Hoy se cumplen 30 años de la muerte del director de películas como ‘Un perro andaluz’, ‘Viridiana’ o ‘Él’. Carlos Saura firma una aproximación muy personal a la dimensión humana y artística de un grande del séptimo arte.
Cuando en 1960 conocí personalmente a Luis Buñuel, en el festival de
Cannes, me di cuenta de que el ciclón de la Guerra Civil que quebró
ilusiones y asesinó a algunos de sus mejores retoños no pudo con algunos
poderosos árboles que hendían sus raíces en las entrañas de la tierra y
que, al final de la contienda, como suele pasar a menudo, los
perdedores habían ganado una guerra fratricida que dejó el suelo de
España asolado y ensangrentado.
Ahora que el olvido de muchos, el alzhéimer de otros, la amenaza de la próstata y que los huesos que se derriten o anquilosan precipitan al olvido, convendría recordar que, como émulo y paisano de don Francisco de Goya y Lucientes, a Luis Buñuel Portolés le tocó vivir en el centro de un huracán que sacudió el mundo. Fue testigo de tres horribles guerras y sus secuelas: dos europeas —la última, saldada con más de 50 millones de muertos, una cifra que da vértigo y que pone en duda la inteligencia del ser humano—, la otra, una guerra próxima, la Guerra Civil española, que segó la vida de familiares y amigos.
No es de extrañar que siendo testigo de esa barbarie, Buñuel detestara la tecnología, a la que solía emparentar con la muerte y la destrucción, quizá olvidando que también esa tecnología, que al fin y al cabo no es más que ciencia y por tanto conocimiento, podía servir, también, para evitar el sufrimiento y ampliar nuestro conocimiento y saber.
En sus últimos años, como un monje ermitaño y medieval, añoraba la vida conventual y por eso se refugiaba para trabajar en México y en Madrid en lugares silenciosos y solitarios, quizá acompañado de ese “ruido de los pensamientos” que dijera San Juan de la Cruz.
“Si yo me muero ahora, pues nada, bien, ya he vivido lo suficiente, sería horrible ser inmortal”, decía a sus 70 años.
Pero compensaba esos retiros místicos con comidas regadas con vino blanco de Yepes y tinto de Rioja, y charlas con sus amigos, charlas interminables, maravillosas conversaciones de una persona que ha vivido con pasión una época de intensos cambios, convulsiones sociales, movimientos artísticos y descubrimientos científicos, que han marcado definitivamente este siglo.
En su despertar mañanero se miraba al espejo y se reconocía poniéndose una mano en el pabellón de la oreja y accionando el audífono se preguntaba:
“Luis, ¿cómo estás hoy, por la mañana?”.
“Bien, bien, estoy bien”, respondía.
En ese reconocimiento estaba implícita la sorpresa del alumbramiento de cada día.
“Esta noche he soñado con carnuzo, es un sueño recurrente, montones de carne, de sebo, de grasa...”. Leí en alguna parte que cuando nos despertamos rompemos la frágil telaraña de los sueños.
Los sueños son evanescentes, y al igual que los recuerdos los manipulamos a nuestro antojo; quedan restos de imágenes, sensaciones, terrores ancestrales, miedo a la oscuridad, caídas en el vacío...
De sueños, pesadillas y alucinaciones sabía mucho don Luis.
En la oscuridad de la cueva, monoshombres de la odisea del espacio escrutan la negrura de los sueños: sueños eróticos imposibles, escaladas de poder, asesinos que pergeñan terribles crímenes en la oscuridad, pensamientos que anidan venganzas por las humillaciones sufridas... y también remansos de felicidad y placer; playas con sus palmerales y aguas transparentes, desiertos al amanecer, brumas nórdicas, bosques iluminados, y la esperanza en una vida mejor, el amanecer de un nuevo día, tal vez de un nuevo milenio... Dalí levanta la piel del mar Mediterráneo y debajo, sobre la arena, yacen Luis Buñuel y Federico García Lorca.
