En contra de lo que se asevera
a menudo, tengo la sensación de que vivimos una época de peligroso
aletargamiento de las sociedades.
Se supone que gracias a Internet y
Twitter y los infinitos foros, ocurre justamente lo opuesto, y los
usuarios de las redes sociales se vanaglorian de no dejar pasar ni una,
de poner a caldo a quien lo merezca, de protestar por todo lo injusto,
de boicotear marcas y empresas; en suma, de denunciar y hacer presión y
castigar.
Pero yo no veo que nada de eso traiga nunca verdaderas
consecuencias en lo importante, ni haga rectificar ninguna ley, ni
obligue a dimitir a casi ningún cargo, a excepción de los políticos
americanos infieles a su pareja y los alemanes que han plagiado sus
tesis doctorales.
Muy poca cosa en conjunto.
Es más, tengo la impresión
de que tantas voces chillando por esto o lo otro, todas a la vez, se
anulan indefectiblemente entre sí o en el mejor de los casos son
víctimas de su sobreabundancia y de la dispersión. Quienes gobiernan se
han acostumbrado ya a ese griterío de fondo y han aprendido a hacer caso
omiso de él. Una jaula de grillos en la que caben todos los grillos del
universo, en realidad es conveniente que estén agrupados ahí:
amortiguan recíprocamente sus indignaciones, hacen indistinguibles las
justificadas y graves de las arbitrarias y leves, los clamores
necesarios de las pataletas superfluas, los abusos intolerables de las
cien mil sandeces que se sueltan a diario en el mundo.
“Las redes están
que arden”, oye o lee uno a veces, por tal o cual cuestión. ¿Y? ¿Han
visto ustedes que esos incendios varíen algo en alguna ocasión? Algo
significativo y de peso, quiero decir.
En cambio, me parece observar
que la capacidad de influencia y contagio de los políticos y de “los que
mandan” (financieros, grandes multinacionales, banqueros) no hace sino
crecer, y con ella, asimismo, su capacidad para desorientar a las
poblaciones.
Cada vez logran más que pasen por buenas prácticas que
solíamos saber que estaban mal.
Desde que se desahucie y lance al arroyo
a una familia por un impago al que se ha visto forzada –no por ánimo de
engaño ni por mala voluntad– hasta que las condiciones laborales de la
gente vayan pareciéndose insólitamente a las de los tiempos de Dickens, a
dos pasos de la esclavitud.
Una de las más malsanas ideas que nos están
“colando” es la muy antigua de culpar a quien denuncia las injusticias y
abusos cometidos por los Gobiernos, algo típico de las dictaduras, que
no admiten ninguna crítica.
Pero esto sucede en democracias aparentes,
viejas o nuevas. Las autoridades estadounidenses, en vez de enfurecerse
con los pilotos que en Irak o Afganistán ametrallaron a civiles sin la
menor necesidad, vierten su ira contra el soldado Manning, que con sus
famosas filtraciones permitió que se supiera de esos asesinatos a sangre
fría.
En vez de llamar a capítulo a la NSA por su indiscriminado
espionaje en Internet, organizan una persecución contra Snowden, que
reveló su existencia, si es que eso fue una revelación.
La cantinela
habitual en estos casos es que esas denuncias y exposiciones “dañan la
imagen del país”, cuando a nadie nos habría cabido duda, hace muy poco,
de que lo dañino eran los asesinatos gratuitos y “semifestivos” y el
espionaje masivo, la desaforada intromisión en las vidas privadas de los
ciudadanos.
En España ocurre lo mismo:
“perjudican a la Marca España” (esa enorme catetada e imbecilidad)
quienes publican fotos de los españoles rebuscando en los contenedores
de basura, o de grandilocuentes edificios oficiales dejados a medio
construir o bien vacíos e inútiles, o de aeropuertos en los que jamás se
ha posado ningún avión
. Los políticos no reaccionan coléricamente –como
debería ser– contra quienes han llevado a que muchos no tengan qué
comer, ni contra quienes han despilfarrado el dinero público en sus
megalomanías personales, malgastándolo en mamotretos inservibles, o
contra Fabra y Camps, que se atrevieron a inaugurar con boato “su”
aeropuerto de Castellón. Son sólo tres ejemplos, entre centenares de
ellos.
Quienes perjudican la imagen de España son los banqueros que nos
han conducido a la ruina, los gobernantes que nos saquean y expolian
fiscalmente sin que además valga de nada (la situación económica general
nunca mejora), la CEOE que cada vez exige más siglo XIX y más paro, los
promotores inmobiliarios y alcaldes que han destruido nuestras ciudades
y costas y seguirán en ello hasta que no quede un palmo de suelo sin
sus adefesios
. Son todos esos los que arrastran por el fango la imagen
de nuestro país, junto con los incontables corruptos de los que da
puntual noticia la prensa internacional.
No cae sobre ellos la furia,
sino que el actual Gobierno la descarga sobre quienes lamentan y
denuncian sus atropellos
. La consigna no es “Que esto no se haga más”,
sino “Que esto no se cuente”, y lo peor es que la perversa idea se
contagia a los ciudadanos. Párense un segundo a pensar: salvando las
distancias, es como si, ante las atrocidades nazis, el enfado no hubiera
ido dirigido hacia ellos, sino contra quienes divulgaron sus matanzas
con el fin de que se castigaran y no volvieran a tener lugar.
Quien se
enfada con los divulgadores y cubre a los criminales y estafadores, a
los derrochadores y ladrones, es que en realidad los aprueba y pretende
que las injusticias y abusos continúen teniendo lugar.
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