“La única verdadera casa que conozco es el teatro”, dijo Rudolf Nureyev
a la periodista Valeria Crippa una vez entre telón y telón; Crippa, que
trabajó varios años junto al ruso, se ha encargado de la selección de
las piezas.
Desde principios de año, en muchos teatros de todo el mundo se ha conmemorado la fecha de su muerte, víctima del sida a la prematura edad de 53 años; tenía planes, dejaba de bailar, pero ya había hecho sus primeros pinitos para reciclarse en director de orquesta, su otra pasión.
Hoy, ya en el siglo XXI, al artista camaleónico e intenso se le cita constantemente, sigue siendo una referencia viva y su mito no ha hecho más que crecer y afianzarse.
A los 20 años de la muerte de Nureyev, el mundo de la danza, de cierta manera, lo sigue llorando.
En el anfiteatro al aire libre diseñado por Renzo Piano como parte del complejo del Parque de la Música de Roma, anteayer tuvo lugar una gran gala de ballet con una veintena de primeros bailarines venidos de muchos sitios para interpretar fragmentos de lo que él bailaba, de aquellos argumentos con los que electrizaba al público y con lo que alimentó en vida su leyenda.
Más de 2.000 personas aplaudieron y se emocionaron con el baile en vivo y un refinado audiovisual retrospectivo.
Se vieron los clásicos de siempre, pero también rarezas olvidadas, como el Don Juan de John Neumeier bailado por Silvia Azzoni y Oleksandr Riabko del Ballet de Hamburgo, una joya delicada que data de 1973, o un extracto de Lucifer, que le creara Martha Graham en 1975 y que bailó el italiano Maurizio Nardi, solista de la compañía norteamericana.
La gala, con algunos ajustes espaciales, se repite hoy día 30 en el festival de Ravello, otro escenario italiano donde Nureyev bailó mucho.
En Roma no faltará tampoco la Canción del compañero errante que Maurice Béjart creara en 1971 para Nureyev y Paolo Bortoluzzi sobre las piezas homónimas de Gustav Mahler. Esta vez lo bailan el colombiano Oscar Chacón (del Béjart Ballet Lausanne) y el alemán Friedmann Vogel (del Ballet de Stuttgart); el primero recrea al destino, personaje de Bortoluzzi y el segundo al estudiante romántico y atormentado (el papel de Nureyev).
Si se cuenta que era vibrante ver a aquellos hombres enamorados bailar ese largo dúo de más de 15 minutos de duración, no lo fue menos esta encarnación contemporánea que, salvando las distancias, también tuvo su fuego y su juego trágico.
Otros artistas importantes que estuvieron presentes en Roma fueron Eugenia Obraztsova (del Bolshoi de Moscú) y Vladimir Shkliarov; se discute hoy día si estos dos artistas de última generación son los mejores de toda Rusia, el caso es que ambos bordaron sus papeles, ella en La bella durmiente y él en El corsario.
El italiano Giuseppe Picone se esmeró en reproducir un difícil adagio que Nureyev creara para sí mismo en el segundo acto del Lago de los cisnes.
El público, que le reconoció enseguida, fue generoso con él.
La tarde anterior a la gala, en el propio Parque de la Música hubo un encuentro lleno de chispa y de historia. Tres mujeres veneradas del ballet italiano que bailaron con Rudolf Nureyev se sentaron a contar sus experiencias: Carla Fracci, Elisabeta Terabust y Luciana Savignano; y contaron de todo, desde chistes a milagros
. A alguna le tocó bailar sin ensayar, pero todas destacaron el rigor, la exactitud, la poesía, aquello de no cambiar ni un ápice de las coreografías que interpretaba. Fracci llegó casi a las 200 actuaciones con Nureyev, bailaron mucho y de aquellas gestas hay realizaciones memorables.
Y en la charla se tocaron temas fascinantes e inconclusos, como la época en que lo seguían al alimón el KGB, el FBI y los servicios secretos ingleses, pues alguien se había encaprichado en que el artista era un agente doble, cuando en realidad lo único que quería el famoso bailarín era bailar, ganar más dinero y comprar mas antigüedades manieristas; al final, se pudo hasta comprar hasta una isla, Li Galli, frente a la bahia de Positano cerca de Nápoles donde había una casa proyectada por Le Corbusier.
Entre los más aplaudidos y los que más destacaron tanto por la corrección como por el virtuosismo de sus interpretaciones estuvieron los dos españoles que participaron en el singular evento: la donostiarra Lucía Lacarra (primera figura del Ballet de Munich) y el madrileño Joaquín de Luz (bailarín principal del New York City Ballet. Lacarra bailó su adagio del segundo acto de El lago de los cisnes acompañada por su partenaire habitual, Marion Dino mucho más inspirada, lírica y plástica (el público se volcó con ella) y Joaquín de Luz, en pareja con la norteamericana Ashley Bouder hicieron el pas de deux de La Silphide y un electrizante Diana y Acteón.
Un memorable detalle que tiene mucho de sentimental y de simbólico en tan significativa noche de danza es que Joaquín de Luz abrió la gala vistiendo el traje de Nureyev para La Sylphide, que le quedaba como un guante
. Este vestuario, realizado a la antigua y lleno de historia (el divo ruso lo paseó por medio mundo) se atesora en los almacenes de la Ópera de Roma y excepcionalmente, anteayer en Roma y hoy en Ravello ha cobrado vida.
