11 oct 2013
No hay diques para tanto mar
“¡Esto hay que pararlo! ¡Esto hay que pararlo!”. La alcaldesa de la isla italiana de Lampedusa, Giusi Nicolini, desesperada ante la llegada a sus costas de bolsas llenas de cadáveres de inmigrantes, no encuentra consuelo
. Nueve días han pasado y más allá de condenas y lamentos no hay sobre la mesa soluciones capaces de salvar vidas y poner orden en la gestión de los flujos migratorios
. En parte, porque no hay una receta única y mágica. Pero, también, porque lejos de exigir soluciones, los electorados sintonizan cada vez con mayor facilidad con los discursos antiinmigración que han encumbrado a partidos extremistas en toda Europa en tiempos de crisis.
Por un lado están aquellos que exigen fronteras herméticamente cerradas, por otro los que solicitan mayor apertura tanto para refugiados políticos como para inmigrantes económicos. En lo único que hay un verdadero consenso es en que las barreras físicas no bastan. Que el actual modelo no funciona. Y que, como dice Nicolini, algo hay que hacer.
El dilema que los más de 300 muertos de Lampedusa ha reavivado con brutalidad persigue a los países desarrollados desde hace décadas. No es sencillo, porque en la inmigración se cruzan caminos infinitos. Los conflictos armados, la desigualdad, la solidaridad internacional. Casi nada. Son grandes temas a resolver a largo plazo. En el corto, urge parar la sangría y encontrar un modelo que permita ordenar el tránsito de personas y que ofrezca salidas tanto para las sociedades empobrecidas como para las envejecidas y faltas de mano de obra.
De momento, la experiencia acumulada no ha bastado para aliviar la situación. Al contrario. Las cifras de muertos no dejan de crecer, mientras que las proyecciones de flujos de desplazados de conflictos como el sirio alertan de un serio agravamiento de la situación. “Si nos fijamos en los acontecimientos históricos en el mundo árabe, la Unión Europea necesita acometer cambios profundos en sus políticas con sus vecinos del Mediterráneo”, reconocía hace meses en Harvard la propia Cecilia Malmström, comisaria europea de Interior.
¿Ha llegado el momento de un cambio radical de las políticas migratorias? Es una de las preguntas que cobran nueva fuerza después de Lampedusa. ¿Ha llegado la hora de abrir las fronteras a las personas y no solo a las mercancías y a la tecnología? O al revés. ¿Es Lampedusa la señal definitiva de que ha llegado el momento de cerrar a cal y canto las fronteras para eliminar expectativas y evitar lo que algunos llaman efecto llamada? ¿O cuánto debe restringirse el flujo para preservar la cohesión social y el progreso económico en tiempos de crisis?
Mientras que las mercancías y las empresas circulan con creciente fluidez en el mundo global, las personas no son capaces de traspasar las barreras de los Estados-nación. Los muros, las patrullas marítimas y los controles fronterizos crecen en altura y densidad, pero no consiguen disuadir a los indocumentados. Tampoco logran impedir la muerte de las decenas de miles de personas que tratan de alcanzar las costas. Para algunos expertos, el efecto es justo el contrario. “
La situación actual es inhumana. Centrarse en el control físico de las fronteras y en las barreras no resolverá el problema. Es fundamental comprender que la violencia y la guerra no van a desaparecer y que la gente va a seguir intentando escapar. Cuanto más se cierren las fronteras, más peligrosas resultarán las vías clandestinas. Por eso, yo creo que el planteamiento actual solo contribuye a poner más vidas en peligro”, sostiene Nicolas Beger, director de Amnistía Internacional en Europa. Hasta ahí, lo que según Beger no se debe hacer. Pero, ¿qué es lo que sí se puede y debe hacer? “Para empezar, cada país debe responsabilizarse de una cuota justa de inmigrantes en relación con su tamaño. Las disparidades entre unos países y otros son descomunales”.
