Debajo de la escritura lisa y serena de Alice Munro hay siempre algo
compulsivo; un regreso permanente a ciertos escenarios y a ciertos
temas; una exploración reiterada a lo largo de muchos años de
experiencias fundamentales de su propia vida, que no parecen agotársele
nunca; una curiosidad por asomarse a comportamientos desorbitados que
irrumpen en la normalidad y a situaciones atroces.
Se cita siempre el nombre de Chéjov al hablar de ella, pero ella misma, en alguna entrevista, reconociendo ese magisterio, ha aludido a modelos más próximos, las tres grandes escritoras sureñas del cuento y la novela corta, Flannery O'Connor, Eudora Welty y Carson McCullers.
Las tres circunscriben sus ficciones a espacios geográficos muy limitados, muy cerrados, de intensa concentración humana; en las tres la religión rigurosa o fanatizada cobra una relevancia permanente; las tres escriben sobre lo inesperado, lo extraordinario, lo bizarro que puede surgir en medio de las vidas más sujetas a la rutina.
Y en todas ellas hay una mezcla muy poco tranquilizadora entre la compasión hacia los pobres y los marginados y el humorismo macabro.
A Alice Munro otra de las aseveraciones habituales sobre su obra que se ve que la impacientan es que escribe sobre gente vulgar
. “No son personas vulgares para mí. No pueden serlo cuando tienen deseos tan poderosos y hacen a veces cosas tan extraordinarias”.
Lo primero que necesita un escritor en formación son modelos narrativos que le sugieran el modo de dar forma al mundo que tiene delante de los ojos, a aquello que más le importa y que sin embargo no sabe cómo contar. En Welty, en O'Connor, en McCullers, aunque escribieran de un territorio tan ajeno a su provincia canadiense de Ontario como el Sur de los Estados Unidos, aprendió a convertir en literatura los escenarios inmediatos de su propia vida y los episodios relevantes de su origen y de su aprendizaje del mundo. Probablemente el modelo de Faulkner, también un novelista de imaginación anclada en una sola geografía, habría sido demasiado opresivo para ella, demasiado enfático en su ambición ostensible de totalidad. Las historias de Munro se integran las unas en las otras tan orgánicamente como las de Faulkner, pero lo hacen de una manera más sutil, como apenas esbozada, preservando la condición fragmentaria y como tanteadora que es tan propia de ella, y que pareciendo una limitación —la dificultad de completar novelas— es una de sus fortalezas, uno de los rasgos específicos de su originalidad.
En la primera o en la segunda línea de cualquiera de sus historias ya nos hemos adentrado en el territorio Munro, que es topográfico pero también mental: una contemplación de las personas, los lugares y las cosas visceralmente atenta y a la vez algo desasida; un anhelo sordo que puede ser de deseo o de huida o de ambos impulsos a la vez y que cuando llega a cumplirse trae consigo un precio de insatisfacción y remordimiento, de cierta vergüenza de uno mismo.
Uno empieza a leer y hacia el principio del segundo párrafo ya se siente encerrado en las mismas trampas que los personajes o arrastrado por el curso de unos hechos que nunca parecen los de una trama organizada de antemano sino los de una fatalidad inusitada.
De un libro a otro la escritura y los temas de Munro parecen mantenerse idénticos, y sin embargo están sometidos a variaciones continuas, aunque no llamativas, a exploraciones narrativas que juegan continuamente con los límites de la elipsis: de qué modo se puede comprimir la máxima duración temporal en menos líneas de relato; hasta dónde se puede llegar retrasando o escondiendo la información central de una historia; cuánto más puede decirse diciendo lo menos posible; desde qué nuevo ángulo o con qué matices se puede contar lo que se lleva contando compulsivamente toda la vida.
Parece que Alice Munro mira su comarca natal, su Huron County, como miraba Cézanne cada día su montaña Saint-Victoire, o Giorgio Morandi sus agrupaciones de jarras, botellas, vasos, cuencos.
“Para mí es el lugar más interesante del mundo”, dijo hace unos meses en una entrevista. “Imagino que es porque sé más sobre él. Me produce una fascinación ilimitada”. Su último libro, Dear Life, termina con un tríptico de estampas muy breves en las que regresa de nuevo a escenarios e imágenes de la infancia. Son páginas tan comprimidas, tan despojadas, que resultan a la vez transparentes y herméticas.
Al llegar al punto final casi se toca el espacio en blanco, el silencio de la despedida.
