Mick Jagger tenía 25 años cuando grabó la canción que resumiría su trayectoria profesional. You can’t always get what you want
enhebra viñetas de su cotidianidad en 1968: mujeres peligrosas,
manifestaciones violentas, drogas duras.
Pero lo que queda en la memoria es el majestuoso estribillo, amplificado por el London Bach Choir: “No siempre puedes conseguir lo que quieres/ pero si lo intentas, a veces podrías descubrir que/ consigues justo lo que necesitas”.
Asombra la carga profética de la letra
. En el año de la Revolución, Jagger adelanta las decepciones políticas, avisa que la heroína se va a cobrar un altísimo precio, sugiere ajustar a la baja nuestras expectativas.
Y lo dice alguien que, en ese momento, parece tener el mundo en la palma de la mano.
En 1963, Michael Phillip Jagger había acudido a su tutor en la London School of Economics para solicitar un año sabático: “tenemos un grupo musical y me gustaría probar, con la tranquilidad de saber que me reservarían mi puesto si necesito volver”. Era buen estudiante y se le aseguró que podría reincorporarse: “Le entiendo, Mister Jagger, yo también viví mi época bohemia”.
Más que una aventura bohemia, Jagger pretendía ser un misionero, difundir la buena nueva del rhythm and blues, aquella música afroamericana que en Europa era patrimonio de minorías.
Lo que nadie podía imaginar es que, siguiendo la pista de los Beatles, se lanzarían a componer unas canciones que atraparían la imaginación de su generación, a ambos lados del Telón de Acero.
Cantos de frustración (Satisfaction), reclamaciones de independencia (Get off of my cloud), retratos ácidos de los adultos (Mother’s little helper), patologías del presente (Paint it black)...
De repente, ya no eran simples melenudos, aptos para ser ridiculizados.
Se habían convertido en cabecillas de una masa amenazadora, vagamente conocida como La Juventud. Potencialmente, poseía peso político: Tom Driberg, una de las luminarias del Partido Laborista, se empeñó en alistar a Jagger, garantizándole un puesto en el Parlamento.
Claro que su elegibilidad quedó afectada por los sucesos de 1967
. Detenido en una redada antidrogas en la casa campestre de Keith Richards, le cayeron tres meses
. Salió de la cárcel gracias a un editorial de The Times, que denunciaba la malévola venganza del establishment. Jagger aprendió la lección.
Consumiría porros y rayas durante las siguientes décadas pero evitaría los opiáceos y, en general, preferiría no comprar: tomaba lo que estaba disponible.
Y alrededor de los Stones se disfrutaba del material de mejor calidad, cocaína farmacéutica y otras exquisiteces.
Sus simpatías por la revolución se enfriaron.
El desastre de Altamont, en 1969, evidenció que, si la contracultura no era capaz de montar un concierto multitudinario pacífico, parecía ingenuo esperar la construcción de una maravillosa sociedad paralela. Además, Jagger comprobó que se sentía más cómodo entre la beautiful people de Londres que en una comuna hippy.
Guapo, ingenioso y seductor, Mick se hizo un hueco en la jet set internacional.
Allí intimó con lo que llaman old money: familias ricas de siempre.
Y puso la oreja. Los Stones tenían graves carencias económicas: habían sido despojados por un manager-tiburón, que terminó apropiándose de sus grabaciones de los años sesenta.
Se enfrentaban, además, a impuestos confiscatorios: en determinados ingresos, la Hacienda británica se quedaba hasta con el 98%. Han leído bien: noventa y ocho por ciento.
En ese momento, Jagger hizo lo mismo que cuando ha necesitado un entrenador personal o un negro para su (frustrada) autobiografía: una rigurosa selección de candidatos
. En un banco londinense de inversiones, encontró al príncipe Rupert Lowenstein, que se transformaría en asesor financiero del grupo. Inmediatamente les convirtió en exiliados fiscales: en la Costa Azul materializaron el doble Exile on Main Street. Lowenstein establecería el entramado de empresas que les permitió establecer su discográfica-editorial y explotar la demanda de directos.
De su mano, Jagger inventó el modelo de empresa que sería imitada en el futuro por todas las superestrellas, del rock o de cualquier otra música.
Control de su legado discográfico, que viajaría con ellos en su peregrinar por las diferentes multinacionales. Nuevo trato con los promotores de conciertos: quedaban al servicio de los Stones, privilegio por el que recibían un mínimo porcentaje.
Pactos con patrocinadores. Merchandising.
Cuesta reconocerlo, pero las maquinaciones de Jagger trenzaron la red de seguridad que permitiría a Keith Richards desarrollar su monumental leyenda de kamikaze.
Según el tópico, Keith es el corazón de los Stones.