Luis Buñuel y sus compañeros de viaje: Lorca, poeta de Nueva York y de canciones populares acompañadas al piano; Bergamín, tan delgado y elegante, tan fino y educado, de palabra fácil y aguda. Julio Alejandro, Sender, Pitaluga, Picasso, Miró, Dalí, Pau Casals, León Felipe, Cernuda, Alberti, Villegas López, Carlos Velo, ¡y tantos otros de una generación inolvidable! ¡Qué contraste su vitalidad con nuestra generación de velatorio, desencantada y aburrida, de los años de posguerra!
Recuerdo una penosa proyección de Él, la película que Luis Buñuel dirigió en México, en donde críticos de campanillas del momento, y algunos amigos, dijeron inenarrables tonterías de esa obra maestra.
Pero la vida es así, y como rectificar es de sabios, ahora “San Luis Buñuel” se entroniza en los altares de una cultura masificada.
Muchos dirán que le conocieron bien —yo me adelanto para decir que solo conocí una pequeña parcela de su vida y la amistad que él me regaló—, y en este ágape dirán que tienen la clave de cómo era, cómo comía, cómo bebía, cómo pensaba...
Se nombrarán comisiones laudatorias, monumentos, panegíricos...
Y Luis Buñuel, desde las alturas del cumplido centenario sonreirá, con esa sonrisa suya simpática, cazurra, aragonesa, y soltará alguno de sus temibles consejos amistosos
: “Carlos, si me dieran el Oscar, lo arrojaría indignado al suelo y me marcharía”. “No hagas nunca publicidad de tu película, eso está bien para los mediocres”.
“La Palma de Oro de Cannes, nada, nada, malo...
El Premio Especial del Jurado, bueno, porque ese no depende de las intrigas
. Aunque a mí los premios, ya sabes: vanidad de vanidades...”. “La pasión es lo único que lo justifica todo, hasta el más horrible de los crímenes”.
“Los católicos han inventado la confesión para poder controlar el último reducto de nuestra libertad: la imaginación; he tenido malos pensamientos, confesaba de chico, atormentado por las llamas del infierno”.
“¿Qué pensamientos eran esos, hijo?”, me preguntaba el cura. “Mujeres desnudas, el sexo, me masturbaba”. “Bueno, aquí uno podía decir todo tipo de barbaridades, por ejemplo: que en mis pensamientos había matado a mi padre, que me acostaba con mi hermana... etcétera”.
La imaginación, como decía Goya, no tiene límites.
Ahora que el olvido de muchos, el alzhéimer de otros, la amenaza de la próstata y que los huesos que se derriten o anquilosan precipitan al olvido, convendría recordar que, como émulo y paisano de don Francisco de Goya y Lucientes, a Luis Buñuel Portolés le tocó vivir en el centro de un huracán que sacudió el mundo. Fue testigo de tres horribles guerras y sus secuelas: dos europeas —la última, saldada con más de 50 millones de muertos, una cifra que da vértigo y que pone en duda la inteligencia del ser humano—, la otra, una guerra próxima, la Guerra Civil española, que segó la vida de familiares y amigos.
No es de extrañar que siendo testigo de esa barbarie, Buñuel detestara la tecnología, a la que solía emparentar con la muerte y la destrucción, quizá olvidando que también esa tecnología, que al fin y al cabo no es más que ciencia y por tanto conocimiento, podía servir, también, para evitar el sufrimiento y ampliar nuestro conocimiento y saber.
En sus últimos años, como un monje ermitaño y medieval, añoraba la vida conventual y por eso se refugiaba para trabajar en México y en Madrid en lugares silenciosos y solitarios, quizá acompañado de ese “ruido de los pensamientos” que dijera San Juan de la Cruz.
“Si yo me muero ahora, pues nada, bien, ya he vivido lo suficiente, sería horrible ser inmortal”, decía a sus 70 años.
Pero compensaba esos retiros místicos con comidas regadas con vino blanco de Yepes y tinto de Rioja, y charlas con sus amigos, charlas interminables, maravillosas conversaciones de una persona que ha vivido con pasión una época de intensos cambios, convulsiones sociales, movimientos artísticos y descubrimientos científicos, que han marcado definitivamente este siglo.
