El trópico no es solo exuberancia.
También es humedad, lento deshacerse, podredumbre.
Detrás de aquél verdor de postal, muy lentamente, los árboles se entregan a una muerte parsimoniosa e inexorable que les vendrá con los años pero que desde siempre está allí, fatal, invisible, disfrazada de un esplendor que disimula la decadencia y un horror que se impone como ley sin necesidad de manifestarse explícitamente a los sentidos.
Allí, entre la lluvia, también el destino de los hombre se debate entre un pasado que regresa ("entre el vocerío vegetal de las aguas me llega la intacta materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años"), un presente donde la humedad ha invadido todo con el óxido de la destrucción y un futuro que nunca es, que nunca llega, que pesa más por su lentitud que por su inminencia. Esto sucede afuera, sí, "pero al cabo es en nosotros donde sucede el encuentro y de nada sirve prepararlo ni esperarlo
. La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa".
Mutis, el Gaviero, nos enseñó la desamparo que viene desde muy adentro pero que se corrobora con un desastre que nunca llega y que se escenifica en los ríos "que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales", en "la lluvia sobre los cafetales", allí, con "un gótico recogimiento bajo la estructura de vigas metálicas invadidas por el óxido".
Una pasión rabiosa pero, a la vez, estoica.
Un tono de delirio que elude la grandilocuencia enunciando apenas el hostil retrato de una miseria que parte de las raíces de la selva húmeda: "sólo entiendo algunas voces.
La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa, cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la quebrada 'La Osa'; la del fantasma que vive en el horno del trapiche", dice Mutis en un poema escrito antes de sus veinticinco años.
Se necesitaba un tono nuevo para mencionar así la crudeza de la tierra caliente, su fatal descomposición. Una voz que el joven Mutis inventa y entona a partir de los poemas de Saint John Perse y los de Neruda, pero que se ajusta a sus temas y a su propia manera de sentir y que se torna personalísima desde su primer libro,
La balanza.
Sin embargo, no se queda allí, en ese paisaje húmedo.
La voz del poeta retrocede hasta la muerte de Felipe II, recrea los viajes de El Gaviero, y se detiene en la elegía a Marcel Proust: "algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica, de lavado vendaje de mendigo, extiende por tu cuerpo como un leve sudario de otro mundo o un borroso sello que perdura".
Entonces, lo que Mutis dijo de Proust, hoy, particularmente hoy, se torna en un lamento por él mismo: "el silencio se hace en tus dominios, mientras te precipitas vertiginosamente hacia el nostálgico limbo donde habitan, a la orilla del tiempo, tus criaturas".
También es humedad, lento deshacerse, podredumbre.
Detrás de aquél verdor de postal, muy lentamente, los árboles se entregan a una muerte parsimoniosa e inexorable que les vendrá con los años pero que desde siempre está allí, fatal, invisible, disfrazada de un esplendor que disimula la decadencia y un horror que se impone como ley sin necesidad de manifestarse explícitamente a los sentidos.
Allí, entre la lluvia, también el destino de los hombre se debate entre un pasado que regresa ("entre el vocerío vegetal de las aguas me llega la intacta materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años"), un presente donde la humedad ha invadido todo con el óxido de la destrucción y un futuro que nunca es, que nunca llega, que pesa más por su lentitud que por su inminencia. Esto sucede afuera, sí, "pero al cabo es en nosotros donde sucede el encuentro y de nada sirve prepararlo ni esperarlo
. La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa".
Mutis, el Gaviero, nos enseñó la desamparo que viene desde muy adentro pero que se corrobora con un desastre que nunca llega y que se escenifica en los ríos "que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales", en "la lluvia sobre los cafetales", allí, con "un gótico recogimiento bajo la estructura de vigas metálicas invadidas por el óxido".
Una pasión rabiosa pero, a la vez, estoica.
Un tono de delirio que elude la grandilocuencia enunciando apenas el hostil retrato de una miseria que parte de las raíces de la selva húmeda: "sólo entiendo algunas voces.
La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa, cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la quebrada 'La Osa'; la del fantasma que vive en el horno del trapiche", dice Mutis en un poema escrito antes de sus veinticinco años.
Se necesitaba un tono nuevo para mencionar así la crudeza de la tierra caliente, su fatal descomposición. Una voz que el joven Mutis inventa y entona a partir de los poemas de Saint John Perse y los de Neruda, pero que se ajusta a sus temas y a su propia manera de sentir y que se torna personalísima desde su primer libro,
La balanza.
Sin embargo, no se queda allí, en ese paisaje húmedo.
La voz del poeta retrocede hasta la muerte de Felipe II, recrea los viajes de El Gaviero, y se detiene en la elegía a Marcel Proust: "algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica, de lavado vendaje de mendigo, extiende por tu cuerpo como un leve sudario de otro mundo o un borroso sello que perdura".
Entonces, lo que Mutis dijo de Proust, hoy, particularmente hoy, se torna en un lamento por él mismo: "el silencio se hace en tus dominios, mientras te precipitas vertiginosamente hacia el nostálgico limbo donde habitan, a la orilla del tiempo, tus criaturas".
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