Los dos espectáculos han sido dirigidos por Daniele Cipriani.
Desde principios de año, en muchos teatros de todo el mundo se ha conmemorado la fecha de su muerte, víctima del sida a la prematura edad de 53 años; tenía planes, dejaba de bailar, pero ya había hecho sus primeros pinitos para reciclarse en director de orquesta, su otra pasión.
Hoy, ya en el siglo XXI, al artista camaleónico e intenso se le cita constantemente, sigue siendo una referencia viva y su mito no ha hecho más que crecer y afianzarse.
A los 20 años de la muerte de Nureyev, el mundo de la danza, de cierta manera, lo sigue llorando.
En el anfiteatro al aire libre diseñado por Renzo Piano como parte del complejo del Parque de la Música de Roma, anteayer tuvo lugar una gran gala de ballet con una veintena de primeros bailarines venidos de muchos sitios para interpretar fragmentos de lo que él bailaba, de aquellos argumentos con los que electrizaba al público y con lo que alimentó en vida su leyenda.
Más de 2.000 personas aplaudieron y se emocionaron con el baile en vivo y un refinado audiovisual retrospectivo.
Se vieron los clásicos de siempre, pero también rarezas olvidadas, como el Don Juan de John Neumeier bailado por Silvia Azzoni y Oleksandr Riabko del Ballet de Hamburgo, una joya delicada que data de 1973, o un extracto de Lucifer, que le creara Martha Graham en 1975 y que bailó el italiano Maurizio Nardi, solista de la compañía norteamericana.
La gala, con algunos ajustes espaciales, se repite hoy día 30 en el festival de Ravello, otro escenario italiano donde Nureyev bailó mucho.
En Roma no faltará tampoco la Canción del compañero errante que Maurice Béjart creara en 1971 para Nureyev y Paolo Bortoluzzi sobre las piezas homónimas de Gustav Mahler. Esta vez lo bailan el colombiano Oscar Chacón (del Béjart Ballet Lausanne) y el alemán Friedmann Vogel (del Ballet de Stuttgart); el primero recrea al destino, personaje de Bortoluzzi y el segundo al estudiante romántico y atormentado (el papel de Nureyev).
Si se cuenta que era vibrante ver a aquellos hombres enamorados bailar ese largo dúo de más de 15 minutos de duración, no lo fue menos esta encarnación contemporánea que, salvando las distancias, también tuvo su fuego y su juego trágico.
Otros artistas importantes que estuvieron presentes en Roma fueron Eugenia Obraztsova (del Bolshoi de Moscú) y Vladimir Shkliarov; se discute hoy día si estos dos artistas de última generación son los mejores de toda Rusia, el caso es que ambos bordaron sus papeles, ella en La bella durmiente y él en El corsario.
El italiano Giuseppe Picone se esmeró en reproducir un difícil adagio que Nureyev creara para sí mismo en el segundo acto del Lago de los cisnes.
El público, que le reconoció enseguida, fue generoso con él.
La tarde anterior a la gala, en el propio Parque de la Música hubo un encuentro lleno de chispa y de historia. Tres mujeres veneradas del ballet italiano que bailaron con Rudolf Nureyev se sentaron a contar sus experiencias: Carla Fracci, Elisabeta Terabust y Luciana Savignano; y contaron de todo, desde chistes a milagros
. A alguna le tocó bailar sin ensayar, pero todas destacaron el rigor, la exactitud, la poesía, aquello de no cambiar ni un ápice de las coreografías que interpretaba. Fracci llegó casi a las 200 actuaciones con Nureyev, bailaron mucho y de aquellas gestas hay realizaciones memorables.
Y en la charla se tocaron temas fascinantes e inconclusos, como la época en que lo seguían al alimón el KGB, el FBI y los servicios secretos ingleses, pues alguien se había encaprichado en que el artista era un agente doble, cuando en realidad lo único que quería el famoso bailarín era bailar, ganar más dinero y comprar mas antigüedades manieristas; al final, se pudo hasta comprar hasta una isla, Li Galli, frente a la bahia de Positano cerca de Nápoles donde había una casa proyectada por Le Corbusier.
Entre los más aplaudidos y los que más destacaron tanto por la corrección como por el virtuosismo de sus interpretaciones estuvieron los dos españoles que participaron en el singular evento: la donostiarra Lucía Lacarra (primera figura del Ballet de Munich) y el madrileño Joaquín de Luz (bailarín principal del New York City Ballet. Lacarra bailó su adagio del segundo acto de El lago de los cisnes acompañada por su partenaire habitual, Marion Dino mucho más inspirada, lírica y plástica (el público se volcó con ella) y Joaquín de Luz, en pareja con la norteamericana Ashley Bouder hicieron el pas de deux de La Silphide y un electrizante Diana y Acteón.
Un memorable detalle que tiene mucho de sentimental y de simbólico en tan significativa noche de danza es que Joaquín de Luz abrió la gala vistiendo el traje de Nureyev para La Sylphide, que le quedaba como un guante
. Este vestuario, realizado a la antigua y lleno de historia (el divo ruso lo paseó por medio mundo) se atesora en los almacenes de la Ópera de Roma y excepcionalmente, anteayer en Roma y hoy en Ravello ha cobrado vida.
Los dos espectáculos han sido dirigidos por Daniele Cipriani.
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