En su despertar mañanero se miraba al espejo y se reconocía poniéndose una mano en el pabellón de la oreja y accionando el audífono se preguntaba:
“Luis, ¿cómo estás hoy, por la mañana?”.
“Bien, bien, estoy bien”, respondía.
En ese reconocimiento estaba implícita la sorpresa del alumbramiento de cada día.
“Esta noche he soñado con carnuzo, es un sueño recurrente, montones de carne, de sebo, de grasa...”. Leí en alguna parte que cuando nos despertamos rompemos la frágil telaraña de los sueños.
Los sueños son evanescentes, y al igual que los recuerdos los manipulamos a nuestro antojo; quedan restos de imágenes, sensaciones, terrores ancestrales, miedo a la oscuridad, caídas en el vacío...
De sueños, pesadillas y alucinaciones sabía mucho don Luis.
En la oscuridad de la cueva, monoshombres de la odisea del espacio escrutan la negrura de los sueños: sueños eróticos imposibles, escaladas de poder, asesinos que pergeñan terribles crímenes en la oscuridad, pensamientos que anidan venganzas por las humillaciones sufridas... y también remansos de felicidad y placer; playas con sus palmerales y aguas transparentes, desiertos al amanecer, brumas nórdicas, bosques iluminados, y la esperanza en una vida mejor, el amanecer de un nuevo día, tal vez de un nuevo milenio... Dalí levanta la piel del mar Mediterráneo y debajo, sobre la arena, yacen Luis Buñuel y Federico García Lorca.
Luis Buñuel y sus compañeros de viaje: Lorca, poeta de Nueva York y de canciones populares acompañadas al piano; Bergamín, tan delgado y elegante, tan fino y educado, de palabra fácil y aguda. Julio Alejandro, Sender, Pitaluga, Picasso, Miró, Dalí, Pau Casals, León Felipe, Cernuda, Alberti, Villegas López, Carlos Velo, ¡y tantos otros de una generación inolvidable! ¡Qué contraste su vitalidad con nuestra generación de velatorio, desencantada y aburrida, de los años de posguerra!
Recuerdo una penosa proyección de Él, la película que Luis Buñuel dirigió en México, en donde críticos de campanillas del momento, y algunos amigos, dijeron inenarrables tonterías de esa obra maestra.
Pero la vida es así, y como rectificar es de sabios, ahora “San Luis Buñuel” se entroniza en los altares de una cultura masificada.
Muchos dirán que le conocieron bien —yo me adelanto para decir que solo conocí una pequeña parcela de su vida y la amistad que él me regaló—, y en este ágape dirán que tienen la clave de cómo era, cómo comía, cómo bebía, cómo pensaba...
Se nombrarán comisiones laudatorias, monumentos, panegíricos...
Y Luis Buñuel, desde las alturas del cumplido centenario sonreirá, con esa sonrisa suya simpática, cazurra, aragonesa, y soltará alguno de sus temibles consejos amistosos
: “Carlos, si me dieran el Oscar, lo arrojaría indignado al suelo y me marcharía”. “No hagas nunca publicidad de tu película, eso está bien para los mediocres”.
“La Palma de Oro de Cannes, nada, nada, malo...
El Premio Especial del Jurado, bueno, porque ese no depende de las intrigas
. Aunque a mí los premios, ya sabes: vanidad de vanidades...”. “La pasión es lo único que lo justifica todo, hasta el más horrible de los crímenes”.
“Los católicos han inventado la confesión para poder controlar el último reducto de nuestra libertad: la imaginación; he tenido malos pensamientos, confesaba de chico, atormentado por las llamas del infierno”.
“¿Qué pensamientos eran esos, hijo?”, me preguntaba el cura. “Mujeres desnudas, el sexo, me masturbaba”. “Bueno, aquí uno podía decir todo tipo de barbaridades, por ejemplo: que en mis pensamientos había matado a mi padre, que me acostaba con mi hermana... etcétera”.
La imaginación, como decía Goya, no tiene límites.
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