Para Vittorio Longhi, lo que está sucediendo ante las costas europeas cobra dimensiones bélicas. Autor de un libro titulado La guerra de la inmigración. Un movimiento global contra la discriminación y la explotación, cree que las cifras de inmigrantes muertos bien podrían ser las de una guerra, y piensa que “esto no funciona”. “Por pretender que no existe, el problema no va a desaparecer. No hacen falta 200 muertos para darse cuenta. Un solo cadáver debería bastar para reconocer que algo va mal”, afirma.
En los últimos 20 años, al menos 20.000 personas han muerto en el Mediterráneo.
Qué hacer es evidentemente la clave del asunto que nos ocupa.
Puede que las desigualdades y la guerra siempre vayan a existir y que no vaya a faltar gente dispuesta a jugársela en busca de un futuro mejor. Hay que decidir, pues, quién entra y cómo lo hace y, sobre todo, evitar que se maten por el camino. Son casi testimoniales los entendidos que defienden la apertura total de fronteras y la soberanía de los Estados para decidir quién entra y quién sale del país apenas se cuestiona.
Longhi sí opina, sin embargo, que entre una posición y otra hay mucho margen para mejorar. Que parte del problema se solventaría si se amplían los canales de emigración legal —ya sea ampliando los sectores laborales o a través de un mayor número en sectores ya existentes—, algo en lo que coinciden no pocos expertos.
“Hay que adecuar la demanda migratoria a las necesidades reales de los mercados laborales. Las cuotas de entrada podrían ser mayores en muchos países. La prueba es que los inmigrantes sin papeles encuentran empleo —ilegal y en condiciones terribles—, pero lo encuentran porque hay trabajo. El problema es que el debate migratorio ha estado dominado tradicionalmente por la propaganda y la xenofobia
. No es un debate sereno en el que se tenga en cuenta, por ejemplo, la aportación de los inmigrantes a la economía.
Los políticos a menudo se limitan a tratar de demostrar a los votantes que hacen todo lo posible por evitar la entrada masiva de inmigrantes”.
Uno de esos políticos es Philip Claeys, europarlamentario del Vlaams Belang, partido de la extrema derecha belga, que, como muchas otras formaciones de la UE, ha forjado su identidad en el cierre de fronteras y el rechazo al inmigrante. Piensa que a los europeos les preocupa mucho este tema y que el problema es que “durante años se ha tratado como un tabú político”.
“La gente está harta. Los inmigrantes vienen de manera ilegal y se benefician de los servicios sociales. Inscriben a sus hijos en las escuelas, utilizan los hospitales y no se integran. No queremos más guetos en Europa”, dice Claeys, para quien la solución es relativamente fácil. “Mire, los sin papeles vienen a Europa porque en el fondo saben que hay una cierta posibilidad de que acaben entrando. Muchos países de la UE son demasiado laxos y acaban permitiendo la entrada de gente que no son refugiados políticos. Si supieran que no tienen ninguna posibilidad de entrar, no se tirarían al mar”, dice este hombre que recientemente ha visitado Algeciras y Motril y que muestra su asombro por el, a su juicio, abultado número de indocumentados que consiguen quedarse en España. Claeys, como la alcaldesa, también clama que “¡esto tiene que acabar!, ¡hay que hacer algo!”.
Puede que Claeys represente a un segmento extremo del arco político europeo. Pero sus ideas y las de partidos como el suyo llevan años calando como una lluvia fina en el resto de formaciones, que ven cómo sus votantes se dejan seducir por el discurso antiinmigración.
Elizabeth Collet, directora para Europa del Migration Policy Institute, estima que cunde un nerviosismo generalizado azuzado por las crisis financieras. “Las percepciones son clave en este asunto. Cuando a la gente se le pregunta en encuestas qué porcentaje de inmigrantes hay en su país, invariablemente dan un número mucho más elevado del real”. Collet es de las que piensa, sin embargo, que las tornas pueden cambiar. Que “las fronteras son un concepto en evolución continúa. Que hace 40 años nadie pensaba que en la zona Schengen la gente pudiera viajar sin pasaporte y que países como México o Turquía pasarían a ser receptores de inmigrantes”.
