento, y aún más atrás.
Siempre me conmovieron esas dos miradas tan minuciosas, hacia la destrucción y hacia la reconstrucción.
Y es curioso que este hombre tan buen hablador, tan simpático, tan artista y tan generoso, venga a mí de la mano, y de los ojos, de dos grandes amigos, Juan Carlos y Juan, que juntos practicaban el silencio habitado como su manera de estar en la vida. Un apunte más: en esa mirada de José Hernández, en la suya propia, había siempre una chispa de alegría, un conato siempre realizado de generosidad mirando.
La deja entre nosotros y es inolvidable.
. En una, la que corresponde a los cuadros de los que partió su cubierta para el libro Cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti, aparece su interpretación del desastre, un territorio devastado cuya deconstrucción rabiosa, minuciosa, es una metáfora de lo que el libro lleva dentro, aquella acostumbrada decepción telúrica del escritor uruguayo, tan rabiosamente melancólico y desolado
. En la otra, aparece el José Hernández constructor de espacios ya conocidos, en este caso la casa natal de Juan Rulfo en Jalisco
. Ahí la pluma del extraordinario dibujante se ocupó de cada una de las superficies de aquella vivienda grande y vieja como si estuviera tratando de hallarle las venas del pasado al autor de Pedro Páramo.
Con la misma pasión escéptica del escritor mexicano, Pepe practicó la paciencia como una de sus bellas artes, y de la misma manera que para Onetti servía su mirada para advertir los restos del naufragio onettiano, aquí, en el origen de Rulfo, lo que pretendió fue ir a la raíz de la escritura de este hombre que veía en todo la presencia de un fantasma con el que habían convivido incluso las paredes, y los techados, y el musgo, de su lugar de nacimiento, y aún más atrás.
Siempre me conmovieron esas dos miradas tan minuciosas, hacia la destrucción y hacia la reconstrucción.
Y es curioso que este hombre tan buen hablador, tan simpático, tan artista y tan generoso, venga a mí de la mano, y de los ojos, de dos grandes amigos, Juan Carlos y Juan, que juntos practicaban el silencio habitado como su manera de estar en la vida. Un apunte más: en esa mirada de José Hernández, en la suya propia, había siempre una chispa de alegría, un conato siempre realizado de generosidad mirando.
La deja entre nosotros y es inolvidable.
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