Resulta menos popular el inevitable corolario: sin el cerebro de Jagger, ese corazón se habría parado hace tiempo o estaría reducido a una caricatura.
No hay un rollingstone bueno y otro malo: todas las decisiones comerciales de Mick fueron ratificadas por el guitarrista.
Los pecados de Jagger son compartidos por el resto de la banda.
Pensemos en la crueldad con compañeros, relegados a la sombra (el pianista Ian Stewart) o directamente despedidos (Brian Jones).
O la tacañeria para reconocer colaboraciones en la composición: casi todo sale firmado por Jagger-Richards, aunque partiera de la inspiración de Ry Cooder o Mick Taylor.
Sin olvidar el calvario de Ronnie Wood, quince años de asalariado antes de ser aceptado como miembro de pleno derecho.
Cara a la galería, Mick sí cometió un grave desliz. Evidenció su escepticismo respecto a la visión fundamentalista del rock. En 1975 se fue de la lengua en la revista People:
“Yo solo quería hacer esto durante dos años. Imaginaba que la banda se dispersaría un día, que diríamos adiós.
Continuaría componiendo y cantando pero la verdad es que preferiría estar muerto a seguir interpretando Satisfaction cuando tenga 42 años”.
Calculó mal. Ya sabemos que ha estado cantando Satisfaction al borde de los setenta años, fracasados sus esfuerzos para construirse una ocupación legítima fuera de los Stones.
Como actor, no ha tenido fortuna, a pesar de estrenarse con una genuina película de culto (la turbia Performance, 1968).
Tardó en entender las incertidumbres del cine, que además requiere grandes inversiones si quieres, por ejemplo, comprar los derechos de La naranja mecánica, la novela de Anthony Burgess
. En 1995, montó su propia productora, Jagged Films, que no ha podido realizar los proyectos más ansiados: el retrato de un potentado tipo Rupert Murdoch, una aproximación a la industria musical que dirigiría Scorsese.
Aparte, han pasado desapercibidos sus papeles más valientes, en películas como Bent (1997) o Servicio de compañía (2001).
Algo similar ocurre con sus discos en solitario, que solo llegan a un público decreciente.
De hecho, su última aventura musical, el proyecto SuperHeavy (2011), pasó cual estrella fugaz.
Los pocos que se enteraron pensaron que se trataba de un capricho de millonario, aunque debería haber despertado al menos curiosidad: en el grupo figuraban Damian Marley, hijo de Bob, y A. R. Rahman, celebrado compositor de Bollywood.
Aquí sale a la superficie algo que es vox populi en el negocio de la prensa musical británica.
Una portada con Keith Richards sube las ventas; lo mismo con Jagger, se salda con una bajada estrepitosa. Un síntoma de la exitosa reinvención pública de Richards, desde luego, pero también del desencuentro de Mick con los medios.
Si está relajado y el temario desborda lo musical, Jagger puede ser el entrevistado ideal.
Sin embargo, lo habitual son los cortes al periodista, la exhibición de un cinismo blindado, la evasión como táctica preferida.
Los periodistas, se queja, pretenden remover el pasado
. Y Jagger vive para el futuro
. A diferencia de Richards, se esfuerza en captar música nueva, que le sirva para remozar la suya propia.
El concepto nostalgia le suena a pecado: habitualmente, los Stones salen de gira con canciones frescas, aunque no sean las que el respetable quiere escuchar; ellos insisten en demostrarse a sí mismos que están creativamente vivos.
Jagger también tiene vetado todo lo que se refiere a su conducta amorosa.
Que no ha sido ejemplar.
Nunca ha entendido el concepto de veda, mucho menos el de lealtad: en los buenos tiempos se insinuaba a todas, incluyendo novias o mujeres de sus amigos; Bryan Ferry, Eric Clapton, hasta Richards han sufrido su afán depredador. ¿Y qué ofrece?
Aseguran algunas damas que rara vez se han encontrado con un hombre semejante, que entiende las necesidades femeninas, físicas y emocionales
. Sin embargo, esa sabiduría no se traslada a sus letras: de la misoginia inicial ha saltado a extravagantes declaraciones de indefensión masculina, sin olvidar la cuota de mujeres fatales.
A estas alturas ¿qué le motiva? A diferencia de los artistas negros que le inspiraron, podría jubilarse y mantener el nivel de vida de su extensa prole.
Pero conserva rastros del compañerismo que le llevó a fundar el grupo: mientras Keith Richards quiera seguir pateando escenarios, ahí estará él.
Sin olvidar el orgullo de reiventarse bajo los focos, de mantenerse como un atleta, de cantar Satisfaction con un mínimo de dignidad.
