Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
8 sept 2013
Compro oro................Manuel Vicent
El mendigo solo buscaba esa clase de tesoros que nadie en el mundo te puede arrebatar.
Podía ser un poeta loco aquel mendigo de barba florida, semejante a Walt
Whitman, que se paseaba por una calle muy concurrida con un gran cartel
colgado del cuello, donde con letras mayúsculas había escrito: compro
oro.
Toda la ciudad estaba plagada con esta clase de anuncios que
incitaban a vender el oro que muchas familias guardan en las gavetas de
la cómoda o en la caja fuerte de los bancos, pero el mendigo no servía
de reclamo para ninguna casa de empeños. Este mendigo era dueño de un
extraño negocio.
No le interesaban los relojes, pulseras, collares,
monedas, lingotes y medallas que muchos empeñan o malvenden para
remediar alguna necesidad en tiempos de crisis.
Al mendigo la crisis
económica le traía sin cuidado. Un día se le acercó alguien para
ofrecerle sus muelas de oro: “No tengo nada que comer. Se las cambio por
un pollo frito”, suplicó.
El mendigo le dijo: “Solo busco el oro que no
tiene precio”. Este hombre-anuncio podría comprar el oro que se
extiende en el mar en un centelleante amanecer, el oro cegador que deja
en los rastrojos la siega del trigo en agosto, el oro que madura en los
membrillos por San Martín en noviembre, el oro podrido de las hojas
muertas de otoño que se lleva el viento.
Como era un viejo enamorado
también hubiera comprado la trenza de oro que le partía la espalda a
aquella muchacha que se llamaba María Berenguela y cada uno de los
pelillos de melocotón que brillaban al trasluz en sus brazos y muslos
tostados en la playa este verano.
El mendigo solo buscaba esa clase de
tesoros que nadie en el mundo te puede arrebatar, el de los cofres de
los piratas que solo existían en los cuentos de niños; también mendigaba
el oro de cualquier sillar románico cuando el sol lo enciende a media
tarde y la luz de oro que emerge de algunos cuadros de Klimt o de
Matisse, el de las letras capitulares de los códices de vitela, pero no
el oro de las mitras de los papas ni el de las coronas de los reyes.
Compraba el oro que nos envuelve como una dádiva, el que se nos hace
sabios al contemplarlo: el mosto que fluye de la uva al final de la
vendimia y que el crepúsculo dora en la copa de vino que tienes en la
mano, ese oro que vuelve siempre a brillar sobre la vida cuando sale el
sol cada mañana.
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