Y se atreve incluso a hacer proyecciones de futuro. “Los cambios demográficos de los próximos 20 años serán cruciales.
Habrá que ver el impacto del ascenso económico de Asia, si se convierte en un imán para emigrantes. Tal vez los europeos caigamos en la cuenta en poco tiempo de que en el fondo ni siquiera resultemos tan atractivos para los inmigrantes como nos creemos”.
Más allá de las grandes cuestiones filosóficas, si se cumplieran las leyes existentes y se modificaran ligeramente otras, la mejora sería sustancial, defiende Judith Sunderland, investigadora de Human Rights Watch para Europa Occidental. “El derecho internacional del mar no se está cumpliendo. La obligación de socorro se interpreta de manera restrictiva y hay países como Italia en los que se penaliza a los patrones que ayudan o se les pone trabas para que desembarquen a los náufragos”.
Otro de los pequeños cambios con una potencial gran repercusión es, según Sunderland, la mejora de la reunificación familiar. Muchos de los que se suben a las pateras son familiares de inmigrantes con papeles que en teoría tendrían derecho a emigrar, pero que, en la práctica, les resulta casi imposible hacerlo por medios legales. “En determinados países se les pide una vivienda, nómina, seguros…”.
Luego están las leyes de asilo. Existe un cierto consenso acerca de la necesidad de garantizar a los que huyen de la guerra y las persecuciones un refugio seguro
. El problema es que ni siquiera la seguridad de esas personas está resuelta.
El acuerdo de Dublín II obliga a las demandantes de asilo a hacerlo cuando físicamente estén en el país de acogida. Son legión los refugiados que se tiran al mar para alcanzar unas costas en las que pedir asilo. Es lo que los expertos llaman “flujos mixtos”, que viajan en pateras en las que conviven todo tipo de personas desesperadas; solo que la desesperación de algunos tiene más reconocimiento legal que la de otros. Algunos expertos defienden la necesidad de abrir oficinas en los países de origen para tramitar las solicitudes de asilo.
Y, por último, está el debate de la importancia de ir a las causas del problema
. Hace años que Gobiernos e instituciones cayeron en la cuenta de que la mejor manera de evitar que la gente tenga que emigrar es invertir en el desarrollo de los países de origen y evitar así que tengan que huir. Sostienen los que creen que los esfuerzos deben centrarse en esta vía que, en realidad, la tendencia natural de las personas es la de vivir en su país, donde tienen a su familia y conocen el idioma; que deciden emigrar, sobre todo, por necesidad. “Pero, claro, esos son proyectos a largo plazo.
Los países no se cambian de un día para otro”, explica Sunderland. La ayuda financiera, además, resulta con frecuencia insuficiente en ausencia de cambios políticos en los países de origen.
Volker Turk, director de Protección Internacional de la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados, repasa desde Washington el abanico de propuestas y medidas que como primera medida puedan ayudar a salvar vidas. Duda por ejemplo de la viabilidad de la propuesta de que se abran oficinas de la ONU en los países de origen de los demandantes de asilo, porque piensa que tramitar cualquier posible papel de salida del país podría poner en peligro la vida del propio demandante.
Pero para Turk hay un tema mucho más importante.
Cree que en la actualidad hay instrumentos legales, disposiciones y acuerdos marco más que suficientes a disposición de los Gobiernos para lograr que la situación mejore. “Ahora lo que hace falta es ponerlas en marcha, y eso solo es posible con voluntad política y solidaridad”. Explica, por ejemplo, que la inmensa mayoría de los 2,1 millones de refugiados sirios que han escapado de la guerra en los últimos dos años han acabado en países vecinos como Líbano, cuyas costuras amenazan con estallar. Europa apenas ha acogido a 60.000. “Necesitamos mucho más”, asegura. ¿Agitará Lampedusa lo suficiente las conciencias como para lograr despertar la voluntad política y la solidaridad internacional? “Esperemos”, dice con cierta resignación.
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