Y recuerden: su madre murió con 87 años, su padre con 93.
Genéticamente, Mick Jagger tiene cuerda para rato.
Pero lo que queda en la memoria es el majestuoso estribillo, amplificado por el London Bach Choir: “No siempre puedes conseguir lo que quieres/ pero si lo intentas, a veces podrías descubrir que/ consigues justo lo que necesitas”.
Asombra la carga profética de la letra
. En el año de la Revolución, Jagger adelanta las decepciones políticas, avisa que la heroína se va a cobrar un altísimo precio, sugiere ajustar a la baja nuestras expectativas.
Y lo dice alguien que, en ese momento, parece tener el mundo en la palma de la mano.
En 1963, Michael Phillip Jagger había acudido a su tutor en la London School of Economics para solicitar un año sabático: “tenemos un grupo musical y me gustaría probar, con la tranquilidad de saber que me reservarían mi puesto si necesito volver”. Era buen estudiante y se le aseguró que podría reincorporarse: “Le entiendo, Mister Jagger, yo también viví mi época bohemia”.
Más que una aventura bohemia, Jagger pretendía ser un misionero, difundir la buena nueva del rhythm and blues, aquella música afroamericana que en Europa era patrimonio de minorías.
Lo que nadie podía imaginar es que, siguiendo la pista de los Beatles, se lanzarían a componer unas canciones que atraparían la imaginación de su generación, a ambos lados del Telón de Acero.
Cantos de frustración (Satisfaction), reclamaciones de independencia (Get off of my cloud), retratos ácidos de los adultos (Mother’s little helper), patologías del presente (Paint it black)...
De repente, ya no eran simples melenudos, aptos para ser ridiculizados.
Se habían convertido en cabecillas de una masa amenazadora, vagamente conocida como La Juventud. Potencialmente, poseía peso político: Tom Driberg, una de las luminarias del Partido Laborista, se empeñó en alistar a Jagger, garantizándole un puesto en el Parlamento.
Claro que su elegibilidad quedó afectada por los sucesos de 1967
. Detenido en una redada antidrogas en la casa campestre de Keith Richards, le cayeron tres meses
. Salió de la cárcel gracias a un editorial de The Times, que denunciaba la malévola venganza del establishment. Jagger aprendió la lección.
Consumiría porros y rayas durante las siguientes décadas pero evitaría los opiáceos y, en general, preferiría no comprar: tomaba lo que estaba disponible.
Y alrededor de los Stones se disfrutaba del material de mejor calidad, cocaína farmacéutica y otras exquisiteces.
Sus simpatías por la revolución se enfriaron.
El desastre de Altamont, en 1969, evidenció que, si la contracultura no era capaz de montar un concierto multitudinario pacífico, parecía ingenuo esperar la construcción de una maravillosa sociedad paralela. Además, Jagger comprobó que se sentía más cómodo entre la beautiful people de Londres que en una comuna hippy.
Guapo, ingenioso y seductor, Mick se hizo un hueco en la jet set internacional.
Allí intimó con lo que llaman old money: familias ricas de siempre.
Y puso la oreja. Los Stones tenían graves carencias económicas: habían sido despojados por un manager-tiburón, que terminó apropiándose de sus grabaciones de los años sesenta.
Se enfrentaban, además, a impuestos confiscatorios: en determinados ingresos, la Hacienda británica se quedaba hasta con el 98%. Han leído bien: noventa y ocho por ciento.
En ese momento, Jagger hizo lo mismo que cuando ha necesitado un entrenador personal o un negro para su (frustrada) autobiografía: una rigurosa selección de candidatos
. En un banco londinense de inversiones, encontró al príncipe Rupert Lowenstein, que se transformaría en asesor financiero del grupo. Inmediatamente les convirtió en exiliados fiscales: en la Costa Azul materializaron el doble Exile on Main Street. Lowenstein establecería el entramado de empresas que les permitió establecer su discográfica-editorial y explotar la demanda de directos.
De su mano, Jagger inventó el modelo de empresa que sería imitada en el futuro por todas las superestrellas, del rock o de cualquier otra música.
Control de su legado discográfico, que viajaría con ellos en su peregrinar por las diferentes multinacionales. Nuevo trato con los promotores de conciertos: quedaban al servicio de los Stones, privilegio por el que recibían un mínimo porcentaje.
Pactos con patrocinadores. Merchandising.
Cuesta reconocerlo, pero las maquinaciones de Jagger trenzaron la red de seguridad que permitiría a Keith Richards desarrollar su monumental leyenda de kamikaze.
Según el tópico, Keith es el corazón de los Stones.
Resulta menos popular el inevitable corolario: sin el cerebro de Jagger, ese corazón se habría parado hace tiempo o estaría reducido a una caricatura.
