Siempre somos hijos
Ya no es preciso invocar ni siquiera la casuística para
comprobar hasta qué punto se producen de modo permanente situaciones en las que
esto sencillamente no es así.
Tan cierto es que los padres cuidan de los hijos,
o no lo hacen, como, en no pocas situaciones, estos de aquellos.
Tiene mucho
que ver con la edad, con la salud, con las condiciones socioeconómicas, y no
sólo.
Es tal la panoplia de acotaciones que se requieren en cada caso, que
conviene no precipitarse sentenciosamente para caracterizar lo que ocurre.
Lo
que sucede no se deja resumir tan fácilmente.
Pero, incluso en el desencuentro,
en la ruptura, en la ausencia o en una suerte de inexistencia, nunca dejamos de ser
hijos.
Se viene produciendo un verdadero entrecruzamiento
en la necesidad cada día más patente de cuidarnos. También, mutuamente.Valerse por sí mismo no significa ignorar a los demás, aunque sea un factor determinante de la autonomía personal.
Sin embargo, no pocas veces resulta en alguna medida inviable
. Y ello ha de considerarse una auténtica dificultad en la práctica de la libertad.
La complejidad del tiempo presente ha provocado una alteración tan profunda que nos encontramos con escenarios en las que se produce un cierto abandono.
Podría a su vez presumirse que el mero hecho de ser padres o tutores, o máximos responsables de garantizar el entorno afectivo en el que alguien va creciendo y desarrollándose, acredita que se dan las condiciones para asumir con cierta naturalidad su labor.
Pero no pocas veces muchos afirman encontrarse desbordados, como atropellados por la existencia, y no sólo por una preparación que desearían mejorable, sino por una actitud que les hace sentirse damnificados por su propia y necesaria tarea.
Ello va labrando una distancia, una determinada percepción, la de que se es víctima de lo que les corresponde hacer, mientras tamaña ocupación les hurta vida, tiempo de vida.
Y entonces, a pesar de los afectos, no es infrecuente encontrar quienes sienten su condición como una carga, que exige una dedicación y un esfuerzo que, aunque se espere y se presuma, nunca supusieron que fuera tal. No resulta fácil ni ser padres ni ser hijos, por mucho que esgrimamos la consabida naturalidad.
Pero dado que se trata de una relación y no de un mero velar, vigilar o transmitir, no todo se reduce a acción, ha de haber pasión, esto es, capacidad de verse afectado.
Y
entonces decimos algunas palabras, aunque también las escuchamos.
Un niño, y
más aún un chico, un chaval, es asimismo capaz de desear, de preferir y de
distinguir.
Y desde luego, de necesitar.
No se cuestiona su inmadurez, pero
ello no significa incapacidad y, menos aún, falta de sensibilidad o de
perspicacia.
No es cuestión de subrayar, por ejemplo a la par, nuestras
deficiencias y carencias.
Todos somos
hijos.
Ello ha conducido a situaciones cada vez más frecuentes en las que
el lógos, desconcertado, encuentra
dificultades para constituirse como algo real, como discurso capaz de decir y
de hacer, como palabra cercana y eficiente.
Semejante movimiento circular del pensamiento pone
al mismo tiempo en circulación el sentido y el alcance de la educación y
muestra hasta qué punto se encuentra marcada histórica y socialmente.Deleuze señala que una clase ha de parecerse “más a un concierto que a un sermón” y, efectivamente, se trata de concertar, de acierto y de concierto.
Una clase y una existencia.
El desamparo no es patrimonio exclusivo de la infancia.
La incertidumbre, tampoco.
La necesidad afectiva no corresponde únicamente a las etapas iniciales de nuestra vida, y la permanente llamada que requiere al otro, del otro, no es cosa de mentes aún poco formadas.
Reconocer las propias carencias es condición indispensable del buen educador. Limitarse a enumerarlas no es, sin embargo, suficiente. Siempre somos hijos
. Quizá cabría decir que cada cual a su modo, a su tiempo, va desplegando las posibilidades de su formación, y no considerarse plenamente culminado es una condición fundamental para la tarea de educar, que es siempre acompañar e intervenir. Sin duda, decir, y también dejarse decir, es asimismo escuchar.
En todas las edades, en todas las etapas.
Quien al cuidar es exigente más allá de lo razonable, suele serlo al requerir y necesitar ser cuidado
. Quienes, por diversas razones, precisan de atenciones intensas y permanentes, quienes no pocas veces nos son tan próximos, ponen en cuestión no sólo nuestra paciencia, sino asimismo nuestra educación.
Y nuestro afecto. Y nuestros valores
. Ellos se labran una y otra vez en el niño que más o menos explícitamente siempre demanda auxilio. En el adolescente que es invocación y reclamación, incluso en su rechazo, en el joven que es enérgica intemperie de aparente suficiencia, en aquél que en edad madura constata hasta qué punto todos esos momentos se reproducen y se reactivan con diversos rostros, en un tono que vela por eludir los sobresaltos, en la vejez que es la plenitud de cierta infancia, la infancia inicialmente sin aspavientos, la maravilla difícil.
Y entonces, a pesar de estas caracterizaciones, no valen ni las caricaturas ni las generalidades
. Cada quien en su singularidad nos impide alcanzar grandes conclusiones.
Sin embargo, decir eso ya supone alguna toma de posición.
Todos habitamos formas diversas de necesidad, algunos de lo más elemental y ya contemplamos niños que cuidan de sus padres, se ocupan a su modo de la atención que los propios padres no pueden o no saben tener de sí mismos, abuelos que afrontan espacios antes menos previstos, y, en cierto modo, se vinculan unos con otros, sin dejar establecer un cuadro que resuma lo que ocurre.
No hay manual de instrucciones para la relación.
Tal vez hemos de empezar por no dar demasiado por supuesto
. Es cuestión de afectos, de complejos afectos, pero a veces no es fácil tipificar comportamientos
. De ahí que resulte tan desconcertante que haya quienes catalogan los procesos y los tiempos, desde una presunta consideración de la madurez, para proceder sin más tópica y jerárquicamente, en una clasificación de supuestos y previsiones.
Nadie se exime de la necesidad de requerir de los otros y es prudente no hacer ostentación de autosuficiencia. Y menos de los afectos. Siempre al respecto perdura una filiación. Y a partir de ella podría labrarse algo más fraternal.
(Imágenes: Franz Falckenhaus y René Magritte, El espíritu de la geometría)
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