Usted no ha leído a esta escritora y se limita a poner con otras palabras eso que hacen tan bien sus seguidores, leer en Google y así tiene ya el artículo sobre la Escritora Nobel.
Se cita siempre el nombre de Chéjov al hablar de ella, pero ella misma, en alguna entrevista, reconociendo ese magisterio, ha aludido a modelos más próximos, las tres grandes escritoras sureñas del cuento y la novela corta, Flannery O'Connor, Eudora Welty y Carson McCullers.
Las tres circunscriben sus ficciones a espacios geográficos muy limitados, muy cerrados, de intensa concentración humana; en las tres la religión rigurosa o fanatizada cobra una relevancia permanente; las tres escriben sobre lo inesperado, lo extraordinario, lo bizarro que puede surgir en medio de las vidas más sujetas a la rutina.
Y en todas ellas hay una mezcla muy poco tranquilizadora entre la compasión hacia los pobres y los marginados y el humorismo macabro.
A Alice Munro otra de las aseveraciones habituales sobre su obra que se ve que la impacientan es que escribe sobre gente vulgar
. “No son personas vulgares para mí. No pueden serlo cuando tienen deseos tan poderosos y hacen a veces cosas tan extraordinarias”.
Lo primero que necesita un escritor en formación son modelos narrativos que le sugieran el modo de dar forma al mundo que tiene delante de los ojos, a aquello que más le importa y que sin embargo no sabe cómo contar. En Welty, en O'Connor, en McCullers, aunque escribieran de un territorio tan ajeno a su provincia canadiense de Ontario como el Sur de los Estados Unidos, aprendió a convertir en literatura los escenarios inmediatos de su propia vida y los episodios relevantes de su origen y de su aprendizaje del mundo. Probablemente el modelo de Faulkner, también un novelista de imaginación anclada en una sola geografía, habría sido demasiado opresivo para ella, demasiado enfático en su ambición ostensible de totalidad. Las historias de Munro se integran las unas en las otras tan orgánicamente como las de Faulkner, pero lo hacen de una manera más sutil, como apenas esbozada, preservando la condición fragmentaria y como tanteadora que es tan propia de ella, y que pareciendo una limitación —la dificultad de completar novelas— es una de sus fortalezas, uno de los rasgos específicos de su originalidad.
En la primera o en la segunda línea de cualquiera de sus historias ya nos hemos adentrado en el territorio Munro, que es topográfico pero también mental: una contemplación de las personas, los lugares y las cosas visceralmente atenta y a la vez algo desasida; un anhelo sordo que puede ser de deseo o de huida o de ambos impulsos a la vez y que cuando llega a cumplirse trae consigo un precio de insatisfacción y remordimiento, de cierta vergüenza de uno mismo.
Uno empieza a leer y hacia el principio del segundo párrafo ya se siente encerrado en las mismas trampas que los personajes o arrastrado por el curso de unos hechos que nunca parecen los de una trama organizada de antemano sino los de una fatalidad inusitada.
De un libro a otro la escritura y los temas de Munro parecen mantenerse idénticos, y sin embargo están sometidos a variaciones continuas, aunque no llamativas, a exploraciones narrativas que juegan continuamente con los límites de la elipsis: de qué modo se puede comprimir la máxima duración temporal en menos líneas de relato; hasta dónde se puede llegar retrasando o escondiendo la información central de una historia; cuánto más puede decirse diciendo lo menos posible; desde qué nuevo ángulo o con qué matices se puede contar lo que se lleva contando compulsivamente toda la vida.
Parece que Alice Munro mira su comarca natal, su Huron County, como miraba Cézanne cada día su montaña Saint-Victoire, o Giorgio Morandi sus agrupaciones de jarras, botellas, vasos, cuencos.
“Para mí es el lugar más interesante del mundo”, dijo hace unos meses en una entrevista. “Imagino que es porque sé más sobre él. Me produce una fascinación ilimitada”. Su último libro, Dear Life, termina con un tríptico de estampas muy breves en las que regresa de nuevo a escenarios e imágenes de la infancia. Son páginas tan comprimidas, tan despojadas, que resultan a la vez transparentes y herméticas.
Al llegar al punto final casi se toca el espacio en blanco, el silencio de la despedida.
Usted no ha leído a esta escritora y se limita a poner con otras palabras eso que hacen tan bien sus seguidores, leer en Google y así tiene ya el artículo sobre la Escritora Nobel.
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