No hay un rollingstone bueno y otro malo: todas las decisiones comerciales de Mick fueron ratificadas por el guitarrista.
Los pecados de Jagger son compartidos por el resto de la banda.
Pensemos en la crueldad con compañeros, relegados a la sombra (el pianista Ian Stewart) o directamente despedidos (Brian Jones).
O la tacañeria para reconocer colaboraciones en la composición: casi todo sale firmado por Jagger-Richards, aunque partiera de la inspiración de Ry Cooder o Mick Taylor.
Sin olvidar el calvario de Ronnie Wood, quince años de asalariado antes de ser aceptado como miembro de pleno derecho.
Cara a la galería, Mick sí cometió un grave desliz. Evidenció su escepticismo respecto a la visión fundamentalista del rock. En 1975 se fue de la lengua en la revista People:
“Yo solo quería hacer esto durante dos años. Imaginaba que la banda se dispersaría un día, que diríamos adiós.
Continuaría componiendo y cantando pero la verdad es que preferiría estar muerto a seguir interpretando Satisfaction cuando tenga 42 años”.
Calculó mal. Ya sabemos que ha estado cantando Satisfaction al borde de los setenta años, fracasados sus esfuerzos para construirse una ocupación legítima fuera de los Stones.
Como actor, no ha tenido fortuna, a pesar de estrenarse con una genuina película de culto (la turbia Performance, 1968).
Tardó en entender las incertidumbres del cine, que además requiere grandes inversiones si quieres, por ejemplo, comprar los derechos de La naranja mecánica, la novela de Anthony Burgess
. En 1995, montó su propia productora, Jagged Films, que no ha podido realizar los proyectos más ansiados: el retrato de un potentado tipo Rupert Murdoch, una aproximación a la industria musical que dirigiría Scorsese.
Aparte, han pasado desapercibidos sus papeles más valientes, en películas como Bent (1997) o Servicio de compañía (2001).
Algo similar ocurre con sus discos en solitario, que solo llegan a un público decreciente.
De hecho, su última aventura musical, el proyecto SuperHeavy (2011), pasó cual estrella fugaz.
Los pocos que se enteraron pensaron que se trataba de un capricho de millonario, aunque debería haber despertado al menos curiosidad: en el grupo figuraban Damian Marley, hijo de Bob, y A. R. Rahman, celebrado compositor de Bollywood.
Aquí sale a la superficie algo que es vox populi en el negocio de la prensa musical británica.
Una portada con Keith Richards sube las ventas; lo mismo con Jagger, se salda con una bajada estrepitosa. Un síntoma de la exitosa reinvención pública de Richards, desde luego, pero también del desencuentro de Mick con los medios.
Si está relajado y el temario desborda lo musical, Jagger puede ser el entrevistado ideal.
Sin embargo, lo habitual son los cortes al periodista, la exhibición de un cinismo blindado, la evasión como táctica preferida.
Los periodistas, se queja, pretenden remover el pasado
. Y Jagger vive para el futuro
. A diferencia de Richards, se esfuerza en captar música nueva, que le sirva para remozar la suya propia.
El concepto nostalgia le suena a pecado: habitualmente, los Stones salen de gira con canciones frescas, aunque no sean las que el respetable quiere escuchar; ellos insisten en demostrarse a sí mismos que están creativamente vivos.
Jagger también tiene vetado todo lo que se refiere a su conducta amorosa.
Que no ha sido ejemplar.
Nunca ha entendido el concepto de veda, mucho menos el de lealtad: en los buenos tiempos se insinuaba a todas, incluyendo novias o mujeres de sus amigos; Bryan Ferry, Eric Clapton, hasta Richards han sufrido su afán depredador. ¿Y qué ofrece?
Aseguran algunas damas que rara vez se han encontrado con un hombre semejante, que entiende las necesidades femeninas, físicas y emocionales
. Sin embargo, esa sabiduría no se traslada a sus letras: de la misoginia inicial ha saltado a extravagantes declaraciones de indefensión masculina, sin olvidar la cuota de mujeres fatales.
A estas alturas ¿qué le motiva? A diferencia de los artistas negros que le inspiraron, podría jubilarse y mantener el nivel de vida de su extensa prole.
Pero conserva rastros del compañerismo que le llevó a fundar el grupo: mientras Keith Richards quiera seguir pateando escenarios, ahí estará él.
Sin olvidar el orgullo de reiventarse bajo los focos, de mantenerse como un atleta, de cantar Satisfaction con un mínimo de dignidad.
Y recuerden: su madre murió con 87 años, su padre con 93.
Genéticamente, Mick Jagger tiene cuerda para rato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario